
Pará un segundo y pensá en lo último que comiste. Quizás fue un café con dos medialunas, un guiso de lentejas, una porción de fainá o una ensalada rápida frente a la computadora. Sea lo que sea, ese acto, que parece tan simple, tan íntimo y tan biológico, es en realidad uno de los gestos más profundamente políticos que realizamos cada día y el punto de partida del activismo gastronómico. Esta investigación es una invitación a deconstruir ese plato. Vamos a hacerle una autopsia a nuestra comida para entenderla como lo que realmente es: un manifiesto.
La tesis de este artículo es directa: no existe la comida apolítica. Desde las leyes de comercio exterior que definen el precio del kilo de tomates, hasta la decisión de una familia de prender el fuego para un asado el domingo, todo está atravesado por la política. El acto político de cocinar y comer se manifiesta en cada elección, consciente o no. Qué comemos, cómo lo producimos, con quién lo compartimos y quién se queda afuera de la mesa son todas preguntas que tienen respuestas políticas.
La sociedad de consumo se ha esforzado en convencernos de lo contrario. Nos vende la comida como una experiencia puramente estética, un placer sensorial para postear en Instagram o una simple cuestión de calorías y nutrientes. Esta “despolitización” de la comida es, en sí misma, una estrategia política muy eficaz. Sirve para ocultar las estructuras de poder, las condiciones laborales y el impacto ambiental que hay detrás de cada alimento que llega a nuestro plato.
Sin embargo, la antropología y la sociología lo saben desde hace mucho tiempo. El semiólogo francés Roland Barthes (1961) ya planteaba que la comida funciona como un sistema de signos, un lenguaje que comunica valores, identidades y circunstancias sociales. Un bife de lomo no significa lo mismo que un plato de arroz. La comida que elegimos y cómo la preparamos habla de nosotros, de nuestra clase, de nuestras aspiraciones y de nuestra cultura.

El antropólogo Claude Lévi-Strauss (1964) fue aún más allá, argumentando que el acto de cocinar es el gesto fundacional que transforma la naturaleza en cultura. La diferencia entre lo crudo y lo cocido es una de las metáforas centrales de la civilización. Cómo aplicamos el fuego, cómo fermentamos, cómo conservamos; todas estas técnicas son un cuerpo de saberes culturales que definen a una comunidad. La cocina es, en este sentido, una de las primeras tecnologías culturales de la humanidad.
Nuestra dieta, por lo tanto, es un carnet de identidad. Es uno de los marcadores más potentes de quiénes somos y a qué grupo pertenecemos. La comida traza fronteras: entre lo sagrado y lo profano, entre lo festivo y lo cotidiano, entre “nuestra” comida y la de “los otros”. El sociólogo Michael Pollan (2006) lo resume de manera brillante al afirmar que las decisiones alimentarias son una forma de votar por el tipo de mundo en el que queremos vivir.
Y si lo personal es político, la cocina es el epicentro de esta verdad. La teórica feminista Carol J. Adams (1990) expuso la profunda conexión entre el consumo de carne y las estructuras patriarcales de dominación. Pero la política de género en la cocina va más allá: ¿quién cocina en casa?, ¿quién hace las compras?, ¿se considera un acto de amor o un trabajo no remunerado? La comida, en el ámbito doméstico, es a menudo un espacio de reproducción de desigualdades.
Por todo esto, entendemos la comida como manifiesto político y cultural. Un manifiesto no siempre es un texto gritado desde un escenario. Puede ser el acto silencioso de una abuela que le enseña a su nieta una receta ancestral para que no se pierda. Puede ser un grupo de vecinos que organiza una olla popular para enfrentar una crisis. O puede ser la decisión de un pequeño productor de cultivar de manera agroecológica, desafiando a la industria.
A lo largo de este artículo, vamos a explorar estos manifiestos comestibles. Viajaremos desde los movimientos por la soberanía alimentaria que defienden las semillas nativas, hasta las cocinas de los inmigrantes que funcionan como embajadas culturales. Analizaremos el veganismo como una postura ética radical y el feminismo que busca deconstruir las jerarquías en las cocinas profesionales. Cada sección será una parada en este viaje por la geografía política de nuestra comida.
Este enfoque define nuestra labor como una forma de periodismo cultural sobre comida y sociedad. No nos interesa hacer un ranking de los mejores restaurantes ni darte recetas de autor. Nuestro objetivo es ofrecerte herramientas para una lectura crítica de tu propio plato. Queremos que la próxima vez que te sientes a la mesa, puedas ver no solo ingredientes, sino también historias, relaciones de poder y actos de resistencia.
Y esto es importante porque las consecuencias de lo que comemos son enormes y muy reales. La forma en que producimos nuestros alimentos tiene un impacto directo en la crisis climática. Las condiciones laborales en el campo son a menudo un reflejo de la desigualdad social más cruda. Y el acceso a una alimentación saludable y asequible sigue siendo uno de los grandes temas de justicia social de nuestro tiempo.
Te invitamos, entonces, a que nos acompañes en esta investigación. Mirá ese plato que tenés enfrente no como un punto final, sino como un punto de partida. Es un texto complejo, una declaración de principios que habla de economía, de ecología, de historia y de identidad. Es el manifiesto más íntimo y cotidiano de todos, y es hora de que empecemos a leerlo con atención.
Parate en la góndola de cualquier supermercado grande y vas a ver un espejismo de abundancia. Hay miles de productos, sí, pero si mirás bien las etiquetas, la mayoría están hechos con las mismas pocas materias primas: soja, maíz, trigo y palma, producidos a una escala industrial monstruosa. Esta uniformidad es la cara visible de la apisonadora de la globalización alimentaria. Un sistema que, en su búsqueda de eficiencia y rentabilidad, arrasa con la biodiversidad y las culturas locales. Pero en los márgenes, en las cocinas de las comunidades, se gesta una resistencia silenciosa.
La teórica y activista india Vandana Shiva (1993) lo llama las “monoculturas de la mente”. Argumenta que la imposición de monocultivos agrícolas no solo destruye la diversidad de las plantas, sino también la diversidad del conocimiento humano asociado a ellas. La globalización alimentaria no quiere que sepas para qué sirve cada yuyo del monte o cuál de las doscientas variedades de papa de los Andes es mejor para el guiso. Quiere que compres su única papa industrial, disponible todo el año, insípida y anónima.
Frente a esta topadora, los saberes ancestrales son el arma de resistencia más potente. Y cuando hablamos de saberes, no nos referimos a un recetario viejo y empolvado. Hablamos de un sistema de conocimiento vivo, complejo y sofisticado que incluye técnicas de cultivo adaptadas a cada ecosistema, métodos de conservación, usos medicinales de las plantas y una profunda comprensión de los ciclos de la naturaleza. Es una ciencia popular, transmitida de generación en generación.
En este contexto, la cocina se convierte en un archivo viviente y la cocina de la abuela, en la guardiana de ese archivo. Cada vez que una mujer mayor le enseña a su nieta o a su nieto los secretos de un plato familiar, está realizando un acto de preservación cultural de un valor incalculable. Está transmitiendo no solo una técnica, sino una historia, una identidad y una forma de relacionarse con el entorno. Esa receta es un hilo que conecta el presente con el pasado y lo proyecta hacia el futuro.
