Los Archivos del Disenso: el Rescate de la Memoria Cultural Prohibida o Marginada.

Si te pido que imagines un documento con valor histórico, es muy probable que pienses en un pergamino, una carta firmada por un prócer o un decreto presidencial con sello de lacre. Ahora, te pido que pienses en un volante fotocopiado y mal cortado de un recital de punk en los ochenta, en un ticket de entrada de un boliche gay que fue clausurado mil veces o en un sticker feminista pegado en un poste de luz.

¿Cuál de estos objetos creés que nos cuenta con más honestidad el pulso real, la textura, la temperatura de una época? La historia oficial, con su obsesión por lo monumental, suele despreciar estos vestigios, pero es justamente en su fragilidad donde reside su potencia más reveladora.

Definamos a qué nos referimos con “lo efímero” en este contexto, un concepto clave para nuestro análisis. Hablamos de toda esa cultura material producida para un uso inmediato y con una expectativa de vida corta, casi nula: el fanzine hecho para intercambiar en un show, el afiche que anuncia una marcha, el manifiesto tipeado a máquina y repartido de mano en mano.

La archivística tradicional, heredera de una lógica estatal y notarial, históricamente ha desestimado estos materiales por considerarlos subjetivos, anónimos, de baja calidad material y, en definitiva, descartables. Sin embargo, este desdén es un acto profundamente político, ya que ignora que para muchísimos grupos sociales, lo efímero fue el único medio de producción cultural a su alcance.

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Acá es donde se vuelve evidente la importancia de los archivos de la memoria marginada. Cuando no tenés acceso a las imprentas comerciales, a los medios de comunicación hegemónicos o a los circuitos artísticos legitimados, una fotocopiadora se convierte en tu editorial y la calle se transforma en tu sala de exposiciones. La cultura underground, los movimientos de disidencia sexual y los feminismos populares eligieron lo efímero no solo por necesidad económica, sino también por una decisión estratégica. Un fanzine era rápido, barato, incontrolable para el poder y permitía crear redes de comunicación y afecto que operaban por fuera de cualquier radar oficial.

La teórica de la performance Diana Taylor nos ofrece una distinción muy útil para pensar esto: la diferencia entre el “archivo” y el “repertorio” (Taylor, 2003). Mientras el archivo se refiere a los documentos supuestamente estables y duraderos (textos, huesos, edificios), el repertorio alude a la memoria encarnada, la que se transmite a través del cuerpo: gestos, danzas, performances, relatos orales. Lo que encontramos en los archivos del disenso son, en gran medida, los rastros materiales y frágiles que dejó ese repertorio: la foto de la performance, el audio de la asamblea, el volante del festival. Son puentes que nos conectan con una memoria que fue vivida, sentida y actuada.

Estos objetos, una vez que su contexto de uso inmediato desaparece, se recargan de un nuevo significado, convirtiéndose en lo que el historiador Pierre Nora denominó “lugares de la memoria” (Nora, 1984). Un simple pin con una consigna feminista deja de ser un adorno para transformarse en un condensador de la memoria de una lucha específica. Un casete grabado con el demo de una banda que nadie más recuerda se vuelve un fósil sonoro, el único testimonio de una escena musical subterránea. El valor de estos objetos no reside en su materialidad, sino en su capacidad para evocar y dar acceso a un mundo social y afectivo que ya no existe.

Por lo tanto, el rescate de la memoria cultural prohibida o marginada depende fundamentalmente de una revalorización de estas fuentes. Implica una mirada entrenada para leer la densidad histórica en lo que parece basura, para entender que el diseño precario de un fanzine nos habla de las condiciones de producción de una época o que los rayones en un disco de vinilo son las cicatrices de las fiestas en las que fue bailado. Es un ejercicio de “ecología de los medios”, como la llamó el teórico Vilém Flusser, que atiende a todo el ecosistema comunicacional de una cultura, no solo a sus productos más pulidos y celebrados.

El análisis de estos materiales nos permite reconstruir lo que la sociología llama “estructuras del sentir” de un período, un concepto acuñado por Raymond Williams (1977). Estas no son las ideologías oficiales ni los grandes eventos, sino las sensibilidades compartidas, las formas en que una comunidad experimentaba el mundo, sus miedos, sus deseos, sus formas de relacionarse y de soñar. Cómo se recupera la memoria cultural olvidada es, en gran parte, aprendiendo a rastrear estas estructuras del sentir en los márgenes, en la música que se escuchaba, en la ropa que se usaba, en el lenguaje que se hablaba en la calle. Y para eso, los archivos del disenso son absolutamente insustituibles.

Además, estos archivos tienen una función reparadora y de construcción identitaria para las comunidades que los producen y los cuidan. Para una persona trans, por ejemplo, acceder a las fotos y los relatos del Archivo de la Memoria Trans no es solo un acto de curiosidad histórica. Es un acto de reconocimiento, de encontrar una genealogía, de saber que su experiencia no es un caso aislado, sino que forma parte de una larga y valiente historia de resistencia y supervivencia. Estos archivos salvan vidas en el sentido más literal de la palabra, porque ofrecen espejos donde mirarse y sentirse parte de algo más grande.

El historiador Enzo Traverso (2018), al analizar las memorias del siglo XX, señala que la memoria de los vencidos es por naturaleza frágil y está siempre amenazada por el olvido que imponen las narrativas triunfalistas. La tarea de los archivos del disenso es justamente la de cuidar esa fragilidad, la de construir “constelaciones” de memoria que unan fragmentos dispersos para darles un nuevo sentido. No buscan crear un contra-relato igualmente cerrado y dogmático, sino mantener abiertas las preguntas y las tensiones del pasado. Son, en esencia, archivos profundamente dialécticos.

El valor de la cultura marginada para la memoria colectiva reside, entonces, en su capacidad para desestabilizar nuestras certezas y complejizar el cuadro. Nos muestra que la historia no fue un camino recto y prolijo, sino un campo de batalla lleno de proyectos alternativos, de futuros que no llegaron a ser, de deseos que fueron reprimidos pero que nunca desaparecieron del todo. Nos obliga a confrontar el hecho de que nuestra identidad como sociedad se construyó tanto sobre lo que se celebró como sobre lo que se silenció y persiguió. Es una memoria incómoda, pero indispensable para una democracia real.

