El ‘arte’ de la vigilancia: ¿Cómo las ciudades inteligentes y la tecnopolítica están redefiniendo el espacio público y la libertad creativa?

Paula GutiérrezPolítica12 de junio de 2025

Nos venden un futuro brillante, envuelto en la promesa de eficiencia y seguridad. Las “ciudades inteligentes” se presentan como la solución definitiva a los problemas urbanos: tráfico, delito y gestión de recursos. Nos hablan de sensores que optimizan el alumbrado y de plataformas que agilizan los trámites municipales. La narrativa es seductora, casi utópica, pintando un mañana de comodidad sin fricciones. Este discurso omite deliberadamente una conversación sobre el costo real de tanta conveniencia.

La promesa de la smart city se construye sobre una base de datos masivos, recolectados en tiempo real. Cada uno de nuestros movimientos se convierte en un punto de información, una pieza en un rompecabezas digital. La eficiencia prometida depende enteramente de esta recolección constante y a menudo invisible. Se nos pide que confiemos ciegamente en algoritmos y en las corporaciones que los diseñan. Lo que no se nos dice es que esta confianza implica ceder una porción de nuestra autonomía.

ciudades inteligentes, tecnopolítica, espacio público, vigilancia, privacidad

El marketing de estas tecnologías apela a un deseo colectivo de orden y control. Frente a la incertidumbre de la vida urbana, la idea de un sistema omnisciente que todo lo ve y todo lo gestiona puede parecer tranquilizadora. Se nos muestra el rostro amable de la innovación, con imágenes de ciudades limpias y ciudadanos sonrientes. Esta visión pulcra esconde la infraestructura de control que la sostiene. Es una campaña de relaciones públicas para la normalización de la supervisión constante.

Bajo esta superficie de progreso se esconde una profunda crítica a las ciudades inteligentes y la vigilancia. El verdadero objetivo no siempre es el bienestar ciudadano, sino la creación de un mercado de datos de comportamiento. Empresas tecnológicas y gobiernos encuentran un terreno fértil para ejercer nuevas formas de poder. La ciudad deja de ser un espacio de encuentro para convertirse en un laboratorio de control social. Cada ciudadano se transforma en un activo del que se puede extraer valor.

Este modelo de ciudad tecnológica no es neutral, sino que responde a intereses muy concretos. La optimización y la eficiencia son los valores supremos, por encima de la espontaneidad y la disidencia. Se busca predecir y moldear el comportamiento de las masas para evitar cualquier tipo de disrupción. El espacio público, históricamente un lugar de debate y manifestación, se ve amenazado. La promesa de seguridad se convierte en un argumento para justificar la restricción de libertades.

El ciudadano ideal de la ciudad inteligente es predecible, cuantificable y dócil. No cuestiona la recolección de sus datos porque se le ha convencido de que es por su propio bien. Acepta la presencia de cámaras y sensores como parte natural del mobiliario urbano. Se normaliza la idea de que ser visto es ser protegido, sin preguntar quién mira y con qué fines. Esta aceptación pasiva es el primer paso hacia una sociedad de la vigilancia.

La eficiencia algorítmica no entiende de contextos humanos ni de justicia social. Un sistema diseñado para optimizar el flujo de tráfico no se pregunta por qué ciertas zonas de la ciudad tienen menos acceso al transporte público. Simplemente gestiona los recursos existentes, perpetuando y a veces profundizando las desigualdades. La tecnología, desprovista de una perspectiva ética, se convierte en una herramienta para reforzar el status quo. Se nos ofrece un futuro más eficiente, pero no necesariamente más justo.

El discurso de la seguridad es la principal coartada para la expansión de estas tecnologías. Se instalan cámaras con reconocimiento facial con el pretexto de combatir el delito, sin un debate público sobre sus implicaciones. La pérdida del espacio público en la era digital se acelera bajo este argumento. Se sacrifica la privacidad de todos en nombre de una supuesta protección total. La vigilancia se convierte en la respuesta por defecto a problemas sociales complejos.

Las empresas que desarrollan estas tecnologías operan con una notable falta de transparencia. Sus algoritmos son “cajas negras” cuyos criterios de decisión son secretos comerciales. No sabemos cómo nos clasifican, qué etiquetas nos asignan ni cómo esas etiquetas afectan nuestras vidas. Cedemos el control sobre nuestra propia identidad digital a entidades privadas con fines de lucro. Nos convertimos en usuarios de un servicio que no hemos elegido y cuyas reglas desconocemos.

La participación ciudadana en el diseño de estas ciudades es prácticamente nula. Las decisiones se toman en despachos, entre políticos y corporaciones tecnológicas, lejos de la gente que habitará esos espacios. Se implementan proyectos piloto sin consultar a las comunidades afectadas por ellos. Se impone un modelo de desarrollo urbano vertical, que ignora las necesidades y los deseos reales de los habitantes. La ciudad deja de ser un proyecto colectivo.