Un ejemplo clarísimo de esta resistencia es lo que ha sucedido en la región andina. Durante décadas, cultivos como la quinua, la kiwicha (amaranto) o la cañahua fueron despreciados y asociados a la “comida de indios”. Hoy, gracias al trabajo de comunidades campesinas e indígenas, estos superalimentos están siendo revalorizados no solo por su inmenso poder nutricional, sino como emblemas de una identidad cultural que se niega a desaparecer. Reclamar estos granos es reclamar la soberanía sobre su propio patrimonio alimentario.
Esta revalorización ha encontrado aliados en una nueva generación de chefs latinoamericanos. Cocineros como el peruano Virgilio Martínez o el chileno Rodolfo Guzmán han basado sus propuestas de alta cocina en una investigación profunda de los ingredientes y técnicas de sus territorios. Usan su visibilidad mediática para poner en valor el trabajo de pequeños productores, recolectores y comunidades indígenas. Funcionan como un puente entre ese saber ancestral y un público más amplio que, de otra manera, jamás lo conocería.
Es en este sentido que entendemos cómo la comida se usa como herramienta de resistencia. Resiste al olvido, rescatando sabores e ingredientes que el mercado daba por perdidos. Resiste al modelo económico del agronegocio, creando circuitos cortos de producción y consumo más justos. Y resiste al empobrecimiento nutricional, devolviendo a la dieta una diversidad que los alimentos ultraprocesados nos han quitado.
Y no hace falta irse a los Andes para ver estos procesos. En Argentina, existe un trabajo de hormiga, a menudo invisible, por recuperar y valorizar los productos de nuestros biomas nativos. El uso del fruto del chañar en el norte, la recolección de los piñones de la araucaria por las comunidades mapuches en la Patagonia, o la cocina a base de flora nativa en los Esteros del Iberá son parte de esa misma lucha. Es la afirmación de que la comida e identidad cultural en Argentina es mucho más que la soja, el trigo y la carne vacuna.

Este legado de resistencia es también palpable en la herencia de las comunidades afrodescendientes a lo largo de todo el continente. En sus cocinas, sobreviven técnicas, ingredientes y sabores que cruzaron el Atlántico en los barcos esclavistas y que se adaptaron y reinventaron en un nuevo continente. Platos como la feijoada en Brasil o el sancocho en el Caribe son monumentos de resiliencia y creatividad. Son la prueba de que se puede resistir y afirmar una identidad incluso en las condiciones más brutales de opresión.
Claro que esta lucha no es una historia romántica. Las comunidades que custodian esta biodiversidad y este saber enfrentan amenazas enormes. El avance de la frontera sojera, la deforestación, la minería y la falta de políticas públicas que protejan sus territorios son una presión constante. La trinchera, como toda trinchera, es un lugar de conflicto y de riesgo permanente. Cada cosecha, cada receta salvada, es una victoria en una batalla muy desigual.
La conexión entre la diversidad biológica y la diversidad cultural es, por lo tanto, inseparable. Al perder una especie vegetal o animal, no solo perdemos un recurso genético, sino también el universo de prácticas, relatos y significados que las culturas humanas habían tejido a su alrededor (Toledo & Barrera-Bassols, 2008). Proteger las semillas nativas es proteger las lenguas que las nombran. Defender un territorio es defender la cosmovisión que lo habita.
Así, la cocina, ese espacio que a menudo se considera doméstico y privado, se revela como un frente de batalla inesperado. Cada vez que elegimos comprarle a un pequeño productor, cada vez que intentamos cocinar una receta regional que está a punto de perderse, estamos eligiendo un bando. Estamos lanzando un pequeño pero significativo manifiesto. Es una forma de decir que nuestras raíces, nuestros sabores y nuestras historias tienen un valor incalculable y no están en venta.
Para entender la profundidad de esta idea, primero hay que diferenciarla de un concepto que suena parecido pero que es el día y la noche: la seguridad alimentaria. Durante décadas, organismos internacionales y gobiernos nos hablaron de “seguridad alimentaria”, que básicamente significa que la gente tenga acceso a suficientes calorías para no morirse de hambre. No importa de dónde venga esa comida, cómo se produjo ni quién se enriqueció en el proceso. La soberanía alimentaria, en cambio, le da una patada al tablero y hace preguntas mucho más incómodas.
Entonces, qué es la soberanía alimentaria y por qué importa de verdad. El término fue acuñado y definido por el movimiento campesino internacional La Vía Campesina en 1996 y consolidado en el Foro por la Soberanía Alimentaria de Nyéléni en 2007. En su definición más pura, es el derecho de los pueblos a definir sus propias políticas agrarias y alimentarias. Pone a quienes producen, distribuyen y consumen los alimentos en el corazón del sistema, en lugar de poner a las corporaciones y a las demandas del mercado global.
La Declaración de Nyéléni (2007) establece una serie de principios que son la hoja de ruta de este movimiento. No es una idea abstracta, sino un plan de acción concreto que se basa en varios pilares fundamentales. Estos principios funcionan como un manifiesto en sí mismos. Entre los más importantes se encuentran:
El corazón de esta disputa, la trinchera más caliente, es la lucha por las semillas. La soberanía alimentaria defiende el derecho milenario de los agricultores a guardar, intercambiar y volver a sembrar sus propias semillas nativas. Esta práctica choca de frente con el modelo de negocio de gigantes como Bayer-Monsanto, que buscan imponer semillas patentadas y transgénicas, creando una dependencia total del productor hacia la corporación. La lucha por la semilla es una lucha por la libertad misma de producir alimentos.
Este modelo se opone frontalmente a la llamada “Revolución Verde” que se promovió en el siglo XX. Esa revolución, basada en el uso de agrotóxicos, fertilizantes sintéticos y semillas híbridas, prometía acabar con el hambre en el mundo. Si bien aumentó los rendimientos de ciertos cultivos, también generó una dependencia masiva de los combustibles fósiles, contaminó el agua y la tierra, y provocó el éxodo de millones de campesinos a las ciudades (Patel, 2013). Fue una modernización que dejó a muchos en el camino.

La alternativa práctica que propone la soberanía alimentaria es la agroecología. No es una vuelta romántica a un pasado idealizado, sino la aplicación de principios ecológicos al diseño y gestión de sistemas agrícolas sostenibles. La agroecología busca imitar los patrones de la naturaleza para producir alimentos sin venenos, regenerando la salud del suelo y fomentando la biodiversidad. Es una ciencia que dialoga de igual a igual con el saber campesino.
En Argentina, tenemos un ejemplo clarísimo de esto en la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Tierra (UTT). Esta organización de familias campesinas y productoras se ha convertido en un referente de la soberanía alimentaria en el país. A través de sus “almacenes de ramos generales” y sus sistemas de bolsones de verduras, han logrado conectar directamente al productor con el consumidor, eliminando intermediarios y garantizando precios justos para ambos. Su lucha por el acceso a la tierra y por una producción sin agrotóxicos es un manifiesto andante.