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La tarea archivística en este campo se aleja del estereotipo del bibliotecario solitario y se acerca más a la del activista, el tejedor de redes y el cuidador. Implica generar lazos de confianza con las personas que atesoran estos materiales, entender la ética del cuidado que requieren (respetando anonimatos, contextos, dolores) y crear formas de acceso que sean respetuosas y que devuelvan el material a la comunidad. Es un trabajo que es a la vez técnico, político y profundamente afectivo, como bien lo señalan referentes del archivismo comunitario a nivel global.

En conclusión, el valor de lo efímero es inversamente proporcional a su durabilidad material y directamente proporcional a su densidad afectiva e histórica. Estos fragmentos, rescatados del olvido al que habían sido condenados, nos ofrecen una versión del pasado mucho más vibrante, contradictoria y, en definitiva, más real que cualquier documento oficial. Son las pequeñas piezas que nos permiten empezar a armar los rompecabezas de las historias que de verdad importan, las que nos ayudan a entender quiénes somos hoy y quiénes podríamos llegar a ser mañana.

“Lo Personal es Archivo”: El Rol de los Archivos Feministas en la Historia No Contada

Hay una frase que funciona como la piedra angular de gran parte del pensamiento feminista del último medio siglo: “lo personal es político”. Esta idea, tan simple como revolucionaria, nos enseñó a conectar nuestras vivencias más íntimas (en el cuerpo, en la casa, en la cama) con las grandes estructuras de poder que las moldean y condicionan.

Para la conversación que estamos teniendo, propongo una reformulación, un corolario casi obligatorio: si lo personal es político, entonces lo personal es, también, archivo. Es bajo esta nueva luz que podemos empezar a comprender el rol vital que han jugado y juegan los archivos feministas. Ellos se crearon para dar testimonio de esas vidas y esas luchas que la Historia, con mayúscula y en masculino, había decidido que no merecían ser contadas.

El archivo tradicional, como institución, ha sido históricamente un espacio profundamente patriarcal, un club exclusivo para los documentos de los varones públicos. Privilegió las actas de guerra, los tratados comerciales, los discursos parlamentarios y los manuscritos de los “grandes pensadores”, construyendo un relato donde el poder y la acción histórica eran patrimonio masculino. Las experiencias de las mujeres, mientras tanto, quedaban relegadas a la esfera de lo privado, lo doméstico, lo sentimental y, por lo tanto, eran consideradas a-históricas, irrelevantes. Un diario íntimo, un recetario de cocina heredado, una carta entre amigas, eran vistos como simples curiosidades, nunca como fuentes primarias para entender una época.

Frente a esta exclusión sistemática, el impulso de crear archivos propios nació como una necesidad política y existencial para los movimientos feministas, especialmente a partir de la segunda ola en los años sesenta y setenta. Las activistas se dieron cuenta rápidamente de que para construir un movimiento sólido y con futuro, necesitaban primero construir una historia propia, una genealogía que las rescatara del aislamiento y la supuesta novedad.

Así, comenzaron a juntar, a cuidar y a hacer circular sus propios materiales: los panfletos que repartían en la calle, las actas de las reuniones de los grupos de autoconciencia, las primeras revistas y boletines editados a pulmón. Fue un acto consciente de auto-documentación, una forma de decir “nuestra historia la escribimos nosotras”.

En Argentina, un caso emblemático de esta práctica es el Archivo Digital del Activismo Feminista, un proyecto que se dedica a digitalizar y poner a disposición pública una enorme cantidad de materiales producidos por y para el movimiento desde los años ochenta hasta hoy. Su acervo es un tesoro de lo efímero: fanzines como el icónico “Brujas”, afiches de los primeros Encuentros Nacionales de Mujeres, fotografías de performances y marchas que marcaron un antes y un después.

Como lo definen sus propias creadoras, este archivo busca “activar esas memorias para ponerlas en diálogo con las luchas del presente”, demostrando que no se trata de un acto de nostalgia, sino de una herramienta política vigente (Archivo Digital del Activismo Feminista, s.f.).

Los archivos feministas desafían la supuesta objetividad del archivista tradicional, reconociendo que la memoria está cargada de afectos, de cuerpos y de emociones. La teórica feminista Kate Eichhorn (2013) sostiene que el “giro archivístico” en el feminismo está íntimamente ligado a la necesidad de documentar acciones efímeras, como las performances o las protestas, que generan un enorme capital afectivo y político. No se archiva solo el panfleto, se archiva la rabia, la alegría y la potencia de los cuerpos que lo repartieron y lo leyeron. Un pañuelo verde gastado y descolorido, guardado por una militante, contiene más información sensible sobre la lucha por el aborto legal que muchos documentos oficiales.

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Estos proyectos ponen en el centro la importancia del cuidado y la ética de la memoria. A diferencia de las instituciones estatales, que a menudo operan con una lógica extractivista sobre los materiales de los movimientos sociales, los archivos feministas suelen ser gestionados por las propias activistas. Esto garantiza una sensibilidad particular para manejar materiales que pueden ser íntimos, dolorosos o que exponen identidades en contextos de persecución. Se discuten colectivamente cuestiones como el anonimato, el acceso y cómo narrar las historias sin revictimizar ni espectacularizar el sufrimiento de sus protagonistas.

Además, el rol de los archivos feministas en la historia es fundamental para disputar la idea de un “feminismo” único y homogéneo. Estos archivos revelan la multiplicidad de corrientes, los debates internos, las tensiones y las alianzas que conformaron y conforman el movimiento. Nos muestran las voces de las feministas lesbianas, de las sindicalistas, de las villeras, de las académicas, de las artistas, impidiendo que una sola narrativa, generalmente blanca, heterosexual y de clase media, se arrogue la representación de toda la lucha. Son, en este sentido, archivos que celebran la diversidad y la complejidad del propio sujeto político feminista.

Un ejemplo claro de la riqueza de estos acervos se puede encontrar en el CeDInCI (Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas) en Buenos Aires. Si bien su foco es más amplio, posee colecciones fundamentales de publicaciones feministas y de la disidencia sexual que son una fuente inagotable para entender las historias de la cultura underground argentina. Allí se puede rastrear, por ejemplo, la evolución del discurso, las redes de afinidad y las polémicas que atravesaron a los feminismos locales durante décadas, a través de revistas que van desde “Persona” hasta “Codo a Codo”. Estos materiales demuestran que las ideas no surgen de la nada, sino de una larga y a menudo conflictiva conversación.

