
Cada año, el capitalismo y su ala progresista intentan vendernos un 8 de marzo color de rosa. Nos ofrecen flores, descuentos, saludos vacíos y un relato descafeinado sobre la “igualdad de género”. Pero la historia del 8 de marzo no es un cuento de hadas sobre el empoderamiento individual; es la crónica de una disputa, una batalla por la memoria. El verdadero origen del 8 de marzo no se encuentra en un shopping, sino en las calles heladas de Petrogrado, en las asambleas clandestinas del socialismo y en la conciencia de clase de miles de obreras.
Esta fecha no nació para ser una celebración, sino una jornada de lucha y organización. Su historia está manchada de sangre, pero también de la esperanza revolucionaria de quienes entendieron que la opresión patriarcal y la explotación capitalista son dos cabezas de la misma hidra. Reclamar esta herencia no es un ejercicio de nostalgia; es una necesidad política urgente para armar nuestras luchas del presente. Debemos disputar el sentido de nuestra propia historia para que no la usen en nuestra contra.

El relato oficial, cuidadosamente construido, busca borrar su contenido de clase. Prefieren contarnos historias de mujeres individuales y excepcionales antes que la de un movimiento de masas organizado. Quieren que admiremos a la gerenta que rompió el techo de cristal, pero que olvidemos a las miles de obreras que con su huelga hicieron temblar los cimientos de un imperio. Nuestra tarea es exactamente la inversa: recuperar la historia colectiva.
Este artículo es un intento de hacer precisamente eso: un viaje al corazón político de la historia del Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Desarmaremos los mitos, pondremos los nombres y los apellidos que el liberalismo ocultó y demostraremos que el feminismo, si no es anticapitalista y de clase, es apenas una herramienta de gestión de la desigualdad. Es hora de que el 8 de marzo vuelva a ser lo que siempre debió ser: un puño en alto.
Nos sumergiremos en los debates de las Internacionales Socialistas, en las calles de la Francia revolucionaria y en las fábricas textiles de la Rusia zarista. Veremos cómo las mujeres trabajadoras no fueron un actor secundario, sino la vanguardia de momentos decisivos de la lucha de clases. Su audacia y su organización superaron incluso a las de sus propios partidos.
Analizaremos la diferencia entre feminismo liberal y socialista no como una discusión teórica abstracta, sino como una encrucijada política real. Una que definía estrategias, programas y, en última instancia, lealtades de clase. Veremos cómo la burguesía, y su ala femenina, siempre buscaron limitar las demandas para que no pusieran en jaque su sistema de propiedad.
La historia que vamos a contar es la de una traición y una recuperación. La traición de la burguesía a las mujeres después de usarlas en sus revoluciones. Y la recuperación de la lucha por parte de las mujeres socialistas, que entendieron que su emancipación no vendría de la mano de sus explotadores.
Es una historia que nos habla directamente a nosotras, hoy, en una Argentina devastada por un plan de guerra contra el pueblo trabajador. Entender de dónde venimos nos da la claridad para saber hacia dónde vamos. Nos enseña que nuestros derechos no fueron concesiones graciosas, sino conquistas arrancadas con la lucha.
No hay nada que festejar y sí todo por lo que pelear. Esta consigna, que levantamos cada año, se hace carne cuando conocemos la historia real de nuestra fecha. Es un día para medir nuestras fuerzas, para contar a nuestras muertas por la violencia machista y para organizar la bronca.
El feminismo socialista y 8 de marzo son dos conceptos inseparables, por más que intenten divorciarlos. El socialismo le dio al movimiento de mujeres una perspectiva de clase y un programa revolucionario. Y las mujeres trabajadoras le dieron al socialismo la fuerza y la radicalidad que lo empujaron hacia adelante en sus momentos más gloriosos.
Este recorrido histórico es una invitación a tomar posición. A elegir entre un feminismo que se conforma con la igualdad en la explotación o un feminismo que lucha por dinamitar la explotación misma. Entre un 8M de marketing o un 8M de barricada.
Nosotras, como no podía ser de otra manera, elegimos la barricada. Elegimos la herencia de las que se animaron a quererlo todo: el pan, pero también las rosas. Y esa es la historia que empezamos a contar ahora.