El verdadero peligro es que esta infraestructura de control se vuelva invisible y omnipresente. Nos acostumbramos tanto a su presencia que dejamos de percibirla como una amenaza. La vigilancia se integra en el tejido de la vida cotidiana hasta volverse indistinguible de ella. Dejamos de imaginar alternativas, de pensar que otra forma de convivencia es posible. Este es uno de los peligros de las ciudades inteligentes para la privacidad más profundos.

En definitiva, la ciudad inteligente que se nos propone es un espejismo de progreso. Detrás de la fachada de la innovación se esconde un modelo de control social y extracción de datos. Nos promete seguridad a cambio de libertad, y eficiencia a cambio de autonomía. Es un pacto envenenado que redefine la ciudad y a sus habitantes. La pregunta que debemos hacernos es si este es el futuro que realmente deseamos construir.

El Panóptico Digital: La Infraestructura de Control en Nuestras Calles

La infraestructura de vigilancia ya no se compone solo de cámaras de seguridad en las esquinas. Hoy hablamos de una red interconectada de sensores, drones y sistemas de inteligencia artificial. Las luminarias de la calle pueden estar equipadas con micrófonos y detectores de movimiento. Los basureros públicos pueden registrar datos sobre los patrones de consumo de un barrio. Cada objeto del mobiliario urbano es susceptible de convertirse en un nodo de recolección de datos.

El reconocimiento facial y su impacto en la protesta social es una de las facetas más alarmantes de esta nueva realidad. En ciudades como Buenos Aires, se ha implementado esta tecnología con el argumento de buscar prófugos de la justicia. La controversia surgió cuando se reveló que el sistema incluía en su base de datos a personas sin condena firme, activistas y hasta menores de edad (CELS, 2019). Esto demuestra cómo una herramienta de seguridad puede convertirse rápidamente en un instrumento de persecución política.

Estos sistemas no son infalibles y a menudo reproducen sesgos racistas y de género. Los algoritmos de reconocimiento facial, entrenados mayoritariamente con rostros de hombres blancos, tienen una tasa de error mucho más alta al identificar a mujeres y personas de color. Esto puede llevar a falsas identificaciones y a situaciones de acoso y violencia institucional. La tecnología, lejos de ser objetiva, refleja y amplifica las desigualdades preexistentes en la sociedad. Es un punto clave en el análisis de la tecnopolítica en ciudades de Argentina.

La recolección de datos va mucho más allá de las imágenes de nuestro rostro. Nuestros teléfonos móviles emiten constantemente señales que permiten triangular nuestra posición con gran exactitud. Las redes de wifi públicas, a menudo ofrecidas como un servicio gratuito, pueden registrar nuestro historial de navegación. Las tarjetas de transporte público, como la SUBE en Argentina, generan un registro detallado de nuestros desplazamientos diarios. Somos un libro abierto para quien tenga acceso a esa información.

ciudades inteligentes, tecnopolítica, espacio público, vigilancia, privacidad

El análisis predictivo es el siguiente paso en esta escalada de control. A partir de los datos recolectados, los algoritmos buscan identificar patrones para anticipar comportamientos futuros. Esto se aplica tanto a la prevención del delito como a la gestión de multitudes. El sistema podría, por ejemplo, alertar a la policía sobre una concentración de personas no autorizada antes de que esta se produzca. La protesta pacífica puede ser catalogada como una anomalía a neutralizar.

La soberanía sobre nuestros propios datos es una ficción en este contexto. Las leyes de protección de datos, como la Ley 25.326 en Argentina, fueron redactadas en una era predigital y no están preparadas para los desafíos actuales. No contemplan la recolección masiva y pasiva de datos en el espacio público. Las grandes corporaciones tecnológicas operan en una zona gris, aprovechando los vacíos legales. La defensa de nuestra privacidad queda en nuestras manos, pero las herramientas son escasas.

La interconexión de bases de datos es otra fuente de preocupación. La información de la tarjeta de transporte puede cruzarse con los registros de reconocimiento facial y con nuestro historial de consumo. Esto permite crear perfiles increíblemente detallados de cada ciudadano. Se puede saber dónde vivimos, dónde trabajamos, con quién nos reunimos y cuáles son nuestras ideas políticas. Este nivel de conocimiento otorga un poder inmenso a quien lo posee.

La excusa de la anonimización de los datos es a menudo insuficiente. Diversos estudios han demostrado que es posible reidentificar a individuos a partir de conjuntos de datos supuestamente anónimos, cruzando diferentes fuentes de información. La promesa de que nuestra identidad está protegida es, en muchos casos, una falsa seguridad. Nuestros patrones de movimiento son tan únicos como nuestra huella dactilar. La privacidad se vuelve una ilusión difícil de sostener.