El trabajo de recuperación que realizan estos archivos es vital para las nuevas generaciones de activistas. Les permite inscribirse en una tradición, entender que sus luchas actuales tienen antecedentes, que no están inventando la rueda. Acceder a un fanzine de los noventa que ya hablaba de temas que hoy están en la agenda mediática genera un profundo sentimiento de conexión y de fuerza histórica. Es una forma de decirles a las más jóvenes: “No estás sola, otras antes que vos ya se hicieron estas preguntas y pelearon estas batallas”.

Estos archivos también funcionan como usinas creativas. Artistas visuales, cineastas, escritoras y músicas a menudo acuden a ellos en busca de inspiración, de imágenes, de relatos y de estéticas. El rescate de la memoria cultural prohibida o minusvalorada por el feminismo no solo tiene un valor documental, sino que también alimenta la producción cultural del presente. Una foto, un eslogan, un diseño, pueden ser el punto de partida para una nueva obra que resignifique esa memoria y la ponga a dialogar con los desafíos actuales.

La precariedad es, sin embargo, una característica y un desafío constante para la mayoría de estos proyectos. Muchos de ellos se sostienen con el trabajo voluntario y no remunerado de las activistas, en espacios domésticos o prestados, con un riesgo permanente de pérdida o deterioro del material. Esto nos habla de la falta de políticas públicas que reconozcan y financien la importancia de los archivos de la memoria marginada como parte fundamental del patrimonio cultural de una nación. La lucha por la memoria es también una lucha por los recursos para poder llevarla a cabo.

En definitiva, los archivos feministas son mucho más que un conjunto de papeles viejos; son la prueba material de que la historia también se escribe desde los márgenes, con la tinta de la rabia y el pegamento de los afectos. Nos enseñan a buscar la historia no en los monumentos de bronce, sino en la fragilidad de una fotocopia, en la intimidad de una carta, en la potencia de un cuerpo colectivo tomando la calle. Son espacios de memoria viva que nos demuestran, una y otra vez, que cuidar el pasado es una forma indispensable de imaginar y construir el futuro que deseamos.

Cuerpos, Deseo y Resistencia: Rescatando la Memoria de la Comunidad LGTBIQ+ en Archivos

Para la comunidad LGTBIQ+, y de manera especialmente brutal para las personas trans, el archivo estatal no ha sido un lugar de olvido, sino un instrumento activo de violencia. Históricamente, el Estado solo ha registrado la existencia de las disidencias sexuales y de género desde la perspectiva de la persecución y la patologización. Sus nombres aparecen en edictos policiales que criminalizaban la homosexualidad, en prontuarios por “escándalo público”, en historias clínicas que buscaban “curar” lo que no era una enfermedad, o en crónicas periodísticas sensacionalistas que narraban sus vidas desde el morbo. Cuando la historia oficial mira a la comunidad LGTBIQ+, a menudo lo hace a través de la lente de su propio aparato represivo.

Frente a esta violencia documental, la creación de archivos propios se convierte en una estrategia fundamental de supervivencia y en un acto de justicia reparadora. Se trata de una disputa directa por el derecho a la autonarración, a negarse a ser contado únicamente por la policía, la psiquiatría o la prensa amarilla.

Construir un archivo propio es tomar el control del relato, produciendo una imagen basada en la dignidad, el orgullo, la comunidad, la fiesta, el afecto y la lucha política. Como plantea la teórica Michelle Caswell (2014), la creación de archivos comunitarios es una lucha directa contra la “aniquilación simbólica”, ese proceso por el cual la exclusión de los registros históricos hace que un grupo sienta que no tiene historia y, por lo tanto, no tiene derecho a un futuro.

La vida social y afectiva de la comunidad LGTBIQ+ ha florecido históricamente en espacios clandestinos, codificados o efímeros, lejos de la mirada sancionadora de la sociedad heterosexual. El archivo de esta vida, por lo tanto, está hecho de los vestigios de esos encuentros fugaces: el volante de una fiesta en un sótano, la entrada de una disco que fue un refugio, la servilleta con un número de teléfono anotado, una foto carnet intercambiada como prueba de afecto. El teórico queer José Esteban Muñoz (2009) nos enseñó a ver esta “efemérides como evidencia”: esos fragmentos no son simples recuerdos nostálgicos, sino pruebas de vida y de la búsqueda de futuros utópicos.

Un ejemplo paradigmático y conmovedor de esto en nuestro país es el Archivo de la Memoria Trans de Argentina. Este proyecto monumental no nació en una universidad ni en una institución estatal, sino del reencuentro de un grupo de mujeres trans sobrevivientes que quisieron homenajear a sus amigas, hermanas y compañeras asesinadas por la violencia policial, el abandono estatal o el VIH/sida. Comenzó, literalmente, con las cajas de zapatos de la activista y fundadora María Belén Correa, llenas de las fotos personales que sus amigas le habían dado a guardar antes de morir. Su origen, por lo tanto, está en el cuidado, en la amistad y en la necesidad de conjurar el olvido.

El impacto político del Archivo de la Memoria Trans ha sido inmenso, precisamente porque disputa la narrativa de la víctima. Al coleccionar y exhibir miles de fotografías de la vida cotidiana de las personas trans —celebrando cumpleaños, viajando, posando con sus parejas, riendo en la playa—, construye un relato visual que se contrapone a la imagen del prontuario policial. Nos muestra vidas plenas, deseadas y vividas con alegría a pesar de la violencia sistemática. Como sostienen sus impulsoras, el archivo busca “construir una memoria que nos salve de la muerte, del olvido, de la ignominia” (Correa y Muñiz, citadas en Radio Perfil, 2020).

La investigación y difusión de estos archivos son herramientas cruciales para entender la historia de la represión en nuestro país. Los edictos policiales, que criminalizaban hasta los años 90 figuras como la “homosexualidad” o el “travestismo”, fueron el marco legal que legitimó la violencia sistemática contra la comunidad. Proyectos como el del Archivo de la Memoria Trans no solo rescatan las historias de las víctimas, sino que también exponen el funcionamiento de ese aparato represivo. Documentan las detenciones arbitrarias, las torturas en comisarías y la complicidad de los sistemas de salud y justicia, aportando pruebas fundamentales para las demandas de reparación histórica.