A nivel latinoamericano, uno de los grandes exponentes de esta lucha es el Movimento dos Trabalhadores Rurais Sem Terra (MST) de Brasil. Desde hace décadas, el MST no solo lucha por una reforma agraria que democratice la tenencia de la tierra, sino que en sus asentamientos produce toneladas de alimentos agroecológicos. Demuestran en la práctica que otro modelo de campo, un campo que enfría el planeta y alimenta a la gente en lugar de exportar commodities, es posible.
La dimensión social y democrática de esta propuesta es radical. Implica quitarle poder de decisión a organismos lejanos y poco transparentes como la Organización Mundial del Comercio (OMC), que negocian tratados que favorecen a las grandes corporaciones. La soberanía alimentaria propone que las decisiones sobre qué se cultiva y cómo se distribuye se tomen en asambleas locales, en los mercados de cercanía, en los comedores escolares. Es una democratización profunda de la política alimentaria.
Es fundamental destacar la perspectiva feminista que atraviesa todo el movimiento de La Vía Campesina. Históricamente, son las mujeres las principales productoras de alimentos en el mundo, las guardianas de las semillas y las administradoras de la comida en el hogar. La soberanía alimentaria reconoce este rol central y lucha activamente por la igualdad de derechos de las mujeres en el acceso a la tierra y en los espacios de toma de decisión. Sin feminismo, no hay soberanía alimentaria.
Por supuesto, este camino no es un lecho de rosas. El movimiento se enfrenta a la oposición feroz de un lobby agroindustrial que tiene un poder económico y político descomunal. Sufren la persecución, la criminalización de sus líderes y la competencia desleal de un mercado que subsidia la producción industrial. Cada hectárea recuperada para la agroecología es una victoria ganada con un esfuerzo enorme.
En definitiva, la soberanía alimentaria importa porque nos obliga a pensar más allá de nuestro propio plato. Nos conecta con la tierra, con quien la trabaja y con los sistemas que definen nuestra relación con la comida. Es una propuesta que entiende que la justicia social, la igualdad de género y la sostenibilidad ambiental están íntimamente ligadas. Es la declaración política más clara de que alimentarse es un acto de dignidad y autonomía.
La historia ya es casi una leyenda y, como toda buena leyenda, tiene una moraleja. Corría el año 1986 y McDonald’s planeaba abrir una sucursal en la histórica Plaza de España, en Roma. Un grupo de activistas, liderados por el periodista y gastrónomo Carlo Petrini, organizó una protesta, pero no una cualquiera: repartieron platos de penne y armaron un festín. Ese gesto fue el big bang de lo que se convertiría en el movimiento Slow Food, una defensa de la cultura local y el placer gastronómico frente a la apisonadora de la comida rápida y la “vida rápida”.
La idea inicial de Petrini era simple pero potente: conectar la gastronomía con la ecología. Acuñó el término “eco-gastronomía” para argumentar que el placer de comer (gastro) es inseparable de la salud de nuestro planeta (eco) y de la dignidad de quienes producen nuestra comida. El movimiento, por lo tanto, no es solo una crítica a la hamburguesa, sino a todo el sistema de producción y consumo que nos ha llevado a comer de manera anónima, apresurada y desconectada (Petrini, 2007).
El movimiento ‘slow food’ y su filosofía se puede resumir en un mantra de tres palabras que se ha vuelto su bandera mundial: “bueno, limpio y justo”. Cada una de estas palabras es un pilar que sostiene toda su estructura ideológica. No son adjetivos de marketing, son categorías políticas.
Una de las primeras trincheras de Slow Food fue la educación del gusto. El movimiento entendió que un paladar colonizado por los sabores ultraprocesados —exceso de sal, azúcar y grasas— es incapaz de apreciar la sutileza de un tomate de huerta o la complejidad de un queso artesanal. Por eso, sus talleres y actividades buscan “re-educar” nuestros sentidos, especialmente los de los más chicos. Enseñar a saborear es un acto político contra la estandarización del gusto.
Para combatir la pérdida de la agrobiodiversidad, crearon una de sus herramientas más famosas: el “Arca del Gusto”. Funciona como un catálogo global, una suerte de Arca de Noé de los sabores, que identifica y registra alimentos en peligro de extinción. No hablamos solo de plantas o animales, sino también de productos elaborados como panes, quesos o embutidos que forman parte del patrimonio cultural de una comunidad. Es un inventario para salvar la comida del olvido.
Pero no se quedaron solo en el catálogo. El siguiente paso fueron los “Baluartes” (o Presidia, en italiano), que son proyectos que apoyan activamente a grupos de pequeños productores para que puedan seguir elaborando estos productos del Arca del Gusto de manera sostenible y comercialmente viable. En Argentina, por ejemplo, existen Baluartes que protegen productos como el queso de cabra de Tafí del Valle o la miel de las abejas nativas. Es una forma de pasar del registro a la acción directa.
La expresión máxima de esta filosofía es la red global “Terra Madre”. Cada dos años, se celebra un encuentro masivo en Turín, Italia, que reúne a miles de delegados de “comunidades del alimento” de todo el mundo: campesinos, indígenas, pescadores, cocineros, académicos y activistas. Terra Madre es la materialización de una red global que busca construir otro sistema alimentario desde abajo, basado en la cooperación y el intercambio de saberes.

Sin embargo, para ser justos en nuestra autopsia, debemos marcar una de las críticas más persistentes que ha recibido el movimiento: su supuesto elitismo. Se ha argumentado que el foco en productos artesanales, orgánicos y de alta calidad a menudo se traduce en precios que no son accesibles para la mayoría de la población (Dupuis & Goodman, 2005). La defensa del “buen comer” puede, a veces, sonar como un privilegio de clase.
El movimiento ha sido consciente de esta crítica y ha intentado evolucionar. La inclusión del pilar “justo” en su lema fue una respuesta directa a esta tensión. Proyectos como los mercados de la tierra y el trabajo con comedores comunitarios buscan ampliar su base social y demostrar que una alimentación de calidad no debería ser un lujo, sino un derecho universal. La tensión entre el “gourmet” y el “activista” sigue existiendo dentro del movimiento.
Es interesante comparar Slow Food con el movimiento por la Soberanía Alimentaria que vimos antes. Aunque comparten muchos objetivos, sus orígenes y su lenguaje político son diferentes. La Soberanía Alimentaria nació desde los movimientos campesinos del Sur Global, con un lenguaje de lucha de clases y anti-imperialismo. Slow Food nació en Italia, desde una perspectiva más cultural y gastronómica. A veces colaboran, a veces compiten, pero ambos reman contra la misma corriente industrial.
En Argentina, la filosofía de Slow Food ha permeado con fuerza. Ha influido en una generación de cocineros que empezaron a mirar con más atención a los productos de su propio territorio. Ha creado en un sector de los consumidores urbanos una nueva conciencia sobre la importancia del origen de los alimentos. Y ha dado visibilidad y un sello de calidad a productores artesanales que antes luchaban en soledad.
El gran legado de Slow Food, quizás, es haber politizado el placer y la lentitud. Nos enseñó que en un mundo que nos exige ser siempre productivos y eficientes, detenerse a disfrutar de una comida, a conversar en la sobremesa, es un acto de resistencia. Nos recordó que defender el derecho a un producto sabroso, limpio y justo es una forma de defender un territorio, una cultura y, en definitiva, una vida más digna de ser vivida.