La dimensión física de esta infraestructura es deliberadamente discreta. Las cámaras son cada vez más pequeñas y los sensores se integran en el entorno hasta pasar desapercibidos. Se busca evitar el rechazo ciudadano, haciendo que la vigilancia sea una presencia ambiental, casi natural. Si no vemos las herramientas del control, es más fácil que olvidemos que estamos siendo observados. Esta estrategia de diseño es una forma de ingeniería social.

Esta red de vigilancia no solo observa, sino que también disciplina. La mera conciencia de ser observados puede alterar nuestro comportamiento. Podemos autocensurarnos, evitar participar en una manifestación o simplemente dejar de frecuentar ciertos lugares. El panóptico digital no necesita muros ni barrotes para encarcelar; le basta con la amenaza latente de la observación permanente. Es una forma de control sutil pero tremendamente efectiva.

La normalización de esta infraestructura crea un precedente peligroso para el futuro. Cada nueva tecnología de vigilancia que se introduce sin debate ni resistencia allana el camino para la siguiente. Se va corriendo el límite de lo aceptable, paso a paso, hasta que nos encontramos en una sociedad donde la privacidad es un lujo del pasado. Cuestionar esta deriva se vuelve cada vez más difícil. El futuro de la libertad en las ciudades tecnológicas depende de nuestra capacidad de reacción.

En síntesis, la infraestructura de la ciudad inteligente es una red compleja y opaca de control. Su poder no reside solo en la capacidad de ver, sino también en la de analizar, predecir y disciplinar. Se extiende por nuestras calles de forma silenciosa, redefiniendo las reglas del juego en el espacio público. Entender su funcionamiento es el primer paso para poder desafiarla.

Tecnopolítica: Cuando el Poder se Escribe con Código

La tecnopolítica y su impacto en el espacio público es el eje central de este debate. Este concepto se refiere a cómo el poder político y social se articula a través de la tecnología digital. No se trata solo de usar la tecnología como una herramienta, sino de cómo la tecnología misma se convierte en un actor político. Sus diseños, sus sesgos y sus lógicas internas tienen consecuencias directas en la distribución del poder.

Las decisiones sobre qué tecnología implementar y cómo usarla no son puramente técnicas. Responden a una agenda política, a una visión particular de cómo debe organizarse la sociedad. La elección de instalar un sistema de reconocimiento facial en lugar de invertir en centros comunitarios es una decisión política. Prioriza una lógica de seguridad punitiva por sobre una de inclusión social. La tecnología se convierte en la materialización de una ideología.

La gestión algorítmica de la ciudad crea una nueva forma de gobernanza. Las decisiones ya no las toman solo los políticos electos, sino también los algoritmos y las empresas que los programan. Esto genera un déficit democrático, ya que estos nuevos actores no rinden cuentas ante la ciudadanía. El poder se desplaza de las instituciones públicas a las corporaciones privadas de Silicon Valley o Shenzhen.

Este fenómeno ha sido denominado “capitalismo de la vigilancia” por la académica Shoshana Zuboff (2019). Según su análisis, el modelo de negocio de las grandes tecnológicas se basa en la extracción de datos de la experiencia humana para predecir y modificar nuestro comportamiento. El espacio público de la ciudad inteligente se convierte en una nueva fuente de materia prima gratuita para esta industria. Somos el recurso natural a explotar.

El lenguaje de la tecnopolítica es deliberadamente opaco y despolitizado. Se habla de “soluciones”, “plataformas” y “ecosistemas” para enmascarar las relaciones de poder que se están construyendo. Se presenta la tecnología como una fuerza neutral e inevitable, como el progreso mismo. Este discurso tecnosolucionista busca anular el debate político y presentar sus propuestas como las únicas posibles.

Los ciudadanos somos relegados al papel de usuarios o consumidores de servicios urbanos. Se nos niega la capacidad de agencia política para decidir sobre el futuro de nuestro entorno. La participación se reduce a generar datos que alimenten el sistema. Nuestra única forma de “votar” es a través de nuestros patrones de movimiento y consumo. Es una versión degradada de la ciudadanía.

La tecnopolítica y su impacto en el espacio público también se manifiesta en la gestión de la disidencia. Como vimos, la tecnología de vigilancia puede usarse para identificar y neutralizar a los manifestantes. Pero también puede usarse para manipular la opinión pública a través de las redes sociales. Se pueden difundir narrativas que desacrediten los movimientos sociales o que generen un clima de miedo y desconfianza.

En este escenario, el control sobre la infraestructura digital es una forma de soberanía. Las ciudades y los países que dependen de tecnología extranjera para gestionar sus servicios esenciales pierden autonomía. Quedan sujetos a los intereses geopolíticos y comerciales de las naciones y corporaciones que proveen esa tecnología. La dependencia tecnológica es una nueva forma de colonialismo.