Dentro de la amplia memoria de la comunidad LGTBIQ+ en archivos, la especificidad de los archivos de la memoria trans en Latinoamérica es de una urgencia particular. Estos proyectos enfrentan el desafío de reconstruir historias que han sido doblemente borradas: por la violencia estatal y por la propia invisibilización dentro de algunos sectores del movimiento LGTBIQ+. Su trabajo es vital para construir genealogías propias, para visibilizar a las pioneras y para generar referentes para las nuevas generaciones de activistas trans, travestis y no binaries. Son faros de memoria en un continente todavía marcado por una enorme violencia tránsfoba.

El trabajo de recuperación de estas memorias también pasa por revisitar la cultura popular y underground. Las letras de un grupo de rock, las páginas de una revista de historietas o las escenas de una película independiente pueden ser fuentes documentales de un valor incalculable. Pensemos en las canciones de Federico Moura con Virus o en las primeras crónicas de Pedro Lemebel en Chile; allí hay rastros, guiños y testimonios de una sensibilidad y una forma de vida que desafiaban la norma. Cómo se recupera la memoria cultural olvidada es también aprendiendo a leer estas producciones a contrapelo, buscando lo que se dice en los márgenes.

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Estos archivos, además, son espacios de sanación. Para muchas personas mayores de la comunidad, donar sus fotos y sus recuerdos es una forma de procesar el trauma, de darle un nuevo sentido a sus vivencias y de asegurarse de que las historias de sus amores y sus luchas no mueran con ellas. Para los más jóvenes, descubrir estos archivos es encontrarse con una historia que les fue negada, es entender que sus propios sentimientos y experiencias tienen raíces profundas. Este diálogo intergeneracional que propician los archivos es una de las herramientas comunitarias más poderosas que existen.

Afortunadamente, el impulso archivístico queer se está expandiendo. En distintas universidades, como la UBA o la UNLP, están surgiendo espacios de investigación y cátedras dedicadas a la memoria de las disidencias sexuales. Estos proyectos académicos son fundamentales para dialogar con los archivos comunitarios, aportando herramientas teóricas para su análisis y contribuyendo a su legitimación como fuentes históricas válidas. Se trata de construir puentes entre el activismo y la academia para fortalecer la lucha por la memoria.

Los desafíos, sin embargo, persisten y son enormes. La preservación de materiales fotográficos y audiovisuales caseros es costosa y requiere conocimientos técnicos específicos. La digitalización, si bien garantiza un acceso más amplio, también plantea interrogantes sobre la privacidad y el consentimiento de personas que, en muchos casos, ya no están para darlo. Como en los archivos feministas, la mayoría de estos proyectos se sostienen con más voluntad que recursos, evidenciando la deuda que el Estado tiene con la reparación de estas memorias.

En definitiva, rescatar la memoria de la comunidad LGTBIQ+ en archivos es mucho más que un ejercicio de historia. Es un acto de amor, una práctica de justicia y una apuesta política por el futuro. Es la construcción de un gran álbum familiar donde por fin todas, todos y todes puedan encontrar su foto, su historia, su lugar de pertenencia. Es la prueba material de que, a pesar de la violencia y el borrado, el deseo, la resistencia y la fiesta siempre encontraron la manera de florecer y dejar su huella indeleble.

Tinta, Ruido y Furia: Los Archivos de Fanzines, Rock y Contracultura como Relatos de Época

Cerrá los ojos un instante e intentá evocar la atmósfera de un sótano de San Telmo a fines de los ochenta. El olor a humedad mezclado con cigarrillo barato, el calor de los cuerpos transpirando en un pogo frenético, el zumbido de un amplificador a punto de acoplar y esa sensación de que ahí, en ese preciso momento, estaba pasando algo importante.

Esa historia, la de la cultura rock y la contracultura, rara vez se encuentra en los libros de historia o en las vitrinas de los museos. La verdadera crónica de esas historias de la cultura underground argentina no está en las biografías de los músicos consagrados, sino en los fragmentos efímeros y urgentes que esa misma escena produjo: la fotocopia manchada de tinta, el casete grabado una y mil veces, el volante que anunciaba una fecha que cambiaría tu noche.

El fanzine es, quizás, el objeto más emblemático de esta cultura disidente. Nacido de la pasión, las tijeras, el pegamento y el acceso a una fotocopiadora, el fanzine fue el medio de comunicación por excelencia de una juventud que desconfiaba de la prensa musical comercial y de los discursos de los adultos. Era un acto de autonomía radical: crear tu propio medio para hablar de la música que te gustaba, de las ideas que te movilizaban, sin pedirle permiso a nadie. El teórico de la contracultura Stephen Duncombe (1997) describe los fanzines como creadores de “esferas públicas alternativas”, espacios donde comunidades de pares podían reconocerse, debatir y construir una identidad colectiva al margen del monólogo de los medios hegemónicos.

Junto a la tinta, el otro gran soporte de esta memoria fue la cinta magnética del casete demo. En una época sin acceso a estudios de grabación profesionales, la “demo” era la carta de presentación de cualquier banda que quisiera empezar a tocar. Grabada de forma precaria en una sala de ensayo o en un cuatro pistas prestado, la cinta capturaba el sonido en su estado más puro y salvaje, con toda la furia, los errores y la energía del momento.

Estos casetes, copiados uno a uno y distribuidos de mano en mano en los recitales, son verdaderos fósiles sonoros que preservan el sonido de miles de bandas que nunca llegaron a grabar un disco oficial, pero que fueron parte fundamental del tejido de la escena.

Para entender el valor de estos objetos, es útil recurrir a la teoría de las subculturas, especialmente al trabajo pionero de Dick Hebdige (1979). Él nos enseñó que el estilo de una subcultura —la ropa, los peinados, la jerga, la música— no es una simple elección estética, sino un sistema complejo de signos, una forma de resistencia simbólica contra la cultura dominante. La estética del “cortar y pegar” del fanzine punk, las tachas en una campera de cuero, el diseño de un afiche, todo eso era un lenguaje. Por lo tanto, el trabajo de los archivos de fanzines, rock y contracultura no es un acto de mera nostalgia, sino un ejercicio de decodificación de esas gramáticas de la resistencia.

Los afiches y volantes de los recitales, por su parte, funcionan como mapas de una geografía urbana que ya no existe o que se ha transformado por completo. Nos permiten reconstruir los circuitos por los que se movía la cultura under: nombran pubs y discotecas míticas como Cemento, el Parakultural o el Salón Pueyrredón; listan bandas que compartían fechas y estilos; y nos muestran la evolución de la gráfica y la estética de cada movida.