En una sociedad que nos define por lo que consumimos, elegir no consumir ciertos productos puede ser un acto de una potencia política inesperada. El veganismo, en su expresión más profunda, es precisamente eso. No se trata simplemente de una dieta para cuidar la salud o de una tendencia pasajera de las grandes ciudades. Es una filosofía y una práctica que se planta de manos frente a un sistema y le dice “no” a su lógica de explotación, tanto animal como ambiental y, a veces, humana.
Para entender la raíz filosófica del movimiento, hay que remontarse a pensadores que sacudieron nuestra concepción de la relación con los animales. El filósofo australiano Peter Singer (1975), en su libro Liberación Animal, popularizó el concepto de “especismo”. Argumentó que discriminar a un ser vivo basándose únicamente en la especie a la que pertenece es tan arbitrario e inmoral como el racismo o el sexismo. La base para la consideración ética, para Singer, es la capacidad de sentir placer y dolor.
Otro pilar fundamental es el enfoque del filósofo estadounidense Tom Regan (1983). A diferencia de Singer, Regan no se basa en las consecuencias, sino en los derechos. Postula que los animales mamíferos, al ser “sujetos de una vida” —es decir, al tener conciencia, memoria y un futuro que les importa—, poseen un valor inherente. Por lo tanto, no deben ser tratados como meros recursos o medios para los fines humanos; tienen el derecho fundamental a no ser explotados.

Pero la postura del veganismo político no se agota en la ética animal. Se ha convertido también en un potente manifiesto ambiental. La producción ganadera industrial es uno de los principales motores del cambio climático, la deforestación y el consumo de agua dulce a nivel global. Informes de organismos como la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) han detallado su enorme huella ecológica (Steinfeld et al., 2006). Desde esta perspectiva, cada plato a base de plantas es un voto por un planeta más sostenible.
La conexión con el feminismo también es profunda e ineludible. La teórica Carol J. Adams (1990) fue pionera en articular cómo la explotación de los animales y la de las mujeres están interconectadas en la cultura patriarcal. Argumenta que la industria cárnica se basa en la explotación de los ciclos reproductivos de las hembras y que el consumo de carne se asocia simbólicamente a la virilidad y la fuerza. El veganismo, para muchas feministas, es una forma de coherencia política contra todas las formas de opresión.
Así, vemos que el veganismo como postura política y ética es un manifiesto con múltiples cláusulas. No es una sola lucha, sino la convergencia de varias. Podemos resumir sus pilares en:
La práctica diaria del veganismo, entonces, se puede entender como una forma de boicot constante y personal. Cada vez que una persona vegana va al supermercado, está boicoteando a la industria cárnica, láctea y del huevo. Cada vez que elige un plato en un restaurante, está emitiendo un voto económico y político. Es un activismo que no necesita de una pancarta, porque el manifiesto está en la misma acción de comer.
Sin embargo, un análisis crítico nos obliga a mirar las contradicciones del movimiento. El capitalismo, con su increíble capacidad de cooptación, ha generado un “veganismo de mercado”. Hoy tenemos hamburguesas, salchichas y helados veganos ultraprocesados, producidos por las mismas multinacionales que explotan el planeta. Esto plantea una pregunta incómoda: ¿se puede ser un vegano consumista y seguir siendo un activista?
También es fundamental aplicar una lente decolonial e interseccional al veganismo. Imponer el veganismo como un imperativo moral universal sin tener en cuenta las realidades culturales y económicas de muchas comunidades puede ser una forma de colonialismo. Para muchos pueblos indígenas o comunidades campesinas, sus prácticas tradicionales de caza o pastoreo son sostenibles y centrales para su identidad. Un veganismo político debe ser crítico, flexible y consciente de los privilegios desde los que a menudo se enuncia.
En Argentina, el desafío es particularmente interesante. Ser vegano en “el país del asado” es una interpelación directa a uno de los pilares de la identidad nacional. Es un acto que genera incomodidad, preguntas y a menudo burlas. Pero es precisamente en esa fricción donde reside su potencia política: obliga a repensar una tradición que se daba por sentada, a cuestionar su ética y su sostenibilidad en el siglo XXI.
Lejos de ser un fenómeno marginal, el movimiento vegano en Argentina ha crecido y se ha organizado. Han surgido santuarios que rescatan animales de la industria, ferias que promueven emprendimientos locales y colectivos que vinculan la lucha antiespecista con el feminismo y el anticapitalismo. Esto demuestra que, para muchos, el veganismo no es una elección individualista, sino una puerta de entrada a una militancia más amplia.
En definitiva, el veganismo como postura política y ética, en su versión más lúcida y crítica, es uno de los manifiestos más completos de nuestra era. Nos obliga a cuestionar nuestras costumbres más arraigadas y a reconocer la conexión entre lo que hay en nuestro plato y los grandes problemas del mundo. Es una invitación radical a pensar que, a través de nuestras elecciones cotidianas, podemos dejar de ser parte del problema y empezar a ser parte de la solución.
La escena es cada vez más familiar, sobre todo en las grandes capitales del mundo. Un restaurante de diseño, con precios exorbitantes, ofrece un “taco deconstruido” o un “ceviche con aire de maracuyá”. El chef, generalmente europeo o norteamericano, es aclamado en las revistas como un genio innovador. Pero detrás del plato estético y el marketing, se esconde una pregunta incómoda: ¿estamos presenciando un homenaje respetuoso o el último capítulo de una larga historia de extractivismo cultural?
Es fundamental, antes que nada, entender de qué hablamos cuando hablamos de apropiación cultural. No se trata de prohibir que un chef cocine platos de otra cultura. La crítica a la apropiación cultural en la gastronomía se centra en las dinámicas de poder. Ocurre, como define el académico Richard A. Rogers (2006), cuando miembros de una cultura dominante toman elementos de una cultura históricamente oprimida y los utilizan fuera de contexto, sin dar crédito, sin entender su significado y, sobre todo, obteniendo un beneficio que no se comparte con la comunidad de origen.
Uno de los mecanismos más comunes de este proceso es la narrativa del “descubrimiento”. Un cocinero del Norte Global “descubre” la quinoa en los Andes, el açaí en el Amazonas o el kimchi en Corea. Los medios lo celebran como un explorador visionario que trae un tesoro exótico al mundo “civilizado”. Esta narrativa borra de un plumazo los siglos de conocimiento indígena y campesino que permitieron que ese ingrediente existiera, se cultivara y se cocinara. El “descubrimiento” es, en realidad, un acto de borramiento.
A este descubrimiento le suele seguir un proceso de “refinamiento” o “elevación”. La lógica implícita es profundamente colonial: el plato o ingrediente en su forma original es visto como algo rústico, casero, inferior. Necesita la técnica y la visión de un chef formado en las escuelas europeas para ser “elevado” a la categoría de alta cocina. Es una forma sutil de decir que la cultura de origen no era lo suficientemente buena por sí misma.