El análisis de la tecnopolítica en ciudades de Argentina revela una adopción a menudo acrítica de estas tecnologías. Se importan modelos de “smart city” de otras latitudes sin adaptarlos al contexto local ni evaluar sus consecuencias sociales. Prevalece un afán de modernización que no se detiene a pensar en los derechos que se están vulnerando. El debate público es escaso y generalmente se limita a círculos de especialistas.

ciudades inteligentes, tecnopolítica, espacio público, vigilancia, privacidad

La resistencia a esta forma de poder requiere de una alfabetización digital crítica. Necesitamos entender no solo cómo usar la tecnología, sino también cómo funciona, a quién beneficia y qué lógicas impone. Es necesario desmitificar la supuesta neutralidad de los algoritmos y exponer sus sesgos y sus agendas políticas. La educación se convierte en una herramienta fundamental para la resistencia.

Construir alternativas implica imaginar y desarrollar tecnologías cívicas, diseñadas desde y para la comunidad. Se trata de poner la tecnología al servicio de la participación democrática y la justicia social, en lugar de al servicio del control y el lucro. Proyectos de software libre, redes comunitarias y plataformas de participación ciudadana son ejemplos de esta otra tecnopolítica posible. El objetivo es reapropiarse de las herramientas digitales.

La lucha por el futuro de la ciudad es, por lo tanto, una lucha tecnopolítica. Se disputa el control sobre la infraestructura que mediará nuestras vidas en común. Se debate qué valores queremos inscribir en el código que gobernará nuestras calles. Es una contienda por el derecho a la ciudad en la era digital. Y en esta batalla, la indiferencia no es una opción.

El Lienzo Encogido: Cuando la Vigilancia Ahoga la Creación

La pérdida del espacio público en la era digital no es solo una cuestión de tránsito o de reunión. Es, sobre todo, una crisis para la expresión. El espacio público ha sido históricamente el gran lienzo de la cultura, el escenario del teatro callejero, del muralismo y de la música popular. Cuando este espacio se llena de ojos electrónicos, el lienzo empieza a encogerse y la creatividad a sentirse observada.

La vigilancia constante genera un efecto inhibidor sobre los artistas y creadores. El miedo a ser malinterpretado, a ser fichado o a que una obra sea retirada por un algoritmo de moderación puede llevar a la autocensura. El artista empieza a calcular los riesgos antes de cada trazo o de cada performance. La espontaneidad y la audacia, motores de la creación, se ven amenazadas por un cálculo de consecuencias.

El arte urbano, por su propia naturaleza transgresora, es uno de los principales afectados. Un grafitero que interviene un muro en plena noche ya no solo se enfrenta a la policía, sino a una red de cámaras de alta definición con reconocimiento facial. La acción de pintar, un acto efímero y anónimo, queda registrada para siempre en un servidor. Esto altera radicalmente la relación entre el artista, la ciudad y el riesgo.

Pensemos en el rol del arte urbano frente a la vigilancia masiva. Históricamente, el arte en la calle ha sido un termómetro de las tensiones sociales, un grito en la pared. Ahora, ese grito puede ser silenciado antes de que la pintura se seque. Las brigadas de limpieza, a menudo guiadas por sistemas de detección de “vandalismo”, pueden borrar una obra en cuestión de horas. El diálogo que el arte propone es cortado de raíz.

Dynamic long exposure night shot of urban cityscape with vibrant light trails and towering skyscrapers.

La vigilancia no solo afecta al arte político o de protesta. Cualquier forma de expresión que se salga de la norma puede ser catalogada como sospechosa. Un grupo de jóvenes ensayando una coreografía de hip-hop en una plaza puede ser interpretado por un algoritmo como una “reunión anómala”. La cultura emergente, que siempre ha florecido en los márgenes, se encuentra con que los márgenes están cada vez más controlados.

Esta situación plantea serios desafíos para la libertad de expresión en las smart cities. La libertad de expresión no es solo el derecho a decir lo que uno piensa, sino también el derecho a expresarse de formas no convencionales, a través del arte, del cuerpo y de la ocupación simbólica del espacio. La vigilancia masiva restringe esta dimensión performática de la libertad. El espacio público se vuelve un lugar para transitar, no para habitar o transformar.

La estética de la vigilancia también influye en la producción cultural. Algunos artistas, en lugar de autocensurarse, eligen tematizar el control en sus obras. Surgen así proyectos que buscan visibilizar la infraestructura de vigilancia o que la utilizan de forma irónica. El “arte de la vigilancia”: estética y control se convierte en un nuevo género en sí mismo. La propia tecnología de control pasa a ser la materia prima de la crítica artística.