Toda historia de la lucha moderna por la emancipación femenina debe empezar en el volcán de la Revolución Francesa. Fue allí donde, por primera vez en la historia de Occidente, las mujeres de las clases populares irrumpieron masivamente en la escena política. No lo hicieron como un grupo de presión organizado con un programa feminista, sino como parte de su clase, empujadas por el hambre y el odio a la aristocracia.
Fueron las mujeres de los barrios pobres de París las que protagonizaron la marcha sobre Versalles en octubre de 1789. Armadas con picas y cuchillos, miles de pescaderas y lavanderas caminaron kilómetros para exigirle pan al rey. Este acto de furia popular fue decisivo para llevar a la familia real a París y someterla al control de la revolución.
Sin embargo, cuando la burguesía revolucionaria se sentó a escribir su documento fundacional, la famosa Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, esas mujeres fueron traicionadas. El texto hablaba de “hombres” en un sentido literal, excluyendo explícitamente a la mitad de la población de los derechos de ciudadanía. La promesa de “libertad, igualdad y fraternidad” no era para ellas.

Es en este contexto de traición que emerge la figura de Olympe de Gouges y la Revolución Francesa. En 1791, esta dramaturga y activista política redactó su propia versión del documento, la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. No era una simple petición, era un desafío frontal a la hipocresía de los padres de la revolución.
En su texto, de Gouges reclamaba para las mujeres exactamente los mismos derechos que se arrogaban los hombres. Derecho al voto, a la propiedad, a ocupar cargos públicos y, fundamentalmente, el derecho a subir a la tribuna política ya que también se les reconocía el “derecho” a subir al cadalso. Exigía que la ley fuera la expresión de la voluntad general, compuesta por ciudadanos y ciudadanas.
La respuesta de la Convención jacobina, la facción más radical de la burguesía, fue la guillotina. Olympe de Gouges fue ejecutada en 1793, no solo por sus simpatías girondinas, sino por su atrevimiento como mujer que se metía en política. Su ejecución fue un mensaje disciplinador para todas las demás: el espacio público pertenecía a los hombres.
Poco después de su muerte, en una escalada reaccionaria, la Convención prohibió oficialmente los clubes y sociedades populares de mujeres. Estos clubes habían sido centros de una intensa politización y organización femenina desde el inicio de la revolución. Su clausura fue la confirmación de que la burguesía, una vez consolidada en el poder, no toleraría ninguna forma de autoorganización popular, y mucho menos si era de mujeres.
A pesar de la derrota, la revolución dejó algunas conquistas temporales que mostraron lo que era posible. Se aprobó una ley de divorcio en 1792, una de las más progresistas de Europa en su momento. Sin embargo, esta conquista fue efímera y sería derogada durante la Restauración monárquica en 1816, demostrando la fragilidad de los derechos concedidos por una clase que no era la propia.
La experiencia francesa fue una lección histórica fundamental, aunque costara sangre. Demostró que la clase burguesa es revolucionaria solo hasta el punto en que necesita al pueblo para derrotar a la aristocracia. Una vez que toma el poder, se vuelve profundamente conservadora y enemiga de las mismas masas que la ayudaron a ascender.
Las mujeres de la revolución aprendieron que su lucha no podía detenerse en la conquista de la república burguesa. Vieron que dentro del “pueblo” había intereses de clase contrapuestos. La burguesa quería igualdad jurídica para controlar sus propiedades; la trabajadora quería pan y el fin de la explotación.
Esta primera llamarada de organización y conciencia feminista fue ahogada en sangre por la propia revolución que la vio nacer. La burguesía le temía a las mujeres organizadas tanto como a los obreros organizados. Entendía que la liberación de la mujer ponía en cuestión uno de los pilares de su sociedad: la familia patriarcal.
Así, la Revolución Francesa nos dejó una herencia dual. Por un lado, la inspiración de ver a miles de mujeres tomando la política en sus manos. Por otro, la dura lección de que no se puede confiar en la burguesía para lograr la emancipación total, una lección que el movimiento obrero socialista aprendería y desarrollaría un siglo después.