Una colección de estos volantes, analizada en su conjunto, no es solo una pila de papeles viejos; es una base de datos que revela las redes sociales, los espacios de pertenencia y los epicentros de la actividad contracultural de una ciudad en un momento determinado.

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La fotografía underground juega aquí también un rol protagónico. Fotógrafos que eran parte de la misma escena, como Andy Cherniavsky en sus comienzos o más tarde gente como Charlie Piccolini, documentaron desde adentro la intimidad de los camarines, la energía del público y la cotidianeidad de las bandas. Sus imágenes, lejos de la pose calculada de la foto de prensa, capturan la autenticidad del momento, el gesto espontáneo, el sudor y la complicidad. Estas fotografías son documentos etnográficos de un valor incalculable, ventanas directas a la atmósfera y a los códigos de esas comunidades juveniles.

El rescate de la memoria cultural prohibida o marginada en el ámbito del rock también implica una relectura de las letras de las canciones. Muchas bandas, especialmente durante la dictadura y los primeros años de la democracia, utilizaron un lenguaje críptico y metafórico para hablar de la represión, la paranoia y el descontento social. Analizar esas letras en su contexto histórico, cruzándolas con lo que sucedía en el país, nos permite entender cómo la música funcionó como un espacio de catarsis colectiva y de comentario político cuando otros canales de expresión estaban clausurados. La poesía del rock se convirtió en una crónica velada de su tiempo.

Estos archivos informales, a menudo alojados en las casas de sus propios protagonistas, enfrentan enormes desafíos de preservar la memoria no oficial. El papel de los fanzines se vuelve amarillo y quebradizo, las cintas de los casetes se desmagnetizan, las fotografías pierden sus colores y los archivos digitales de las primeras páginas web de rock de los 90 se vuelven inaccesibles. La falta de políticas institucionales para la preservación de la cultura popular y juvenil pone en riesgo permanente a toda esta memoria material. Proyectos de digitalización autogestionados y la creación de archivos comunitarios se vuelven entonces actos de militancia cultural urgentes.

Un sociólogo argentino como Pablo Semán (2006) ha analizado cómo las culturas populares y masivas son espacios complejos donde se negocian identidades y se procesan las transformaciones sociales. Los archivos de la contracultura rockera son un laboratorio perfecto para observar esto. Nos muestran cómo los jóvenes de distintas generaciones utilizaron la música y la estética para lidiar con las crisis económicas, la violencia política, los cambios en la sexualidad y las tensiones generacionales. Son un sismógrafo de las mutaciones de la sensibilidad social en la Argentina contemporánea.

Es fundamental entender que estos archivos no cuentan una sola historia, sino múltiples y a menudo contradictorias historias de la cultura underground argentina. Dentro del punk, por ejemplo, había debates feroces entre distintas facciones; en el heavy metal convivían posturas diversas sobre la política y la sociedad. Los archivos del disenso rockero, lejos de presentar una imagen homogénea, nos muestran la efervescencia, la conflictividad y la riqueza de un campo cultural vivo y en constante disputa. Ignorar esta diversidad sería traicionar el espíritu mismo de la contracultura.

La tarea de recuperar y poner en valor estos materiales es, en sí misma, una forma de activismo. Implica desafiar la jerarquía cultural que siempre ha privilegiado a la “alta cultura” por sobre las expresiones populares o juveniles. Afirma que la historia de un país no se entiende solo a través de sus presidentes y escritores, sino también a través de sus bandas de rock, sus poetas marginales y sus editores de fanzines. Es una forma de democratizar el concepto mismo de patrimonio cultural.

En última instancia, los archivos de fanzines, rock y contracultura son relatos de época construidos desde el epicentro del ruido y la furia. Son la prueba de que la juventud, cuando se siente excluida o disconforme, tiene la capacidad de crear sus propios medios, sus propios circuitos y sus propios lenguajes para contar su verdad. Bucear en ellos es una experiencia profundamente conmovedora y reveladora: es escuchar las voces de quienes gritaron más fuerte cuando el mandato era el silencio.

De la Caja de Zapatos a la Nube: Desafíos de Preservar la Memoria No Oficial en la Era Digital

La imagen es casi un cliché del romanticismo archivístico: una vieja caja de zapatos encontrada en un ropero, llena de fotos, cartas y recortes que atesoran la memoria de una vida o de una lucha. Es una imagen poderosa porque nos habla de la intimidad y la precariedad con la que se guardan las historias que de verdad importan. Sin embargo, detrás de esa pátina romántica, se esconde una realidad material brutal: esa caja es una bomba de tiempo, un ecosistema de la decadencia donde el papel se vuelve ácido, la tinta se desvanece y los hongos devoran la emulsión fotográfica. El rescate de la memoria es, antes que nada, una carrera contra el deterioro físico de sus soportes.

El primer gran desafío es, entonces, la fragilidad inherente de los materiales que componen estos archivos del disenso.

  • Papel: Los fanzines, volantes y periódicos contraculturales de los 70, 80 y 90 se imprimieron en el papel más barato y ácido posible. Hoy, ese papel amarillea, se vuelve quebradizo y se autodestruye lentamente.
  • Soportes magnéticos: Las cintas de casetes y VHS, que guardan el sonido y la imagen en movimiento de la época, tienen una vida útil limitada. Con cada reproducción pierden calidad, y la propia cinta se desmagnetiza con el tiempo, borrando la información para siempre.
  • Fotografía analógica: Los negativos y las copias en papel son sensibles a la luz, la humedad y los cambios de temperatura. Sin condiciones de almacenamiento adecuadas, que son muy costosas, sus colores se alteran y la imagen se desvanece hasta desaparecer. Encontrar los reproductores adecuados para acceder a estos formatos (una casetera, una videocasetera) es, en sí mismo, un desafío de arqueología tecnológica.

Frente a esta decadencia analógica, la digitalización aparece como la gran solución, la promesa de una preservación eterna y un acceso democrático e ilimitado. Escanear una foto o un fanzine, digitalizar un casete, parece un acto mágico que rescata al objeto de su condena material y lo proyecta a una inmortalidad virtual. Esta promesa, en parte, es cierta: permite una difusión y una visibilidad impensadas hace treinta años. Sin embargo, la idea de que lo digital es un paraíso inmaterial y seguro es una de las trampas más peligrosas para la memoria en el siglo XXI.