Sin embargo, esta resistencia artística no está exenta de problemas. Al usar la misma tecnología que se critica, se corre el riesgo de normalizarla o de quedar atrapado en su lógica. ¿Puede una obra que utiliza cámaras de vigilancia criticar eficazmente la vigilancia? Es una pregunta compleja y sin respuesta única. La relación entre el arte y la tecnología de control es ambivalente y llena de tensiones.

La burocracia digital es otra forma de limitar la libertad creativa. Para realizar una intervención artística en el espacio público, a menudo se requieren permisos que se gestionan a través de plataformas online. Estas plataformas pueden tener criterios opacos o discriminatorios. Un algoritmo podría denegar un permiso a un colectivo artístico por su perfil ideológico o por el contenido de sus obras anteriores.

El anonimato, una condición a menudo necesaria para la libertad creativa, se vuelve casi imposible en la ciudad vigilada. Un escritor que publica bajo seudónimo, un músico callejero que no quiere ser identificado, todos ellos ven amenazada su capacidad de crear sin exponer su identidad. La obligación de ser constantemente identificable es una forma de control. Limita la posibilidad de experimentar con otras identidades.

La vigilancia también tiene un impacto económico en los artistas. Un músico callejero, por ejemplo, depende de la espontaneidad del encuentro con el público. En una ciudad donde los espacios de permanencia están cada vez más regulados y vigilados, encontrar un lugar para tocar se vuelve más difícil. La cultura popular y autogestionada es la primera en sufrir las consecuencias de este ordenamiento del espacio.

En definitiva, la crítica a las ciudades inteligentes y la vigilancia desde el mundo del arte es profunda y multifacética. La vigilancia no solo amenaza la privacidad de los artistas, sino que ataca las condiciones mismas de la creación: la espontaneidad, el anonimato, la transgresión y el uso libre del espacio público. Se está redefiniendo cómo la vigilancia redefine la libertad creativa, y la batalla por el futuro del arte se libra ahora en las calles de la ciudad tecnológica.

El Cuerpo como Dato: Los Rostros de la Desigualdad Digital

Cuando hablamos de vigilancia, no todos somos observados de la misma manera. El ojo electrónico del poder no es neutral; mira con más intensidad y sospecha a ciertos cuerpos y a ciertas comunidades. La interseccionalidad: quiénes son los más vigilados en la ciudad es una clave ineludible para entender la verdadera dimensión de este problema. La vigilancia reproduce y amplifica las desigualdades ya existentes.

Las personas racializadas, las disidencias sexuales y de género, los migrantes y los pobres son sistemáticamente sobre-vigilados. Son los primeros en sufrir los errores de los algoritmos de reconocimiento facial. Sus barrios son los que reciben más cámaras y patrullaje predictivo. La tecnología se convierte en una herramienta para ejercer un control diferencial sobre las poblaciones ya estigmatizadas.

Una mujer trans en una estación de tren es mucho más susceptible de ser marcada como “anómala” por un sistema de vigilancia que una persona cisgénero. Sus documentos pueden no coincidir con la identidad que el algoritmo le asigna, generando situaciones de acoso y violencia por parte de las fuerzas de seguridad. La tecnología, en lugar de protegerla, la expone a un mayor riesgo.

Los vendedores ambulantes, en su mayoría migrantes y personas de bajos recursos, son otro objetivo de la vigilancia urbana. Las cámaras se utilizan para detectar su presencia y coordinar operativos de desalojo. La tecnología se pone al servicio de la “limpieza” del espacio público, persiguiendo a quienes lo utilizan como un medio de subsistencia. Se criminaliza la pobreza con herramientas de última generación.

Los jóvenes de barrios populares son constantemente perfilados como potenciales delincuentes. Sus formas de vestir, sus lugares de reunión y sus expresiones culturales son interpretadas por los sistemas de vigilancia como indicadores de riesgo. Esto conduce a un hostigamiento policial sistemático, legitimado por la supuesta objetividad de un algoritmo. Se crea un círculo vicioso de estigmatización y represión.

ciudades inteligentes, tecnopolítica, espacio público, vigilancia, privacidad

Las activistas feministas y de la diversidad sexual también están en la mira. La tecnología de vigilancia se utiliza para monitorear sus manifestaciones y para identificar a sus líderes. Se busca desarticular los movimientos sociales que cuestionan el orden patriarcal y heteronormativo. La defensa de los derechos se convierte en una actividad de alto riesgo en la ciudad vigilada.

La interseccionalidad: quiénes son los más vigilados en la ciudad nos obliga a mirar más allá del debate abstracto sobre la privacidad. Para muchas comunidades, la vigilancia no es una amenaza futura, sino una realidad violenta y cotidiana. Es la diferencia entre poder caminar libremente por la calle o ser constantemente interpelado y cuestionado. Es una cuestión de supervivencia.