Tras la derrota de las revoluciones de 1848, el centro de la organización revolucionaria se desplazó hacia el naciente movimiento obrero. La fundación de la Asociación Internacional de Trabajadores en 1864, conocida como la Primera Internacional, marcó un hito. Por primera vez, existía una organización que nucleaba a los trabajadores de distintos países con un programa de lucha contra el sistema capitalista.
Dentro de este nuevo marco, la cuestión de la emancipación de la mujer no fue un eje central, pero comenzó a ser debatida desde una nueva perspectiva. La discusión ya no se centraba únicamente en los derechos civiles abstractos, como en el feminismo burgués. El debate se anclaba en el análisis de la explotación económica y el rol de la mujer en la familia proletaria.
Fue Karl Marx quien sentó las bases teóricas para este nuevo enfoque. Argumentó que la raíz de la opresión de la mujer no era una inferioridad natural, sino su exclusión del proceso social de producción y su reclusión en la esfera de la esclavitud doméstica. La mujer en el hogar proletario era la “proletaria del proletario”, sometida a una doble jornada de trabajo no remunerado.

Para Marx y Engels, la liberación de la mujer trabajadora era impensable sin su integración masiva a la industria y al trabajo social. Solo al convertirse en una fuerza productiva junto al hombre, tomaría conciencia de su explotación y se uniría a la lucha de clases. La abolición de la familia burguesa y la socialización de las tareas domésticas y de cuidado eran, por lo tanto, condiciones indispensables para su emancipación (Scott, 1989).
Estas ideas, sin embargo, no eran aceptadas por todos dentro de la Internacional. Las corrientes proudhonianas, muy influyentes especialmente en Francia, tenían una visión reaccionaria y patriarcal. Sostenían que el lugar de la mujer era el hogar y que su trabajo en las fábricas era un factor de degradación moral y de competencia desleal contra el salario masculino.
Estos debates reflejaban las contradicciones ideológicas dentro de un movimiento obrero todavía inmaduro. A pesar de todo, la posición de Marx logró imponerse en las resoluciones de la Internacional. Se defendió el derecho de la mujer a trabajar, aunque a menudo con cláusulas “proteccionistas” que limitaban su participación en ciertos trabajos nocturnos o peligrosos.
La participación directa de las mujeres en la propia Internacional era escasa, pero significativa. La admisión de la activista Harriet Law en el Consejo General en 1867 fue un paso simbólico. Law fue una ferviente defensora de las tesis de Marx y del derecho de la mujer a una participación plena en la vida política y económica.
La experiencia de la Comuna de París en 1871 fue otro momento de intensa participación femenina. Las mujeres de la clase obrera parisina, las communardes, estuvieron en la primera línea de la defensa de la Comuna. Organizaron comités, clubes de debate, servicios de ambulancia y hasta lucharon con las armas en las barricadas (Perrot, 2007).
El rol de las mujeres en la Comuna de París fue heroico, pero la Comuna no tuvo tiempo de desarrollar una política específica para sus derechos. A pesar de que se decretó la separación de la Iglesia y el Estado y se reconocieron las uniones libres, no se llegó a discutir el sufragio femenino. La urgencia de la defensa militar contra la contrarrevolución burguesa dejó la agenda de la mujer en un segundo plano.
La brutal represión que siguió a la derrota de la Comuna se ensañó particularmente con las mujeres. Miles fueron fusiladas, encarceladas o deportadas. La burguesía las castigó no solo por ser revolucionarias, sino por haberse atrevido a romper su rol de sumisión, por haber sido “pétroleuses”, incendiarias, mujeres que luchaban.
La Primera Internacional y la Comuna, con todas sus limitaciones, marcaron un punto de no retorno. La lucha por la liberación de la mujer quedó irrevocablemente ligada a la lucha por el socialismo. Se entendió que el “problema de la mujer” no era un asunto moral o cultural, sino una cuestión profundamente política y de clase.
A partir de entonces, quedó claro que el movimiento obrero no podía aspirar a la victoria si dejaba atrás a la mitad de su clase. La tarea de organizar a las mujeres trabajadoras, con sus propias demandas y sus propios métodos, se convirtió en un desafío central para la siguiente generación de revolucionarios. Un desafío que la Segunda Internacional y sus dirigentas intentarían resolver.