El principal problema del universo digital es la obsolescencia programada, tanto del hardware como del software. Un archivo digital, a diferencia de un libro, no es un objeto autónomo; su existencia depende de una cadena de tecnologías que deben funcionar en perfecta sincronía para que podamos acceder a él. Un documento guardado en un disquete de 5 ¼, un CD-ROM o un archivo de un procesador de texto de 1998 es hoy tan inaccesible como un papiro antiguo si no contamos con la máquina y el programa capaces de leerlo. Como lo plantea el académico Matthew Kirschenbaum (2008), los archivos digitales tienen una “materialidad forense”, dependen de infraestructuras físicas y lógicas que son profundamente frágiles y cambiantes.

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A esto se suma el desafío económico, que desmiente el mito de que “lo digital es gratis”. Los equipos de digitalización de alta calidad son caros, el almacenamiento de grandes volúmenes de datos en servidores seguros tiene un costo recurrente, y el mantenimiento y la migración constante de formatos para evitar la obsolescencia requieren trabajo técnico especializado y permanente. Para los archivos comunitarios, que suelen funcionar con trabajo voluntario y presupuestos nulos o escasos, sostener una infraestructura digital robusta a largo plazo es una tarea titánica. La “nube” no es un espacio público etéreo, sino un servicio con dueños y facturas mensuales.

Una vez superados los obstáculos técnicos y económicos, emergen los dilemas éticos, que son quizás los más complejos de todos. Estos archivos contienen materiales que nunca fueron creados con la intención de ser públicos o permanentes: cartas íntimas, fotos personales, listas de asistentes a reuniones clandestinas. ¿Cómo se digitaliza y se da acceso a este material sin traicionar la confianza de sus productores originales? ¿Cómo se protege la privacidad y la seguridad de personas que, en muchos casos, podrían ser vulnerables si su identidad se revelara públicamente?

El derecho de autor es otro campo minado. La mayoría de estos materiales (un fanzine, un collage, una grabación musical) son técnicamente obras protegidas, aunque sus autores sean anónimos o ilocalizables. Las instituciones archivísticas formales tienen protocolos muy estrictos al respecto, pero un archivo del disenso, que opera desde una lógica de cultura libre y compartida, se encuentra en una zona gris. ¿Se debe aplicar la ley de propiedad intelectual a rajatabla a materiales que nacieron precisamente para desafiar las normas del mercado y la propiedad? Es un debate sin respuestas fáciles.

Surge también la tensión entre el deber de memoria y el derecho al olvido, un debate intensificado en la era digital. Una persona que participó en un movimiento juvenil a los veinte años puede no querer que esa militancia sea fácilmente rastreable en Google treinta años después, por razones personales, laborales o de seguridad. Los archivos del disenso deben navegar con extremo cuidado esta tensión, desarrollando políticas de acceso que sean respetuosas de las trayectorias vitales de las personas. La visibilidad que busca el archivo puede chocar con la necesidad de invisibilidad que requiere la vida de un individuo.

Además, el propio acto de archivar, de seleccionar y de describir el material, nunca es neutral. La persona que cataloga un fanzine, que le pone etiquetas o “tags” a una foto, está realizando un acto de interpretación que guiará las lecturas futuras. ¿Cómo se describe una imagen sin imponerle un único sentido? ¿Cómo se usan lenguajes inclusivos que respeten la autopercepción de las personas retratadas, especialmente en el caso de las identidades de género? Estos son los desafíos micropolíticos del trabajo archivístico cotidiano.

El proceso de cómo se recupera la memoria cultural olvidada es, por lo tanto, un delicado equilibrio. Por un lado, está la urgencia de rescatar los materiales del deterioro físico, y por otro, la necesidad de hacerlo de una manera ética, sostenible y políticamente consciente. No se trata solo de “escanear todo”, sino de construir comunidades de cuidado alrededor de estos acervos. Como argumentan diversos colectivos de archivistas activistas, el proceso de creación del archivo es tan importante como el archivo mismo (Caswell, Cifor, & Ramirez, 2016).

La dependencia de plataformas comerciales como Instagram, Facebook o YouTube para difundir estos archivos también presenta un riesgo considerable. Si bien son herramientas de una potencia de difusión innegable, no son archivos. Son empresas privadas con términos y condiciones que cambian constantemente, que pueden censurar contenidos o que pueden desaparecer mañana, llevándose consigo una parte vital de esta memoria digital. La estrategia a largo plazo debe incluir la construcción de repositorios autónomos y gestionados por las propias comunidades.

En definitiva, los desafíos de preservar la memoria no oficial nos demuestran que el pasaje “de la caja de zapatos a la nube” no es un camino lineal ni una solución mágica. Es un campo de trabajo complejo, lleno de problemas técnicos, económicos y, sobre todo, éticos y políticos. Afrontar estos desafíos es la única manera de garantizar que las memorias del disenso no solo sobrevivan a la decadencia de sus soportes originales, sino que también se conviertan en archivos vivos, accesibles y seguros para las generaciones que vendrán a buscarlas.

Escribir las Ausencias: El Arte como Archivo del Disenso y el Compromiso del Periodismo Cultural

Hemos recorrido un camino que nos llevó desde la definición teórica de los archivos del disenso hasta los desafíos materiales y éticos de su preservación. Pero una pregunta queda flotando, una pregunta fundamental para nosotras: una vez que estos frágiles tesoros son rescatados del olvido, una vez que la caja de zapatos se abre y sus fantasmas salen a la luz, ¿qué hacemos con ellos? Un archivo que no se activa, que no se lee, que no se interpela, corre el riesgo de convertirse en un mausoleo, en una memoria muerta. Es acá donde entran en escena dos actores clave, dos grandes activadores de la memoria: los artistas y los periodistas culturales.

El crítico de arte Hal Foster (2004) identificó una tendencia fundamental en el arte contemporáneo que denominó el “impulso archivístico”. Se refiere a una camada de artistas que ya no buscan crear obras desde cero, como un genio aislado, sino que trabajan directamente con el archivo, se comportan como archivistas. Coleccionan, clasifican, reordenan y recontextualizan imágenes, documentos y relatos encontrados para desenterrar las narrativas subterráneas de la historia. El objetivo de este arte como archivo del disenso no es simplemente mostrar el pasado, sino desarmarlo, interrogarlo, exponer sus costuras y hacer visibles sus silencios.