El diseño de la tecnología de vigilancia rara vez incluye la perspectiva de estas comunidades. Los ingenieros que programan los algoritmos suelen ser hombres blancos de clase media-alta, que no experimentan en su propia piel las consecuencias de sus creaciones. Esta falta de diversidad en los equipos de desarrollo se traduce en sistemas sesgados y discriminatorios. La tecnología refleja la mirada de sus creadores.

Las bases de datos con las que se entrenan estos sistemas también están sesgadas. Si un algoritmo se entrena con datos policiales históricos, aprenderá a buscar delitos donde la policía siempre los ha buscado: en los barrios pobres y racializados. El sistema no hace más que automatizar y acelerar los prejuicios existentes. La discriminación se vuelve más eficiente.

La resistencia desde estas comunidades a menudo pasa por la reapropiación del espacio y la creación de redes de cuidado mutuo. Frente a la vigilancia estatal, se organizan sistemas de alerta temprana para avisar de la presencia policial. Se generan códigos y estrategias para moverse por la ciudad de forma más segura. La solidaridad se convierte en una tecnología de contrapoder.

Desafiar esta vigilancia discriminatoria requiere de alianzas estratégicas. Es necesario que los movimientos por la justicia racial, los feminismos, los colectivos LGTBIQ+ y los defensores de los derechos digitales trabajen juntos. La lucha contra la vigilancia es inseparable de la lucha contra el racismo, el patriarcado y el capitalismo. Es una misma batalla por la dignidad.

En conclusión, el impacto de la vigilancia urbana no es homogéneo. Golpea con más fuerza a quienes ya se encuentran en una situación de vulnerabilidad. Entender que la interseccionalidad: quiénes son los más vigilados en la ciudad es fundamental para construir una crítica completa y una resistencia efectiva. No habrá libertad en la ciudad tecnológica mientras algunos cuerpos sigan siendo más sospechosos que otros.

El Fantasma en la Máquina: Tácticas de Resistencia Artística

Frente a un sistema de control que parece total, el arte se rebela. El arte como resistencia a la vigilancia urbana no es una simple declaración, sino un campo de acción concreto y diverso. Los artistas se convierten en guerrilleros semióticos, usando la creatividad para hackear el sistema desde adentro. Sus obras son fantasmas en la máquina, intervenciones que perturban la lógica del control.

Una de las tácticas más directas es la de visibilizar lo invisible. Artistas como el estadounidense Trevor Paglen dedican su trabajo a fotografiar las infraestructuras secretas de la vigilancia global, desde bases de drones hasta cables submarinos. Al mostrar estas estructuras, las desmitifican y las convierten en objeto de debate público. Le ponen rostro y forma al poder que nos observa.

Otra estrategia es la subversión de la propia tecnología. El proyecto CV Dazzle, del artista Adam Harvey, desarrolla técnicas de maquillaje y peinado para confundir a los algoritmos de reconocimiento facial. Se trata de usar la estética como un arma, creando un camuflaje para la era digital. Es una forma de reclamar el control sobre la propia imagen frente a la máquina.

El colectivo alemán Peng! ha llevado la performance a otro nivel al infiltrarse en conferencias de la industria de la seguridad. Sus miembros se hacen pasar por empresarios tecnológicos para presentar productos ficticios que revelan el absurdo y la brutalidad de la vigilancia. Usan el humor y el engaño para exponer las contradicciones del sistema. El arte como resistencia a la vigilancia urbana se vuelve una acción directa.

También existe un rol del arte urbano frente a la vigilancia masiva que va más allá del grafiti tradicional. Artistas como el italiano Salvatore Iaconesi han creado intervenciones en las que proyectan visualizaciones de los datos que se recolectan en tiempo real en un espacio público. La fachada de un edificio se convierte en una pantalla que muestra el flujo invisible de información, haciendo tangible la vigilancia.

ciudades inteligentes, tecnopolítica, espacio público, vigilancia, privacidad

La creación de “zonas temporalmente autónomas” es otra forma de resistencia. Colectivos artísticos y culturales organizan eventos en lugares inesperados de la ciudad, creando espacios libres de vigilancia por unas horas. En estos encuentros, se prohíbe el uso de teléfonos móviles y se fomenta la interacción cara a cara. Son ensayos de otras formas de sociabilidad, más allá del control digital.

El sonido es otra herramienta poderosa. Artistas sonoros registran el zumbido de las cámaras de seguridad o el ruido de los drones para crear composiciones que nos hacen conscientes del paisaje acústico de la vigilancia. Nos invitan a escuchar nuestro entorno de una manera diferente, a percibir las presencias no humanas que lo habitan. Es una forma de afinar nuestro oído crítico.