Si la Primera Internacional plantó las semillas teóricas, fue la Segunda Internacional, fundada en 1889, el terreno donde floreció el primer movimiento de mujeres socialistas de masas de la historia. El epicentro de este fenómeno fue el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), el partido obrero más grande y mejor organizado del mundo en esa época. La arquitecta de este movimiento fue una de las figuras más importantes y a la vez más olvidadas del socialismo: Clara Zetkin.
Zetkin, militante y teórica marxista, entendió que no bastaba con tener una posición correcta sobre “la cuestión de la mujer”. Era necesario construir una organización específica de mujeres trabajadoras dentro del partido, con su propia prensa, sus propias conferencias y sus propias dirigentes. Bajo su liderazgo, el movimiento de mujeres del SPD llegó a tener cientos de miles de afiliadas y un periódico, “La Igualdad” (Die Gleichheit), con una tirada masiva.
Esta estrategia se basaba en una profunda crítica al feminismo burgués. Clara Zetkin y el Día de la Mujer son inseparables porque ella fue quien más luchó por un movimiento de mujeres con independencia de clase. En su famoso discurso en el congreso fundacional de la Segunda Internacional, Zetkin trazó una línea tajante entre las “damas burguesas” y las “mujeres proletarias” (Zetkin, 1889).
Argumentaba que las feministas burguesas solo buscaban la igualdad de derechos con los hombres de su propia clase para competir con ellos en el terreno de la explotación capitalista. Su objetivo final era el sufragio y el derecho a la propiedad, demandas que no alteraban en nada la situación de la obrera. El movimiento de mujeres proletarias, en cambio, luchaba por la abolición de toda forma de explotación y opresión.

Esta diferencia entre feminismo liberal y socialista era el eje de toda su política. Mientras el feminismo burgués buscaba una alianza de todas las mujeres por encima de las clases, Zetkin defendía una alianza de las mujeres obreras con los hombres de su misma clase contra la burguesía, tanto masculina como femenina. Era una batalla de clase, no una “guerra de sexos”.
El movimiento de mujeres del SPD no solo luchaba por el socialismo, sino también por reivindicaciones inmediatas. Peleaban por el derecho al voto femenino, la protección de la maternidad, la igualdad salarial y la reducción de la jornada laboral. Pero siempre enmarcaron estas luchas dentro de la perspectiva más amplia de la revolución socialista.
Fue en la Segunda Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, celebrada en Copenhague en 1910, donde Clara Zetkin y sus compañeras propusieron una resolución histórica. Plantearon la necesidad de establecer un Día Internacional de la Mujer Trabajadora, a celebrarse cada año en todos los países. El objetivo era que fuera una jornada de agitación por el sufragio femenino y por las reivindicaciones de las obreras.
Esta propuesta fue aprobada unánimemente. Al año siguiente, en 1911, se celebró el primer Día Internacional de la Mujer en Alemania, Austria, Dinamarca y Suiza, con manifestaciones masivas que superaron el millón de asistentes. La fecha elegida no era fija aún, pero el principio de una jornada de lucha internacional y de clase había sido establecido.
Este enorme avance, sin embargo, no estuvo exento de debilidades. En países como Gran Bretaña, las mujeres socialistas eran mucho más débiles y a menudo terminaban diluyéndose dentro del movimiento sufragista burgués de las Pankhurst. La presión por abandonar un programa de clase a cambio de una unidad abstracta por el voto era una amenaza constante.
Además, el propio SPD, a pesar de su fuerza, estaba carcomido por una creciente burocracia reformista. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, la mayoría de la dirección del SPD traicionó los principios del internacionalismo proletario y votó a favor de los créditos de guerra, apoyando a su propia burguesía imperialista. La Segunda Internacional colapsó vergonzosamente.
Clara Zetkin, junto a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, formó parte del ala izquierda que se opuso a la guerra. Fueron encarcelados por su propaganda internacionalista. Esta experiencia demostró que la lucha contra el capitalismo y la lucha contra el patriarcado eran inseparables de la lucha contra el reformismo y la traición dentro del propio movimiento obrero.
A pesar del colapso de la Internacional, la semilla del 8 de marzo ya estaba sembrada. Había creado una tradición y una herramienta de organización para millones de mujeres trabajadoras en todo el mundo. Solo faltaba que un evento revolucionario la consagrara para siempre en el calendario de la historia.