Pensemos en la evolución del sushi o de los tacos fuera de sus países. En muchos casos, se han convertido en lienzos para la “fusión” de alta gama, con ingredientes como el foie gras o el aceite de trufa. Si bien la creatividad es válida, el problema surge cuando estas versiones de lujo obtienen todo el prestigio y el beneficio económico. Mientras tanto, los pequeños restaurantes familiares de inmigrantes que cocinan las versiones tradicionales son a menudo relegados a la categoría de “comida barata” o “étnica”.

La dimensión económica es, por lo tanto, ineludible. La apropiación cultural no es un debate abstracto sobre la corrección política; es un asunto de justicia económica. Cuando una gran cadena de restaurantes se apropia de una receta tradicional, capitaliza un saber colectivo que se ha construido durante generaciones. A menudo, lo hace sin ninguna forma de reciprocidad o redistribución de la riqueza hacia la comunidad que creó y preservó ese patrimonio cultural.
Entonces, ¿cómo diferenciar la apropiación del intercambio cultural genuino, que es deseable y enriquecedor? Aunque la línea es a veces difusa, podemos guiarnos por algunas preguntas clave. Es un ejercicio de escucha crítica que podemos hacer como comensales:
Un caso de estudio muy debatido en Estados Unidos es el del chef Rick Bayless, un hombre blanco que se ha convertido en uno de los más famosos embajadores de la cocina mexicana. Sus defensores alaban su profundo conocimiento y respeto por la tradición. Sus críticos, sin embargo, señalan que ha construido un imperio capitalizando una cultura que no es la suya, obteniendo un nivel de éxito y visibilidad que es mucho más difícil de alcanzar para los propios chefs inmigrantes mexicanos en ese país (Esparza, 2013).
Este fenómeno nos lleva a hablar de una “colonización del paladar”. No es solo la apropiación de recetas aisladas, sino un proceso más amplio donde los estándares de lo que se considera “buena cocina” siguen siendo dictados por una estética eurocéntrica. Para que un plato “étnico” sea aceptado en el circuito gourmet global, a menudo tiene que ser adaptado, suavizado y presentado de una forma que resulte familiar y no desafiante para el paladar occidental. Es una forma de imperialismo a través del gusto.
El periodismo gastronómico tiene una enorme responsabilidad en todo esto. Durante mucho tiempo, ha sido cómplice al perpetuar la narrativa del chef “explorador” y al celebrar la “fusión” sin cuestionar las dinámicas de poder subyacentes. Un periodismo cultural sobre comida y sociedad que sea verdaderamente crítico debe empezar por hacerse estas preguntas incómodas. Debe dejar de centrarse solo en el sabor y empezar a analizar el poder.
Afortunadamente, la resistencia está en marcha. Cada vez más cocineros y activistas de comunidades racializadas y del Sur Global están alzando la voz. Están abriendo sus propios restaurantes, escribiendo sus propios libros y usando las redes sociales para contar sus historias en sus propios términos. Se niegan a ser meros “proveedores de inspiración” para chefs blancos y reclaman su lugar como protagonistas de sus propias tradiciones culinarias.
En definitiva, el objetivo de esta crítica no es construir muros entre cocinas ni prohibir la creatividad. Al contrario, se trata de abogar por un intercambio más ético, respetuoso y equitativo. Es una invitación a que, la próxima vez que nos encontremos con un plato “exótico” en un menú, nos preguntemos por su historia completa. Porque detrás de cada bocado hay una genealogía de saberes, y es un acto de justicia elemental reconocer a quienes la escribieron.
Seguro que tenés la imagen en la cabeza: ese bodegón de barrio de toda la vida, con sus manteles de hule a cuadros, sus mozos que te conocen el nombre y su milanesa napolitana que ocupa todo el plato. Es un refugio, un pedazo de la identidad del barrio. Y seguro que también viste la otra escena: un día ese bodegón cierra y, a los pocos meses, en el mismo local, abre un restaurante de “cocina de autor” con paredes de ladrillo a la vista, luces de filamento y una carta escrita en tiza. Este relevo no es una simple anécdota; es el síntoma más visible de un proceso profundo y conflictivo: la gentrificación.
El término “gentrificación” suena académico, pero lo que describe es bien concreto. Es el proceso por el cual un barrio tradicional, generalmente obrero y con precios accesibles, empieza a ser “descubierto” por gente con mayor poder adquisitivo. Llegan nuevos residentes, artistas, profesionales, y con ellos, la inversión inmobiliaria. Como resultado, los alquileres y el costo de vida suben de una manera tan drástica que los vecinos y los comercios originales se ven forzados a irse.
En este proceso, la comida suele ser la punta de lanza. La socióloga Sharon Zukin (2010) ha estudiado cómo la cultura, y especialmente la gastronomía, funciona como un agente que “limpia” y “ennoblece” un barrio, haciéndolo atractivo para el capital. La apertura de una cervecería artesanal, un café de especialidad o un restaurante vegano son a menudo las primeras señales de que un barrio está “en transición”. Son los exploradores que preparan el terreno para la posterior invasión inmobiliaria.
Podemos, incluso, trazar un ciclo de vida casi predecible de la gentrificación gastronómica. La cosa suele empezar así:
Barrios de Buenos Aires como Palermo en su momento, y más recientemente Chacarita o Villa Crespo, son casos de estudio perfectos de este proceso. Eran barrios de talleres mecánicos, casas bajas y comercios de toda la vida. Hoy, son un desfile de locales de diseño, bares de vermut y restaurantes “a puertas cerradas”, donde la identidad original del barrio sobrevive apenas como una cáscara, como un decorado para el consumo turístico y de clase alta.

El contraste entre el bodegón y el restaurante “de concepto” es una radiografía de este cambio. El bodegón es un espacio de encuentro social, intergeneracional, con precios populares y porciones para compartir. Su valor es el uso. El restaurante de moda, en cambio, ofrece una “experiencia” curada, platos pequeños para la foto, precios elevados y una clientela homogénea. Su valor es el cambio, la novedad, el estatus.
Esta dinámica nos enfrenta a una cuestión de justicia urbana: el derecho a la ciudad. Cuando un barrio sufre este proceso, los vecinos que no fueron expulsados económicamente a menudo ya no pueden permitirse comer o tomar algo en su propio territorio. Los nuevos locales no están pensados para ellos. Se produce una expropiación simbólica y material del espacio público, donde la pregunta “¿quién puede comerse la ciudad?” deja de ser una metáfora.
Lo más perverso del asunto es cómo la cultura “foodie” a menudo acelera este proceso sin darse cuenta. En su búsqueda insaciable de lo “auténtico” y lo “escondido”, esta cultura pone el foco mediático sobre un barrio o un local, convirtiéndolo en objeto de deseo. La misma fuerza que celebra la autenticidad de un lugar es la que, al masificarlo, termina por destruirla, transformando una cultura viva en un producto de consumo más.
Los food trucks, las ferias gastronómicas y los pop-ups juegan un rol ambiguo en este escenario. Por un lado, pueden ser una oportunidad para que pequeños emprendedores testeen una idea con baja inversión. Pero, por otro, a menudo funcionan como avanzada del capital. Sirven para “activar” zonas de la ciudad que estaban “dormidas”, mostrando su potencial comercial y atrayendo la atención de los grandes inversores que vienen detrás.
