
Mientras la inteligencia artificial promete eficiencia y progreso, miles de personas en América Latina sostienen su funcionamiento desde la precariedad. Entre clics invisibles, desigualdad y extractivismo digital, emerge una nueva frontera del trabajo.

En una casa modesta de Córdoba, Argentina, Lucía conecta su computadora a las ocho de la mañana. El silencio se mezcla con el zumbido del ventilador y la luz azul del monitor. Su tarea consiste en etiquetar imágenes para un sistema de visión artificial que, algún día, ayudará a los autos autónomos a “ver” el mundo. Cada clic vale unos centavos. Cada error puede costarle el acceso a la plataforma. No tiene contrato, no conoce a su empleador y no figura en ningún registro oficial. Su trabajo sostiene el futuro digital, pero su nombre no aparece en ninguna base de datos.
Desde 2023, la demanda de etiquetadores de datos, conocidos como data workers, creció exponencialmente en América Latina. Plataformas globales como Appen, Remotasks o Toloka subcontratan personas para entrenar modelos de inteligencia artificial, desde Buenos Aires hasta Caracas. En un estudio reciente publicado en arXiv (2025), se estima que más del 70% de quienes realizan estas tareas lo hacen sin contrato formal ni cobertura social, cobrando menos de 2 dólares por hora. Sin embargo, su labor es indispensable: sin su intervención, los algoritmos no aprenden.
La escena de Lucía no es aislada. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT, 2024), América Latina se ha convertido en uno de los principales polos de mano de obra digital barata del mundo. Brasil, Argentina y Venezuela concentran miles de trabajadores de datos que alimentan sistemas de inteligencia artificial desarrollados por corporaciones del norte global. Lo que se presenta como automatización depende, paradójicamente, de una enorme cantidad de trabajo humano mal pagado y sin derechos.
Detrás de cada chatbot que conversa, de cada sistema que “reconoce” rostros o traduce textos, hay una red de personas que limpian, categorizan y corrigen los datos. Su trabajo, invisibilizado por el marketing tecnológico, sostiene la economía algorítmica. Esta contradicción revela la cara oculta de la llamada “revolución de la IA”: un nuevo extractivismo digital donde el recurso no es solo la información, sino también la energía, el tiempo y la dignidad de quienes la procesan.
Aunque celebramos la inteligencia artificial como símbolo de progreso, su infraestructura depende de un trabajo precarizado, mayoritariamente realizado por mujeres y jóvenes del sur global. Explorar esta cultura del dato implica exponer sus desigualdades, analizar sus implicancias éticas y abrir un debate urgente sobre justicia digital.
Hoy, América Latina se encuentra en el centro de esa paradoja. Las mismas regiones que históricamente fueron explotadas por su riqueza material ahora son utilizadas por su fuerza de trabajo digital. La minería ya no ocurre en los cerros, sino en las pantallas. Y las nuevas minas son los flujos de datos.
Como escribió la filósofa Kate Crawford en Atlas of AI (Yale University Press, 2021), “cada sistema inteligente es también un sistema social, político y ecológico”. En el sur global, esa afirmación cobra un sentido literal. Los clics de Lucía y de miles como ella sostienen una economía que promete automatización, pero se alimenta del trabajo humano más precario.
Frente a esa contradicción, surgen preguntas necesarias: ¿cómo visibilizar este trabajo invisible? ¿Qué significa hablar de ética de la IA sin hablar de justicia laboral? ¿Podemos imaginar una inteligencia artificial que no reproduzca las desigualdades que dice resolver?
En los últimos cinco años, la llamada gig economy se expandió en América Latina más allá del delivery y los viajes compartidos. Hoy, una parte creciente de esa economía de plataformas se dedica al etiquetado, validación y clasificación de datos para la inteligencia artificial. En 2024, Rest of World estimó que más de 1,3 millones de personas en la región realizan tareas de microtrabajo digital, muchas desde sus casas o cibercafés. La promesa de autonomía y flexibilidad se diluye frente a la realidad de pagos irregulares y tareas extenuantes. Lo que antes era empleo formal se fragmentó en miles de clics invisibles.
El auge de este modelo se sostiene sobre una ficción de neutralidad tecnológica. Las empresas que contratan etiquetadores argumentan que solo ofrecen “oportunidades globales”, mientras externalizan todos los costos laborales. En plataformas como Remotasks o Appen, la relación laboral desaparece detrás de una interfaz: no hay jefes visibles, ni sindicatos, ni derechos adquiridos. Cada tarea es un fragmento de un proceso mayor, y el trabajador no puede ver el resultado final de su esfuerzo. La IA, presentada como automatización total, depende así de una multitud de trabajos parciales y deslocalizados.