En Argentina, este impulso ha dado lugar a obras de una potencia conmovedora, especialmente en relación con la memoria de la última dictadura cívico-militar. Pensemos en una película como “Los Rubios” de Albertina Carri, que en lugar de intentar una reconstrucción documental tradicional sobre sus padres desaparecidos, utiliza fotos familiares, muñecos Playmobil y testimonios contradictorios para reflexionar sobre la imposibilidad de cerrar esa memoria. O en artistas visuales como Marcelo Brodsky, que interviene fotografías de su pasado militante para señalar las ausencias y activar la memoria política de una generación. Estas obras no ilustran la historia; la producen, la cuestionan, la abren.

La fuerza del arte como vehículo para estas memorias reside en su capacidad para trabajar con la ambigüedad, la emoción y el fragmento, algo que la historiografía tradicional a menudo no puede o no sabe cómo hacer. Una canción, una obra de teatro o una instalación artística no necesitan “probar” un hecho; su función es evocar un sentimiento, instalar una duda, transmitir la atmósfera de una época. Como vimos con los “archivos del sentir”, el arte nos permite acceder a la dimensión afectiva del pasado, nos hace sentir en el cuerpo el peso de la historia, y esa experiencia es profundamente transformadora y política.

Y acá es donde entramos nosotros, los que trabajamos en el periodismo cultural y la lucha por la memoria. Nuestro rol, si lo asumimos con compromiso, trasciende largamente la reseña del último disco de moda o la crónica del festival mainstream. Tenemos la posibilidad y la responsabilidad de actuar como cartógrafos culturales, como mediadores que trazan puentes entre estos archivos del disenso y un público más amplio que, de otra manera, quizás nunca sabría de su existencia. Nuestra tarea es contar la historia de estos archivos, dar a conocer a las personas que los cuidan y poner en valor los relatos que custodian.

Esto implica un desplazamiento de la mirada periodística: de los grandes escenarios a los sótanos, de las figuras consagradas a los activistas anónimos, de los productos culturales hegemónicos a las producciones precarias pero vibrantes de los márgenes. Significa entender que una entrevista a la fundadora de un archivo de fanzines puede ser tan o más relevante para entender nuestra cultura que una nota sobre el último ganador del Grammy. Implica, en definitiva, tomar una posición política sobre qué historias merecen ser contadas y amplificadas por nuestra labor.

El periodismo que se compromete con la memoria no puede ser un simple espectador neutral; debe asumir su rol como un actor más en esa disputa por el sentido. Como afirma la académica argentina y experta en memoria Elizabeth Jelin (2002), los “emprendedores de la memoria” son aquellos actores sociales (organismos de derechos humanos, artistas, periodistas) que trabajan activamente para instalar ciertos temas del pasado en la agenda pública del presente. Desde nuestro lugar, podemos ser esos emprendedores, usando nuestras herramientas —la crónica, la entrevista, el ensayo— para que estas memorias marginadas interpelen a toda la sociedad.

La relación con el archivo, para un periodista o un artista, debe ser de un profundo respeto pero nunca de sacralidad. No se trata de ir al archivo a buscar “la verdad” revelada, sino de dialogar con sus materiales, de hacerles nuevas preguntas, de cruzarlos con otras fuentes y de ser conscientes de sus silencios. Una crónica puede nacer de una sola foto encontrada en un archivo, una foto que funciona como un “punctum” barthesiano, esa herida, ese detalle que nos punza y nos obliga a imaginar toda la historia que está fuera de campo. Nuestra labor es, en gran medida, fabular a partir de esos indicios, escribir las ausencias.

Este compromiso también nos exige una reflexión crítica sobre nuestros propios medios y prácticas. ¿Qué tipo de archivos estamos construyendo nosotros, en Rock y Arte, con las notas que publicamos cada día? ¿A qué voces les damos espacio y a cuáles ignoramos? ¿Estamos contribuyendo a la memoria de la diversidad cultural o reforzamos, sin quererlo, los cánones establecidos? Reconocer que nuestra propia publicación es un archivo en construcción es el primer paso para asumir una práctica periodística más consciente y responsable.

Por ejemplo, un proyecto editorial que se proponga sistemáticamente reconstruir las historias de la cultura underground argentina a partir de entrevistas con sus protagonistas olvidados y la recuperación de sus producciones efímeras, está haciendo un trabajo de archivismo disidente en sí mismo. Está creando un acervo para el futuro, un lugar al que otros podrán acudir para entender la riqueza de nuestra cultura subterránea. Es una forma de militar activamente contra el olvido desde nuestro propio oficio.

El arte y el periodismo cultural, cuando asumen este compromiso, se convierten en poderosas herramientas de reparación simbólica. Al narrar estas historias, al darles un nombre y un rostro a quienes fueron borrados, contribuyen a sanar heridas colectivas y a construir una memoria más democrática e inclusiva. Le devuelven la dignidad a las vidas que fueron estigmatizadas y celebran la potencia de las culturas que florecieron en la adversidad. Son, en el fondo, una forma de hacer justicia por otros medios.

En última instancia, el desafío para nosotras, como narradoras de historias urbanas y culturales, es aprender a escuchar el murmullo de estos archivos. Es entrenar la mirada para ver la historia en una pintada en la pared, en la letra de una canción punk o en un álbum de fotos familiar que creíamos intrascendente.

Nuestra labor, entonces, es asumir que la escritura no es un acto inocente, sino una forma de intervención directa en la realidad. Tenemos la capacidad de tomar un fragmento olvidado, una voz silenciada, y devolverle su potencia política y su densidad afectiva. Al hacerlo, no solo contamos una buena historia; abrimos una pequeña pero necesaria grieta en el muro de la historia oficial para que por ella pueda colarse un poco de luz.

Guardianes de la Memoria

Esta travesía que iniciamos con una sospecha frente a la solemnidad del archivo oficial nos deja ahora parados en un lugar completamente distinto. Ya no miramos el pasado de la misma manera, porque hemos aprendido a buscarlo en los pliegues, en los descartes, en las voces que la historia intentó apagar. El mapa de nuestra memoria cultural se ha expandido, revelando un territorio vibrante, conflictivo y polifónico que se esconde a plena luz del día. Hemos entendido que el verdadero patrimonio no siempre brilla ni se exhibe en vitrinas, sino que a menudo anida, precario y potente, en una caja de zapatos.