Cuando un bodegón o una pizzería de barrio cierra, la pérdida es mucho mayor que la de un simple local de comidas. Se pierde un archivo de la memoria colectiva, un espacio de sociabilidad donde se cruzaban el jubilado con el estudiante y la familia obrera. Se pierde un refugio, un lugar de pertenencia. El tejido social del barrio se desgarra un poco más con cada persiana que baja para siempre.
Por supuesto, existen focos de resistencia. Cooperativas de trabajadores que se organizan para recuperar fábricas o locales fundidos y los reabren con una lógica comunitaria. Centros culturales barriales que organizan ferias de platos a precios populares para garantizar el encuentro entre vecinos. Proyectos que luchan por proteger los edificios históricos y a sus inquilinos. Son batallas desiguales, pero demuestran que hay una conciencia del problema.
En definitiva, el sabor de un barrio es inseparable de su gente. La gentrificación gastronómica, bajo su apariencia cool y moderna, es un proceso de desplazamiento y exclusión. Nos demuestra que el acto político de cocinar y comer también se juega en el mapa de nuestras ciudades. Y nos obliga a preguntarnos si el “progreso” de un barrio debe significar, necesariamente, la expulsión de quienes le dieron su identidad original.
Lejos de las luces de los restaurantes de autor y de los debates sobre el punto de cocción de un bife, hay otra cocina que se enciende cada día en nuestras ciudades. Es una cocina a la intemperie, con el fuego prendido sobre el asfalto y una olla gigante como único utensilio. Alrededor de ella, se forma una fila de vecinos y vecinas con sus tuppers en la mano. La olla popular no es un evento gastronómico; es la gastronomía convertida en una herramienta de supervivencia y en el más potente de los manifiestos.
Definir una olla popular simplemente como un lugar donde se da comida gratis es no entender nada. Es, ante todo, un espacio de organización comunitaria y un acto de protesta visible y contundente. Nace de la urgencia, cuando el Estado no da respuestas y el hambre aprieta los estómagos del barrio. Es la materialización de la solidaridad vecinal y, al mismo tiempo, una interpelación directa al poder político. Montar una olla en una plaza es una forma de decir: “Acá estamos, no somos invisibles y tenemos hambre”.
Aunque parece un fenómeno de nuestro presente, la historia política de la olla popular en Argentina es larga. Tiene sus raíces en las huelgas obreras de principios del siglo XX, como forma de sostener a las familias durante los conflictos. Se multiplicaron durante la hiperinflación de fines de los 80. Pero fue la crisis de 2001 la que las instaló para siempre en el imaginario colectivo de nuestra historia reciente.
El estallido social de diciembre de 2001 fue el punto de inflexión. En medio de los saqueos, los cacerolazos y las asambleas barriales, las ollas populares se convirtieron en el corazón de la resistencia popular. Eran el lugar donde la clase media empobrecida se encontraba con los desocupados de los movimientos piqueteros (Auyero, 2007). La olla era el punto de encuentro, el espacio para compartir la angustia, pero también para empezar a organizar la bronca y la esperanza.
Es imposible hablar de las ollas populares sin aplicar una perspectiva de género, porque son, abrumadoramente, sostenidas por mujeres. Son ellas las que organizan las donaciones, las que pelan las papas, las que revuelven el guiso durante horas y las que ponen el cuerpo en la primera línea de la lucha contra el hambre. Este trabajo de cuidado, comunitario y no remunerado, es el motor invisible que permite que miles de familias puedan comer cada día. Son las generalas de una batalla cotidiana.
La olla popular, además, funciona como un dispositivo de negociación política. Su mera presencia en el espacio público es una forma de presión. Los movimientos sociales la utilizan como herramienta para visibilizar sus reclamos y para negociar con el Estado la entrega de alimentos o la implementación de programas sociales. No es un acto de caridad, sino una exigencia de derechos. La comida se convierte en el lenguaje a través del cual se tramita la política social desde abajo.
Lejos de ser un recuerdo del pasado, el fenómeno ha tenido resurrecciones masivas en crisis posteriores. Durante la parálisis económica de la pandemia de COVID-19 en 2020, las ollas y los comedores populares se multiplicaron exponencialmente para sostener a los sectores que se quedaban sin ingresos. Y en la actual crisis económica de 2025, su presencia sigue siendo un indicador dolorosamente preciso de la situación social. La olla popular es la fiebre que evidencia la infección del sistema.
La gastronomía que se practica en una olla popular es una “cocina de la escasez” y del ingenio. Se trata de estirar al máximo los recursos disponibles, que suelen ser donaciones de vecinos o entregas estatales de alimentos secos. El guiso de lentejas, el arroz con pollo o los fideos con tuco son los platos estrella. La creatividad de las cocineras para transformar esos pocos ingredientes en una comida sabrosa, nutritiva y, sobre todo, rendidora, es un acto de dignidad y de profundo saber culinario.
Podemos afirmar, entonces, que la olla popular es la gastronomía como reflejo de la crisis social en su forma más pura. La cantidad de ollas activas en una ciudad o en un país funciona como un termómetro social mucho más fiable que cualquier estadística oficial. Su aumento es el síntoma inequívoco de que el modelo económico está fallando y de que las redes de contención del Estado son insuficientes. Es el mapa del hambre en tiempo real.
La relación de las organizaciones que sostienen las ollas con el Estado es siempre compleja y tensa. Por un lado, necesitan los recursos que el Estado provee para poder cocinar. Por otro, deben cuidarse de no caer en las redes del clientelismo político, donde la entrega de alimentos se usa para controlar o desarticular la protesta social (Auyero, 2001). Es un equilibrio difícil, una negociación constante para no perder la autonomía.
Aunque a veces se usan como sinónimos, es útil distinguir la olla popular del comedor comunitario. El comedor suele ser un espacio más estable, institucionalizado, que funciona todos los días en un lugar fijo como una sociedad de fomento o una capilla. La olla popular, en cambio, puede ser más espontánea, itinerante y con un carácter de protesta más explícito, a menudo instalada en medio de un corte de calle o un acampe. Ambas son trincheras en la misma lucha.
En definitiva, la olla popular es la expresión más radical de la comida como manifiesto político y cultural. Es un manifiesto que se escribe con el humo de la leña y el vapor del guiso. Declara que el hambre es un crimen político y que el derecho a la alimentación es innegociable. Y sobre todo, manifiesta que frente al abandono y la crisis, la respuesta más poderosa sigue siendo la misma de siempre: la organización colectiva y la solidaridad del pueblo.
Acá hay una de las paradojas más grandes de la historia de la comida. Durante siglos, la tarea de cocinar, de alimentar, de nutrir, fue asignada culturalmente a las mujeres como una obligación doméstica, un trabajo invisible y no remunerado. Sin embargo, cuando la cocina sale de la casa y se convierte en “arte”, en profesión, en alta gastronomía, el escenario se llena de figuras masculinas. El “Gran Chef”, el genio creativo, el líder de la vanguardia, casi siempre fue un varón.