Un informe de la Organización Internacional del Trabajo (OIT, 2024) advierte que esta forma de empleo digital reproduce las desigualdades del mundo offline. Las mujeres y las personas jóvenes representan el 62% de quienes etiquetan datos en la región, con ingresos que rara vez superan el salario mínimo nacional. En Venezuela, muchas lo hacen para sobrevivir a la hiperinflación; en Brasil, como ingreso complementario ante la informalidad creciente. La brecha tecnológica se convierte también en brecha de clase y de género. Detrás del progreso algorítmico, hay cuerpos cansados frente a pantallas.
“Trabajo ocho horas diarias etiquetando objetos en fotos. A veces paso media hora esperando una nueva tarea. Si no hago clic rápido, otro la toma”, cuenta Camila, trabajadora de plataforma en Recife, Brasil, entrevistada por Rest of World (2024). Su testimonio sintetiza la lógica del microtrabajo: velocidad, vigilancia y fragmentación. Cada clic es medido por un algoritmo que decide quién sigue trabajando y quién queda fuera. El control ya no viene de un supervisor humano, sino de una métrica automática que evalúa desempeño, tiempo y precisión.
Esta economía de clics convierte la precariedad en un modelo de negocio. La promesa de inclusión digital esconde un sistema de subcontratación global que aprovecha la desigualdad cambiaria y la falta de regulación laboral. En Argentina, por ejemplo, un trabajador digital gana en dólares, pero sin acceso a beneficios ni estabilidad. “Nos dicen que somos parte del futuro, pero vivimos al día”, señala Lucas, etiquetador freelance de Buenos Aires, citado en Wired Latinoamérica (2025). Entre la ilusión de modernidad y la realidad de la explotación, el trabajo del dato se convierte en metáfora del capitalismo contemporáneo.
El investigador mexicano Iván Mejía (UNAM, 2024) denomina a este fenómeno “extractivismo cognitivo”: la extracción de tiempo y conocimiento humano para alimentar algoritmos que luego generan riqueza en otras geografías. Las corporaciones del norte global, sostiene Mejía, no solo recolectan datos, sino también inteligencia humana barata. América Latina, históricamente proveedora de materias primas, se convierte ahora en fuente de “materia gris barata”. La dependencia tecnológica adquiere un rostro nuevo, pero la lógica colonial permanece intacta.
La narrativa del progreso digital, repetida en campañas de innovación y discursos gubernamentales, omite deliberadamente esta dimensión. Las plataformas se presentan como oportunidades de desarrollo, sin reconocer que funcionan gracias a la desregulación y la asimetría global. Según MIT Technology Review (2024), los países que más contribuyen al entrenamiento de IA son los que menos beneficios reciben de su implementación. La IA no solo reproduce sesgos: amplifica las estructuras de poder que la alimentan.
Visibilizar esta economía invisible implica cuestionar el relato triunfalista del futuro tecnológico. No se trata de rechazar la inteligencia artificial, sino de comprender de qué está hecha: de trabajo humano, de desigualdad estructural y de una red de dependencias que conecta los clics de una joven en Córdoba con las decisiones de una empresa en Silicon Valley. En esa trama global, América Latina ocupa un rol central pero silencioso. Comprenderlo es el primer paso para disputar el sentido de esta nueva cultura del dato.
El trabajo del dato en América Latina tiene rostro femenino. Según el Global Digital Labour Report de la OIT (2024), casi el 60 % de quienes realizan tareas de etiquetado y validación de información en la región son mujeres jóvenes, muchas de ellas madres o estudiantes. La flexibilidad horaria, presentada como ventaja, se convierte en trampa cuando implica trabajar de madrugada o entre cuidados domésticos. En la pantalla, la promesa de independencia se diluye en la rutina extenuante de miles de microtareas repetitivas. La automatización que promete liberar tiempo lo absorbe todo.
“Trabajo desde casa porque no tengo con quién dejar a mi hija”, dice Mariana, 29 años, de Rosario, entrevistada por Rest of World (2024). “A veces hago tareas hasta las tres de la mañana. Si me atraso, me bajan de nivel y me pagan menos.” Su relato se repite en foros y grupos de Telegram donde las trabajadoras comparten estrategias para resistir el algoritmo. Las plataformas fomentan la competencia constante: quien produce más, gana más visibilidad. Pero la sobreproducción tiene un costo emocional y físico alto, especialmente para quienes combinan el microtrabajo con tareas de cuidado.
Las desigualdades de género en el mundo analógico se reproducen y amplifican en el digital. Las mujeres ganan menos que los hombres por tareas equivalentes, reciben menos capacitaciones técnicas y enfrentan más penalizaciones por “errores” de etiquetado. Un estudio del Instituto de Internet de la Universidad de Oxford (2024) muestra que las tareas de verificación de contenido, mayoritariamente realizadas por mujeres, son las peor pagadas del ecosistema. En la jerarquía invisible del dato, las mujeres sostienen la base mientras los varones dominan los niveles técnicos y de supervisión.