Se vuelve evidente, entonces, que el archivo no es un sustantivo, un lugar estático, sino un verbo: archivar. Es una acción, una práctica política y afectiva que se ejerce en presente continuo, una disputa que nunca se gana de una vez y para siempre. “Hacer memoria” implica un trabajo constante de búsqueda, de cuidado, de conversación y de socialización, una tarea que no le corresponde únicamente a los especialistas, sino a las comunidades enteras. Es una responsabilidad colectiva que nos interpela a todos, a todas y a todes, invitándonos a convertirnos en guardianes de los fragmentos que componen nuestra historia compartida.

Hemos visto que el poder de estos archivos del disenso reside, paradójicamente, en su propia fragilidad material. Un papel de calcar, una cinta de audio gastada, una foto velada: estos objetos nos enseñan a valorar lo humano, lo que está marcado por el uso, el paso del tiempo y la intensidad de la vida. Su precariedad es un espejo de la precariedad de las existencias que documentan, y en esa vulnerabilidad compartida se forja una conexión emocional que los documentos oficiales jamás podrán generar. Nos enseñan a leer la historia no en la piedra, sino en las cicatrices del papel.

Al explorar los archivos feministas, LGTBIQ+ y de la contracultura, comprendimos que no son compartimentos estancos, sino luchas interconectadas. Son distintos frentes de una misma batalla contra un sistema que históricamente ha utilizado la exclusión como herramienta de poder. Descubrimos que las redes de afecto y solidaridad a menudo cruzaban estos supuestos márgenes: la banda de rock que tocaba en un festival por los derechos humanos, la poeta lesbiana que publicaba en un fanzine punk, la activista trans que encontraba refugio en un centro cultural anarquista. La memoria del disenso es, por naturaleza, una memoria de alianzas y contaminaciones fructíferas.

Queda claro que estos no son archivos de “hechos” en el sentido positivista del término; son, sobre todo, archivos de afectos, de sentires. Documentan el calor de un abrazo en una marcha, la euforia de un pogo compartido, el miedo a la represión policial, la ternura de una carta de amor, la furia ante la injusticia. Preservar estos materiales es preservar la estructura emocional de una época, permitiendo que las generaciones futuras no solo “sepan” lo que pasó, sino que puedan acercarse a “sentir” cómo se sintió. Son puentes afectivos que atraviesan el tiempo.

Este viaje, entonces, nos carga con una nueva responsabilidad: la de entrenar nuestra propia mirada, la de desarrollar un “ojo archivístico” para nuestra vida cotidiana. Nos invita a reconocer el valor histórico en el álbum de fotos de nuestra abuela, en la colección de revistas de nuestro hermano mayor, en los volantes que juntamos de las marchas a las que fuimos. Nos anima a cuidar esos pequeños tesoros personales, entendiendo que no son solo “recuerdos”, sino documentos que forman parte de una memoria colectiva más amplia. Cada uno de nosotros es, potencialmente, un archivista sin saberlo.

Nuestras propias ciudades se nos revelan ahora como un inmenso y caótico archivo a cielo abierto, y nosotras, como narradoras de historias urbanas, somos sus lectoras privilegiadas. Una pintada política en una pared que resiste el paso del tiempo, el nombre de una calle que homenajea a una luchadora social, el edificio abandonado de lo que fue un centro cultural clandestino, el sonido de una murga ensayando en una plaza. Todo eso compone un archivo vivo, un palimpsesto de memorias en disputa. Nuestra tarea es aprender a leerlo, a interpretar sus signos, a contar las historias que sus muros nos susurran.

Hemos confirmado también que el pasaje a la era digital, si bien ofrece herramientas de difusión sin precedentes, no es una panacea. La lucha por la memoria hoy se libra también en los servidores, en los formatos de archivo, en las políticas de las redes sociales y en la brecha digital que sigue dejando a muchos afuera. La fragilidad del bit ha reemplazado a la del papel, y la obsolescencia programada se ha convertido en una nueva y poderosa máquina de olvido. La militancia por la memoria del disenso debe, por lo tanto, volverse también tecnológicamente astuta y políticamente crítica.

Es fundamental insistir en que este trabajo de recuperación no tiene nada que ver con una nostalgia paralizante por un pasado supuestamente mejor o más “auténtico”. No se trata de adorar las cenizas, sino de transmitir el fuego, como decía Gustav Mahler. Estos archivos son valiosos no porque nos anclen en el pasado, sino porque nos ofrecen herramientas para interpelar críticamente nuestro presente. Nos permiten preguntarnos: de aquellas luchas, ¿qué legados nos sirven hoy? De aquellas utopías, ¿cuáles siguen siendo potentes para imaginar el futuro?

La historia que cuentan estos archivos es, por definición, una historia incompleta, llena de agujeros, de voces perdidas para siempre, de relatos fragmentarios. Y esa condición de “inacabada” no es una debilidad, sino su mayor fortaleza y su más hermosa invitación. Nos dice que el trabajo nunca está terminado, que siempre hay más por buscar, más por escuchar, más por contar. Nos cede el testigo, nos habilita a sumar nuestras propias voces y nuestras propias historias a esta conversación infinita.

Como periodistas, cronistas y trabajadores de la cultura, este panorama nos define una misión clara y urgente. Publicaciones como Rock y Arte tienen el potencial de ser, ellas mismas, un archivo del disenso en tiempo real. Tenemos el compromiso de usar nuestra plataforma no solo para reflejar la cultura que existe, sino para participar activamente en esta lucha por la memoria. Debemos ser curiosos, buscar en los márgenes, dar voz a los sin voz y ser conscientes del archivo que estamos construyendo con cada nota que publicamos.

Que este viaje, entonces, nos deje con una imagen resonando en la cabeza: la de una joven activista encontrando en una caja una vieja foto de una marcha de los ochenta, y al ver los rostros de esas mujeres que caminaron antes que ella, reconociéndose como parte de esa misma larga y obstinada pelea.

Que nos deje con el sonido de una canción de una banda punk que nadie recuerda, rescatada de un casete, sonando por primera vez en décadas. Porque en ese pequeño acto de conexión a través del tiempo, en ese rescate de una sola voz, reside la prueba de que ninguna memoria, por más marginada que haya sido, muere del todo mientras haya alguien dispuesto a escucharla.

Autor

  • Luciana Fuentes

    Periodista cultural con una pasión por la narrativa urbana, Luciana se dedica a explorar las historias que emergen en las calles y espacios públicos. Su enfoque se centra en cómo la vida cotidiana y las expresiones artísticas informales contribuyen a la construcción de identidades y comunidades. A través de crónicas poéticas y reportajes inmersivos, Luciana busca capturar la esencia de la cultura en movimiento.

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