Este arquetipo del “chef-rockstar”, popularizado por los medios y los reality shows, es una figura que merece ser deconstruida. A menudo se lo presenta como un artista temperamental, un líder autoritario cuya palabra es ley y cuya cocina funciona con una disciplina casi militar. Es el genio solitario al que se le perdona todo —los gritos, la explotación, la arrogancia— en nombre de su supuesta brillantez creativa. Este personaje no nació de un repollo; es la culminación de una larga tradición.
Esa tradición tiene un origen muy concreto: el sistema de brigadas de cocina implementado por el chef francés Auguste Escoffier a fines del siglo XIX. Escoffier organizó la cocina profesional basándose explícitamente en una jerarquía militar, con un chef como general y una cadena de mando rígida e incuestionable (Fine, 1996). Este sistema, si bien fue eficiente, creó una cultura de trabajo verticalista, masculina y a menudo violenta, cuyas secuelas perduran hasta hoy.
La división es un claro reflejo de la separación entre la esfera pública y la privada que ha analizado el feminismo durante décadas. En lo privado, la cocina es el espacio del cuidado, feminizado y devaluado. En lo público, se convierte en un campo de prestigio, técnica y poder, históricamente codificado como masculino. La misma acción —cocinar— tiene un valor social y económico completamente diferente dependiendo de si la realiza una mujer en su casa o un hombre con una filipina blanca y un programa de televisión.
La consecuencia directa de esta cultura ha sido un ambiente de trabajo tóxico en muchas cocinas de elite. Libros como Kitchen Confidential del fallecido chef Anthony Bourdain (2000) documentaron, a veces con una mirada celebratoria, esta realidad de jornadas interminables, abuso de sustancias, y un machismo y una violencia verbal constantes. Durante mucho tiempo, se asumió que para ser un “gran cocinero” había que soportar y reproducir este sistema de maltrato.

Es en este contexto que feminismo y deconstrucción en la cocina profesional se vuelven conceptos revolucionarios. Y no se trata solamente de pedir que haya “más mujeres chefs”, aunque eso sea importante. Se trata de un cuestionamiento mucho más profundo: es la propuesta de demoler por completo ese modelo de liderazgo autoritario y esa cultura de trabajo basada en el sacrificio y el abuso.
Frente al chef-rockstar, está surgiendo un nuevo paradigma de liderazgo en la cocina, a menudo impulsado por cocineras y cocineros que se identifican con el feminismo. Este nuevo modelo se basa en principios radicalmente diferentes:
En Argentina, tenemos ejemplos de cocineras como Narda Lepes, quien ha sido una voz pública muy potente en este sentido. Lepes, a través de sus programas y su discurso, ha abogado constantemente por profesionalizar el sector desde un lugar de mayor equidad, sostenibilidad y respeto por toda la cadena de trabajo (Lepes, 2020). Su influencia ha sido clave para instalar estos debates en el gran público.
Una perspectiva feminista también exige ampliar la mirada y valorar todo el trabajo que el foco en el “chef estrella” deja en la sombra. Esto incluye el trabajo de los lavacopas, del personal de limpieza, de los pequeños productores que abastecen al restaurante. Son roles fundamentales para que el plato llegue a la mesa, a menudo desempeñados por mujeres y por personas migrantes en condiciones de gran precariedad.
Podríamos decir que estamos asistiendo a una “feminización” de los valores de la gastronomía. El foco se está desplazando lentamente desde la genialidad individual y la competencia feroz hacia valores como la comunidad, la colaboración, el cuidado del producto y el bienestar del equipo. Es un cambio de paradigma que prioriza la sostenibilidad de las personas por sobre el ego del chef.
Claro está que esta deconstrucción enfrenta resistencias. El viejo modelo del genio torturado vende mucho en los medios y está muy arraigado en el imaginario colectivo. Además, la precariedad económica del sector gastronómico hace que sea muy difícil para muchos locales implementar condiciones de trabajo más justas y humanas. El cambio es un proceso lento y lleno de obstáculos.
Aun así, la rebelión en las cocinas es uno de los manifiestos más potentes de nuestro tiempo. Es una lucha que nos demuestra que es posible crear espacios de trabajo creativos y excelentes sin reproducir la violencia y la opresión. Es un recordatorio de que la forma en que producimos nuestra comida es tan importante como el resultado final. Es la búsqueda de una gastronomía que no solo sea deliciosa, sino también, y sobre todo, justa.
Hay pocos rituales con la potencia simbólica de un asado en Argentina. Es mucho más que una simple comida; es la liturgia del encuentro, el altar donde se celebra la amistad y la familia. El sonido de la leña al crepitar, el olor a carne y humo que invade el aire, la sobremesa que se estira hasta el atardecer; todo forma parte de un acto que nos define. Pero como en toda ceremonia sagrada, detrás de lo visible se esconden reglas, jerarquías y significados que merecen ser desmenuzados.
En su función más explícita y celebrada, el asado es un poderoso dispositivo de cohesión social. Es el gran aglutinador, el espacio donde se dirimen las diferencias y se refuerzan los lazos afectivos. Desde el cumpleaños familiar hasta la juntada con los pibes para ver un partido, el asado funciona como el escenario por defecto de la vida social argentina. Su capacidad para generar un sentimiento de pertenencia y comunidad es innegable y es la base de su arraigo.
Sus raíces históricas están ancladas en el corazón del mito fundacional de la nación: la pampa, la vaca y el gaucho. La abundancia de ganado en las llanuras y la cultura del gaucho como hombre libre que se alimentaba de lo que la tierra le daba, cimentaron a la carne asada como el plato nacional (Slatta, 1992). El asado es, en este sentido, una herencia directa de ese pasado rural, una forma de recrear simbólicamente la épica gauchesca en nuestros patios y terrazas urbanas.
Sin embargo, esta herencia trae consigo un claro mandato de masculinidad. La figura del “asador” está construida sobre un arquetipo de virilidad tradicional. Es el hombre proveedor, el que domina el fuego —uno de los elementos más primarios—, el que posee un saber técnico sobre los cortes de carne y los puntos de cocción. Pararse frente a la parrilla es una performance de masculinidad hegemónica, un rol socialmente asignado y rara vez cuestionado.
Y mientras el hombre ocupa ese lugar protagónico y celebrado, se despliega a su alrededor una división de tareas marcadamente generizada. Son las mujeres, tradicionalmente, las encargadas del trabajo “invisible” pero esencial: preparar las ensaladas y las achuras, poner la mesa, atender a los chicos y, fundamentalmente, levantar todo y lavar los platos cuando el festín termina. El ritual del encuentro se sostiene, a menudo, sobre una base de trabajo de cuidado no reconocido y feminizado.

Aquí es donde el significado cultural del asado en la sociedad argentina se revela en toda su complejidad. Es, al mismo tiempo, un espacio que nos une como colectivo nacional y nos divide internamente según roles de género preestablecidos. Funciona como un espejo de la sociedad: celebra la amistad y la familia, pero lo hace reproduciendo una estructura patriarcal. Es un ritual de comunión que se asienta sobre una desigualdad silenciosa.