El calendario marcaba el 23 de febrero de 1917 según el viejo estilo juliano de Rusia. En el resto del mundo, era el 8 de marzo. En la capital del imperio zarista, Petrogrado, nadie, ni siquiera los militantes bolcheviques más audaces, imaginaba que ese día, señalado en el calendario socialista como el Día de la Mujer, se convertiría en el primer día de la revolución que cambiaría el mundo para siempre.
Las organizaciones revolucionarias no habían llamado a la huelga ese día. Consideraban que las condiciones no estaban maduras y planeaban una acción ordenada para el Primero de Mayo. Pero las obreras de las fábricas textiles del distrito de Vyborg, hartas de la guerra, del hambre y de las colas interminables para conseguir pan, decidieron que no esperarían más (Trotsky, 1932).
Se declararon en huelga espontáneamente y salieron de sus fábricas. En lugar de irse a sus casas, marcharon hacia las fábricas metalúrgicas vecinas, donde trabajaban los obreros más politizados y combativos. Les arrojaron bolas de nieve a las ventanas y les gritaron que se unieran, que dejaran de ser tan cobardes.
Los obreros metalúrgicos, sorprendidos y arrastrados por la determinación de sus compañeras, se sumaron a la huelga. Lo que había empezado como una protesta de mujeres se transformó en una huelga general que paralizó la capital. Las mujeres no solo iniciaron la acción, sino que superaron la resistencia de sus propias organizaciones, que al principio dudaban.
Este es el verdadero origen del 8 de marzo como fecha emblemática de nuestra lucha. No fue una decisión de un comité ni la genialidad de un dirigente. Fue la iniciativa de miles de mujeres anónimas de la clase trabajadora que, con su acción directa, prendieron la mecha de la la Revolución Rusa y los derechos de la mujer.

En los días siguientes, las manifestaciones crecieron en número y en audacia. Las mujeres estaban en la primera fila, confraternizando con los soldados, pidiéndoles que no dispararan contra sus hermanos y hermanas. Su coraje fue clave para quebrar la moral de las tropas del zar, que finalmente se negaron a reprimir y se pasaron al lado de la revolución.
Ocho meses después, en octubre de 1917, el partido bolchevique, que supo canalizar la energía de las masas, tomó el poder. El primer gobierno obrero y campesino de la historia comenzó a implementar una serie de decretos que representaron el avance más espectacular en los derechos de la mujer que el mundo jamás había visto. Era la materialización de las promesas del socialismo.
Se estableció el matrimonio civil y el divorcio se convirtió en un trámite simple y accesible para cualquiera de las dos partes. Se abolió el concepto de “hijo ilegítimo”, garantizando los mismos derechos para todos los niños. En 1920, la Rusia soviética se convirtió en el primer país del mundo en legalizar el aborto, garantizándolo de forma gratuita en los hospitales del Estado.
Estas medidas legales fueron acompañadas por un proyecto de socialización de las tareas domésticas. Se crearon comedores públicos, lavanderías comunitarias y guarderías para liberar a la mujer de la “esclavitud doméstica”, como la llamaba Lenin. El objetivo era crear las condiciones materiales para una igualdad real y no solo formal.
La revolución no solo les dio derechos, sino que las impulsó a la vida política. Se crearon secciones especiales del partido, el Zhenotdel, para organizar a las mujeres y promover su participación en todos los niveles del nuevo Estado obrero. Dirigentas como Alexandra Kollontai jugaron un papel central en este proceso.
Fue en 1921, en la Conferencia de Mujeres Comunistas en Moscú, que se decretó oficialmente el 8 de marzo como el Día Internacional de la Mujer Comunista. La fecha se eligió en honor a las valientes obreras de Petrogrado que habían iniciado la revolución. Se consolidó como una jornada de lucha y celebración de la vanguardia femenina en la revolución mundial.