En Argentina, colectivos como el Grupo de Arte Callejero (GAC) han trabajado históricamente en la intersección entre arte y política. Sus intervenciones, como los famosos “escraches”, utilizan la performance y la señalética para denunciar a los responsables de la represión. Estas prácticas son un antecedente fundamental para pensar en cómo los artistas subvierten la tecnología de vigilancia en el contexto local.

La escritura y la poesía también son formas de resistencia. Crear narrativas que imaginen futuros alternativos, que cuenten las historias de los vigilados o que desarmen el lenguaje tecnocrático es un acto político. La palabra puede ser un refugio y un arma. Permite construir un imaginario colectivo que se oponga a la distopía de la vigilancia total.

La documentación es en sí misma una práctica artística y política. Fotógrafos y cineastas se dedican a registrar los efectos de la vigilancia en las comunidades más afectadas. Sus obras dan voz a los que no son escuchados y muestran el rostro humano detrás de los datos. Este tipo de periodismo cultural y la crítica a la tecnopolítica son esenciales para generar empatía y movilizar a la acción.

Estos artistas y colectivos nos enseñan que la tecnología no es un destino inevitable. Nos muestran que es posible encontrar grietas en el sistema, espacios para la disidencia y la creatividad. Nos recuerdan que la imaginación es una herramienta poderosa para desafiar el poder. Su trabajo es una invitación a no resignarnos.

El arte como resistencia a la vigilancia urbana nos demuestra que siempre hay margen para la acción. Ya sea a través de la visibilización, la subversión, la performance o la creación de espacios alternativos, el arte sigue cumpliendo su función histórica: la de cuestionar el presente e imaginar otros mundos posibles. Es una lucha por la libertad creativa y por el alma misma de la ciudad.

Recuperar la Calle: Hacia un Futuro Urbano en Nuestras Manos

El panorama descrito puede parecer desolador, pero la resignación no es una opción. El futuro de la libertad en las ciudades tecnológicas no está escrito en piedra ni en código binario. Depende de las decisiones que tomemos colectivamente ahora, de nuestra capacidad para organizarnos y para exigir un modelo de ciudad que ponga a las personas y al planeta en el centro. La lucha por la ciudad es la lucha por el futuro.

Un primer paso fundamental es exigir una moratoria en la implementación de tecnologías de vigilancia masiva, especialmente el reconocimiento facial. Necesitamos un debate público, amplio y democrático sobre los límites que como sociedad estamos dispuestos a aceptar. Ninguna tecnología de control debería implementarse sin el consentimiento explícito e informado de la ciudadanía a la que va a afectar.

Es urgente actualizar y fortalecer el marco legal de protección de datos. Las leyes actuales no están a la altura del desafío que representa el capitalismo de la vigilancia. Necesitamos una legislación que reconozca la propiedad comunitaria de los datos generados en el espacio público y que establezca reglas claras y estrictas para su recolección y uso. La soberanía digital debe ser un derecho.

La auditoría de algoritmos debe convertirse en una práctica obligatoria para cualquier sistema que tome decisiones que afecten a la vida de las personas. No podemos seguir aceptando las “cajas negras”. Exigir transparencia significa poder saber qué criterios utiliza un algoritmo, cómo fue entrenado y qué sesgos puede contener. Es una condición indispensable para la rendición de cuentas.

ciudades inteligentes, tecnopolítica, espacio público, vigilancia, privacidad

Fomentar el desarrollo y la adopción de tecnologías cívicas y de código abierto es otro camino crucial. Necesitamos alternativas al modelo extractivista de las grandes corporaciones. Plataformas de participación ciudadana como Decidim, desarrollada en Barcelona, demuestran que es posible usar la tecnología para profundizar la democracia en lugar de debilitarla. La tecnología puede y debe estar al servicio del bien común.

La educación popular en materia de cultura digital es indispensable. Debemos desarrollar un pensamiento crítico que nos permita desnaturalizar la tecnología y entenderla como un campo de disputa política. Talleres en escuelas, centros comunitarios y sindicatos pueden ayudar a construir una ciudadanía digital más consciente y empoderada. El conocimiento es la primera línea de defensa.

Es vital apoyar y amplificar las voces del arte como resistencia a la vigilancia urbana. Los artistas son sismógrafos de nuestro tiempo y sus obras nos ayudan a entender y a sentir las amenazas que enfrentamos. Financiar proyectos de arte crítico, proteger a los artistas de la censura y difundir su trabajo es parte de la construcción de una cultura de la resistencia. Sus creaciones alimentan nuestro imaginario político.

Debemos disputar la narrativa hegemónica de la “smart city”. Hay que dejar de hablar de ciudades “inteligentes” y empezar a hablar de ciudades “justas”, “sostenibles”, “creativas” y “democráticas”. El lenguaje que usamos para describir el futuro urbano importa. Tenemos que proponer activamente visiones alternativas que seduzcan y que movilicen.