El asado es también, indiscutiblemente, un espacio político. Es el escenario de las discusiones familiares sobre la actualidad, pero también el lugar donde se tejen acuerdos políticos y de negocios. La frase “esto lo arreglamos con un asado” forma parte del léxico político argentino. El asado es una institución tan central que su comensalidad es utilizada como metáfora y como herramienta del poder.
Su dimensión económica es igualmente crucial. El precio de la carne es uno de los termómetros más sensibles de la economía argentina y un tema de debate nacional permanente. La posibilidad o imposibilidad de “hacer un asado” para una familia trabajadora es un indicador directo del estado del bolsillo y del humor social. El acceso a este ritual está, por lo tanto, atravesado por la desigualdad de clase.
Pero este espacio hegemónico está, desde hace un tiempo, en disputa. Las nuevas generaciones y los nuevos paradigmas culturales están empezando a hackear el ritual. Surgen nuevas masculinidades que se involucran en todas las tareas, que comparten la parrilla o que directamente prefieren no ocuparla. Aparecen cada vez más mujeres que reclaman ese espacio y se convierten en “asadoras”, desafiando el mandato tradicional.
La interrupción más radical, sin embargo, es la del veganismo o el vegetarianismo. La presencia de alguien que no come carne en un asado a menudo se vive no como una simple elección dietaria, sino como una afrenta, como un acto de traición a la identidad nacional. La reacción defensiva que esto genera evidencia hasta qué punto la comida e identidad cultural en Argentina están fusionadas en el acto de comer carne. El vegano en el asado es un espejo incómodo que cuestiona la ceremonia misma.
Quizás la clave esté en entender que el asado no es una esencia inmutable, sino una construcción cultural que, como tal, puede ser transformada. Es posible imaginar y practicar asados más inclusivos y equitativos. Asados donde las tareas se compartan, donde la parrilla sea un espacio rotativo y donde la presencia de verduras y opciones sin carne no sea vista como una amenaza, sino como un enriquecimiento del encuentro.
En definitiva, la parrilla es uno de los textos más densos para leer a la sociedad argentina. Habla de nuestra historia, de nuestra relación con el campo, de nuestras formas de sociabilidad, pero también de nuestro machismo estructural y nuestras desigualdades. Aprender a “leer” el asado con una mirada crítica es una forma de entendernos mejor. Es la invitación a pensar qué partes de este ritual queremos conservar y cuáles necesitamos, con urgencia, empezar a dejar que se hagan cenizas.
Empezamos este viaje con una pregunta aparentemente simple sobre lo que había en nuestro plato. Doce secciones después, ese plato ya no puede volver a ser el mismo. Ahora sabemos que no es un objeto inocente, sino un texto denso, un punto de llegada de complejas tramas políticas, económicas, culturales e históricas. La autopsia ha revelado que cada bocado está cargado de historias, de conflictos y de significados.
Hemos confirmado nuestra tesis inicial en cada paso del camino: el acto político de cocinar y comer no es una opción, es una condición ineludible de nuestra existencia. Desde la lucha por una semilla nativa en un campo de la puna, hasta la decisión de qué corte de carne poner sobre la parrilla un domingo. Cada gesto, por más doméstico que parezca, tiene una resonancia pública y política. La cocina es una de las arenas donde se disputa el sentido de nuestra sociedad.
Vimos que, en esa arena, se libran batallas silenciosas pero fundamentales. Descubrimos la cocina como trinchera, donde los saberes ancestrales resisten el olvido y la homogeneización. Analizamos los movimientos por la soberanía alimentaria y la filosofía del slow food, que proponen modelos alternativos a un sistema agroindustrial que nos enferma y destruye el planeta. Son manifiestos que se cocinan a fuego lento, con la paciencia de la tierra.
Pero también hemos puesto el dedo en la llaga de las injusticias. Expusimos la lógica extractivista de la apropiación cultural en la alta cocina y cómo la gentrificación expulsa a los vecinos de sus propios barrios a través del “sabor”. Deconstruimos las jerarquías patriarcales que persisten en las cocinas profesionales y analizamos las complejidades éticas de movimientos como el veganismo. La comida, como la vida, está llena de tensiones y contradicciones.
Confirmamos que la gastronomía es un termómetro social de una precisión asombrosa. La gastronomía como reflejo de la crisis social se hace carne en la olla popular, que mide la fiebre del hambre y la exclusión. El asado, nuestro ritual sagrado, nos devuelve una imagen de nuestras formas de encuentro, pero también de nuestros mandatos de masculinidad. Lo que comemos, y sobre todo lo que no podemos comer, habla por sí solo.
Si tuviéramos que buscar un hilo conductor que atraviese todos estos manifiestos, ese hilo sería la cuestión del poder. ¿Quién tiene el poder de decidir qué se produce y cómo? ¿Quién tiene el poder de definir qué es “buena” comida? ¿Quién tiene el poder de contar la historia de un plato? ¿Y cómo se organizan quienes no tienen poder para construirlo desde abajo, desde la comunidad?
El objetivo de este largo periodismo cultural sobre comida y sociedad no es abrumar ni generar una parálisis culinaria. No se trata de que sintamos culpa por cada cosa que comemos. Todo lo contrario: el propósito de desarmar el sistema es entender que, justamente por ser un sistema, tiene múltiples puntos de fisura. Y es en esas fisuras donde nuestra acción, individual y colectiva, puede encontrar un lugar.
Es cierto que el discurso del “votar con el tenedor” tiene sus límites. La capacidad de elegir qué comer es, en gran medida, un privilegio de clase. No podemos cargar toda la responsabilidad sobre los hombros del consumidor individual, ignorando las condiciones estructurales que limitan esas elecciones. La lucha por una mejor alimentación no puede ser una cuestión de consumo de nicho.
La potencia transformadora más grande reside, entonces, no tanto en nuestro rol de consumidores, sino en nuestro rol de ciudadanos y ciudadanas. Significa apoyar las políticas que protegen a los pequeños productores, exigir leyes que regulen el uso de agrotóticos y que garanticen el acceso a la tierra. Significa organizarnos como vecinos para crear mercados de cercanía o apoyar a las cooperativas que sostienen las ollas populares.
Este artículo es, en definitiva, una invitación a la curiosidad. Es un llamado a convertirnos en investigadores de nuestra propia alacena y de nuestro propio barrio. A preguntarle al verdulero de dónde vienen sus tomates. A investigar la historia de esa receta familiar que tanto nos gusta. A leer las etiquetas no solo para contar calorías, sino para entender quién produjo lo que estamos a punto de comer.
Y en medio de todo este análisis, no debemos olvidar el placer. Una aproximación política y consciente a la comida no tiene por qué ser solemne o aburrida. De hecho, puede profundizar nuestro disfrute. Un plato preparado con ingredientes cuya historia conocemos, cocinado con respeto por la tradición y compartido en una mesa justa, tiene un sabor que va más allá del paladar. Es el sabor de la coherencia.
Así que la mesa está servida. Sobre ella, no solo hay comida, sino un abanico de decisiones y posibilidades. Cada plato que elegimos, cada cocina que apoyamos, cada conversación que tenemos sobre estos temas, se suma a un gran manifiesto colectivo. Es nuestra forma de declarar, día a día y bocado a bocado, en qué tipo de mundo queremos vivir. Buen provecho.