La historia de las obreras de Petrogrado es la prueba irrefutable de la potencia revolucionaria de las mujeres trabajadoras. No fueron un apéndice del movimiento, fueron su chispa inicial. Y demostraron que cuando se ponen en movimiento, son capaces de arrastrar a toda su clase y de derribar los imperios más poderosos.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el mundo cambió drásticamente. El inicio de la Guerra Fría entre el bloque imperialista liderado por Estados Unidos y el bloque soviético, ya bajo el control de la burocracia estalinista, tuvo repercusiones en todos los campos, incluido el movimiento feminista. En este nuevo contexto, el origen revolucionario y socialista del 8 de marzo se convirtió en algo incómodo y peligroso para Occidente.
El imperialismo yanqui y sus aliados no podían permitir que una fecha tan simbólica estuviera ligada a la Revolución Rusa. Necesitaban borrar su contenido de clase, su herencia comunista. Fue entonces cuando comenzó una operación de revisionismo histórico deliberada para inventar un nuevo origen para la fecha, uno que fuera más digerible para el capitalismo.
Así es como nace y se populariza el mito del incendio en la fábrica Cotton de Nueva York. La historia, que la mayoría de nosotras escuchamos en la escuela, cuenta que un 8 de marzo de 1857, un grupo de trabajadoras textiles en huelga fue encerrado y quemado vivo por su patrón. Es una historia terrible, emotiva y que genera una empatía inmediata con las víctimas.
El problema es que, según numerosas historiadoras feministas que han investigado el tema, este evento nunca ocurrió. No existen registros periodísticos, informes policiales ni testimonios de la época que confirmen un incendio de esas características en esa fecha. La historia parece ser una amalgama de varios hechos reales de la lucha obrera en Estados Unidos, pero convenientemente reubicados y ficcionalizados.
Este mito cumplió una función política muy clara. En primer lugar, trasladó el origen de la fecha de la Rusia revolucionaria a los Estados Unidos, el corazón del capitalismo. En segundo lugar, transformó a las protagonistas: ya no eran mujeres socialistas organizadas que tomaban el poder, sino trabajadoras anónimas y pasivas que morían como víctimas. El sujeto revolucionario fue reemplazado por la mártir.
Este nuevo relato es fundamental para entender por qué el 8M es un día de lucha y no de festejo. Al convertirlo en un día de luto por unas víctimas, se le quita su carácter de jornada de organización y agitación por un programa. Es más fácil para el poder conmemorar a los muertos que enfrentar las demandas de las vivas.
Con la complicidad del feminismo liberal y de la socialdemocracia, esta versión descafeinada se convirtió en la historia oficial. Las Naciones Unidas reconocieron oficialmente la fecha en 1975, consolidando su institucionalización. El 8 de marzo dejó de ser el Día de la Mujer Trabajadora para convertirse en el “Día Internacional de la Mujer”, a secas, borrando la palabra clave: “trabajadora”.
Este vaciamiento de contenido permitió que el capitalismo se apropiara de la fecha y la convirtiera en una oportunidad de negocio. Hoy vemos cómo las grandes marcas lanzan campañas de “marketing violeta”, nos venden productos “empoderadores” y nos felicitan por “nuestro día”. Es la máxima expresión del cinismo capitalista: convertir nuestra propia historia de lucha en una mercancía.
La consecuencia es una profunda despolitización. Muchas jóvenes hoy creen sinceramente que el 8M es un día para recibir flores y saludos, como el día de la madre. Desconocen por completo su origen de clase, su vínculo con la lucha por el socialismo y el rol central de figuras como Clara Zetkin.
Nuestra tarea, por lo tanto, es una tarea de contrainformación y de memoria militante. Debemos repetir incansablemente en cada marcha, en cada asamblea, en cada artículo, el verdadero origen de nuestra fecha. Debemos explicar por qué no aceptamos flores de quienes nos explotan los otros 364 días del año.
El secuestro del 8 de marzo es parte de una estrategia más amplia para borrar la memoria de la clase obrera. Quieren que creamos que el capitalismo es el único sistema posible y que el feminismo es compatible con él. Reclamar nuestra fecha es empezar a demostrarles que están equivocados.
La historia del incendio en la fábrica Cotton puede que no sea real, pero el fuego de la rebelión de las obreras de Petrogrado sí lo fue. Y es ese fuego, el fuego revolucionario, el que tenemos la obligación de mantener vivo. Un fuego que ilumine el camino hacia nuestra total y definitiva emancipación.