La defensa del espacio público físico es más importante que nunca. Cada vez que nos encontramos en una plaza, que participamos en una feria popular o que asistimos a un concierto callejero, estamos defendiendo un modelo de ciudad basado en el encuentro y la interacción. La mejor manera de combatir la pérdida del espacio público en la era digital es habitándolo, llenándolo de vida, de cuerpos y de política.

La lucha por la ciudad es intrínsecamente local, pero debe tener una perspectiva global. Las corporaciones tecnológicas operan a escala planetaria y la resistencia también debe tejer redes internacionales. Compartir experiencias, tácticas y conocimientos entre ciudades de distintas partes del mundo es fundamental para fortalecer nuestras luchas locales. La solidaridad es nuestra red más potente.

Finalmente, es necesario recordar que la tecnología es una herramienta, no un fin en sí mismo. La pregunta no es si queremos o no tecnología en nuestras ciudades, sino qué tecnología queremos y para qué. Queremos una tecnología que nos ayude a resolver problemas, no una que nos convierta en un problema a resolver. Queremos una tecnología que amplíe nuestras libertades, no una que las restrinja.

La construcción de ese futuro alternativo requiere coraje, imaginación y organización. Es una tarea colectiva que nos interpela a todos. Se trata, en última instancia, de decidir qué tipo de comunidad queremos ser y qué tipo de ciudad queremos dejar a las generaciones futuras. La calle sigue siendo nuestra y tenemos que estar dispuestos a recuperarla.

Epílogo para una Revolución en Marcha

El relato de la ciudad vigilada no tiene por qué ser una distopía. Las grietas en el muro de control son visibles para quien quiera mirar. Cada mural que denuncia, cada performance que interrumpe el flujo normal de la productividad, cada red de cuidados que se teje en un barrio, es una prueba de que la pulsión por la libertad sigue intacta. Son las semillas de otro futuro posible, uno que no se gestiona con algoritmos, sino con afectos y solidaridad.

La crítica a las ciudades inteligentes y la vigilancia no puede quedarse en el lamento. Debe transformarse en una plataforma para la acción, en una hoja de ruta para la contrainsurgencia cultural. La tecnopolítica y su impacto en el espacio público nos obliga a volvernos más astutos, más colaborativos y más valientes. Nos empuja a repensar nuestras propias tácticas de lucha y de creación en un terreno hostil.

El arte como resistencia a la vigilancia urbana nos ofrece un repertorio de posibilidades. Nos enseña a usar la máscara no solo para protegernos, sino para jugar, para confundir, para afirmar una identidad múltiple y huidiza frente a un sistema que nos quiere únicos e identificables. El artista que subvierte la cámara nos recuerda que la mirada del poder nunca es total, que siempre hay un punto ciego desde donde se puede actuar.

La verdadera batalla se libra en el terreno de la imaginación. El poder de la tecnocracia reside en su capacidad para presentarnos su visión del futuro como la única opción viable. Nuestro trabajo, como cronistas, como artistas, como activistas, es romper ese hechizo. Es mostrar, con la fuerza de los hechos y la potencia de la creación, que existen infinitas alternativas.

No se trata de rechazar la tecnología, sino de disputar su sentido. Se trata de arrancarla de las manos del mercado y del Estado policial para ponerla al servicio de la vida en común. Es una tarea monumental, llena de desafíos, pero no estamos solos. La historia de las luchas sociales es la historia de cómo lo imposible se vuelve, poco a poco, inevitable.

Esta crónica es solo una instantánea de una revolución en marcha, un murmullo en medio de un grito colectivo que crece día a día. La libertad creativa y el derecho a la ciudad no se negocian, se defienden con los cuerpos, con las ideas y con la convicción de que un mundo más justo no solo es posible, sino que ya está siendo construido en los márgenes. La próxima página de esta historia la escribimos en la calle.

Fuentes:

  • Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). (2019). Vigilancia estatal y derechos humanos en Argentina. CELS.
  • Zuboff, S. (2019). The Age of Surveillance Capitalism: The Fight for a Human Future at the New Frontier of Power. PublicAffairs.

Autor

  • ciudades inteligentes | Rocky Arte

    Paula estudió Filosofía en la Universidad de La Laguna, donde se sumergió en la teoría crítica, la ética y la filosofía política. Su educación le enseñó a cuestionar el statu quo y a buscar las raíces ideológicas de los fenómenos sociales. Sin embargo, su verdadera escuela fue la calle y el activismo. Se involucró en movimientos sociales y culturales, utilizando su conocimiento filosófico para analizar los eventos y su habilidad para escribir para documentarlos. Esta combinación de rigor intelectual y activismo práctico es lo que le da a su voz una credibilidad inigualable.

Leave a reply

Seguinos
Sign In/Sign Up Sidebar Search
Trends
Loading

Signing-in 3 seconds...

Signing-up 3 seconds...