La historia que hemos recorrido no es un simple anecdotario del pasado. Es un mapa de batalla que nos sirve para orientar nuestras luchas en el presente. Cada debate, cada victoria y cada derrota de las mujeres que nos precedieron es una lección para nosotras, aquí y ahora, enfrentando un gobierno que ha declarado la guerra a los trabajadores y en especial a las mujeres y disidencias.
Reivindicar el feminismo socialista y 8 de marzo como un binomio inseparable es hoy más necesario que nunca. El feminismo liberal, con su agenda centrada en la representación en los directorios de las empresas y en un punitivismo que no resuelve la violencia estructural, ha demostrado ser un callejón sin salida. Es un feminismo que puede convivir perfectamente con el ajuste, la precarización y la miseria de la mayoría.
Nuestra perspectiva debe ser otra. Una que entienda que no se puede derribar al patriarcado dejando intacto al sistema capitalista que lo alimenta y lo reproduce. Una que sepa que no hay verdadera emancipación para las mujeres sin la emancipación de toda la clase trabajadora de las cadenas de la explotación asalariada.
El verdadero origen del 8 de marzo nos marca el camino. Nos enseña que las conquistas más grandes no vinieron de la mano de políticas de Estado bienintencionadas, sino de la autoorganización y la acción directa de las masas. Fueron las obreras en las calles las que impusieron su agenda, no las políticas en los parlamentos burgueses.
Por eso, por qué el 8M es un día de lucha y no de festejo es la pregunta que debemos responder con nuestra práctica política. Es un día de lucha porque la violencia machista sigue cobrándose la vida de una de nosotras cada día. Es un día de lucha porque la brecha salarial persiste, porque las tareas de cuidado siguen recayendo sobre nuestros hombros y porque el gobierno actual está demoliendo los pocos derechos que conquistamos.
Es un día de lucha para exigir la anulación de todas las medidas de este gobierno hambreador. Para pelear por un salario igual a la canasta familiar, por el fin de la precarización laboral que nos afecta principalmente a nosotras. Para exigir educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar y aborto legal, seguro y gratuito para no morir, un derecho que hoy está bajo amenaza.

La crítica al feminismo burgués debe ser implacable. Debemos denunciar a las que hablan de “sororidad” pero avalan los despidos, a las que se visten de violeta un día al año pero apoyan los planes de ajuste del FMI. La línea divisoria no es entre hombres y mujeres, es entre quienes vivimos de nuestro trabajo y quienes viven del trabajo ajeno.
Nuestra tarea es construir un movimiento feminista de clase, independiente de los partidos patronales y de la burocracia de los sindicatos. Un movimiento que se organice en cada fábrica, en cada escuela, en cada barrio. Que construya alianzas sólidas con todos los sectores en lucha, porque nuestra fuerza reside en la unidad.
El programa que levantamos debe ser revolucionario. No alcanza con pedir igualdad dentro de este sistema. Debemos luchar por una sociedad distinta, una sociedad socialista, donde la economía esté planificada democráticamente por los propios trabajadores para satisfacer las necesidades humanas y no la codicia de una minoría.
Una sociedad donde las tareas de cuidado sean una responsabilidad colectiva y no una carga individual. Donde la maternidad sea una elección libre y no una imposición. Donde podamos ser libres del miedo a la violencia, a la pobreza y a la explotación.
La historia nos ha demostrado que tenemos la fuerza para cambiarlo todo. Las obreras de Petrogrado nos lo enseñaron en 1917. Nuestra responsabilidad histórica es estar a la altura de esa herencia.
Este 8 de marzo, y todos los que vendrán, que nuestras voces unidas en las calles de todo el mundo le recuerden al poder que no nos conformamos con migajas. Que no solo queremos el pan, sino también las rosas. Que venimos a por todo.
Perrot, M. (2007).Mi historia de las mujeres. Fondo de Cultura Económica.
Scott, J. W. (1989).Gender and the Politics of History. Columbia University Press.
Trotsky, L. (1932).The History of the Russian Revolution. Pathfinder Press.
Zetkin, C. (1889, 19 de julio).Por la liberación de la mujer [Discurso]. Congreso Fundacional de la Segunda Internacional, París, Francia.