La precariedad digital también tiene un componente generacional. Las plataformas reclutan especialmente a jóvenes de entre 18 y 30 años con la promesa de experiencia tecnológica y “ingresos globales”. En la práctica, la mayoría termina atrapada en un ciclo de tareas mal remuneradas, sin posibilidad de ascenso ni capacitación formal. “Es un empleo puente que nunca llega a destino”, afirma la socióloga argentina Laura Benítez, autora de Juventud y algoritmos (CLACSO, 2025). Esta generación de trabajadores digitales combina el cansancio del trabajo industrial con la incertidumbre del trabajo freelance.
La brecha digital también es una brecha territorial. En provincias del norte argentino, comunidades enteras dependen del ingreso de las plataformas. En Tucumán, por ejemplo, los data workers organizan cooperativas informales para acceder a mejores conexiones y repartirse las tareas de moderación. “Nos turnamos la computadora”, relata Jesica, 22 años, miembro de una de estas redes solidarias. La economía de datos se sostiene sobre la inventiva colectiva de quienes resisten la precariedad con formas comunitarias de organización.
La invisibilidad no solo es económica, sino simbólica. En los discursos oficiales sobre inteligencia artificial, estas trabajadoras no existen. Las conferencias celebran la “magia del aprendizaje automático” sin mencionar que cada imagen o texto fue curado por una persona anónima. Esa omisión refuerza una división histórica entre el conocimiento reconocido y el trabajo desvalorizado. Como señala la filósofa chilena Alejandra Castillo (Universidad de Chile, 2024), “la IA reproduce la vieja frontera entre quienes piensan y quienes hacen, entre el saber y la ejecución”.
Sin embargo, el silencio comienza a romperse. En Brasil y Colombia, colectivos feministas digitales impulsan campañas por la transparencia algorítmica y el reconocimiento laboral. Iniciativas como Datos Justos (São Paulo, 2025) promueven la sindicalización virtual y la creación de registros públicos de plataformas. Estas organizaciones no solo denuncian la precariedad, sino que proponen modelos alternativos de trabajo cooperativo y ético. El feminismo digital latinoamericano está inventando sus propias herramientas de resistencia.
Revisar la historia de estas mujeres es también revisar el futuro de la IA. Ellas encarnan una pregunta fundamental: ¿quién programa a quién? En su doble jornada, doméstica y digital, condensan las tensiones entre automatización y cuidado, entre economía global y vida local. Darles voz no es un gesto de empatía, sino un acto político de reparación simbólica. Nombrarlas es hackear el algoritmo de la invisibilidad.
El debate sobre ética en inteligencia artificial suele girar en torno a los sesgos de los algoritmos o al uso indebido de los datos personales. Pero en América Latina, la pregunta va más allá: ¿qué significa hablar de ética en un sistema que se alimenta de trabajo precarizado? La moral del código no puede separarse de las condiciones materiales que lo sostienen. La justicia algorítmica, entonces, empieza mucho antes del diseño: comienza en los cuerpos que etiquetan y verifican los datos que hacen posible la inteligencia artificial.
El investigador argentino Andrés Castaño (UBA, 2025) sostiene que “la ética algorítmica no puede reducirse a la transparencia del código; debe incluir la transparencia de la cadena laboral”. Su propuesta amplía el concepto de responsabilidad tecnológica hacia la dimensión humana y social. Las decisiones sobre cómo se recolectan, procesan y validan los datos determinan quiénes quedan incluidos o excluidos del futuro digital. Sin una perspectiva de justicia, la ética de la IA corre el riesgo de ser solo un discurso decorativo.
Organizaciones internacionales como la UNESCO y la OIT comenzaron a reconocer esta problemática. En 2024, la UNESCO Recommendation on the Ethics of Artificial Intelligence incorporó por primera vez el principio de “equidad laboral en entornos digitales”. El documento insta a los Estados a garantizar condiciones dignas para quienes entrenan y mantienen los sistemas automatizados. Sin embargo, su aplicación es desigual: en América Latina, la mayoría de los países aún no cuentan con políticas específicas de protección para trabajadores de plataformas cognitivas. La brecha entre norma y práctica sigue siendo abismal.
En Argentina, el debate sobre regulación avanza lentamente. El Ministerio de Ciencia y Tecnología presentó en 2025 un borrador de la Estrategia Nacional de IA, que menciona la “inclusión laboral” como objetivo estratégico. Pero el documento omite el tema del trabajo invisible del dato. “Hay un fetichismo del algoritmo”, explica la abogada laboralista Sofía Bianchi, especialista en derecho digital. “Nos preocupa la ética del código, pero no la ética del contrato.” Su crítica resume el vacío normativo: los derechos digitales avanzan, los derechos laborales retroceden.

El concepto de “justicia de datos” (data justice), desarrollado por Linnet Taylor y colegas de la Universidad de Tilburg (2023), ofrece un marco útil para este debate. Propone analizar la IA no solo desde la eficiencia o la privacidad, sino desde la redistribución de poder y recursos. En América Latina, esto implica preguntarse quién controla los datos, quién se beneficia de su uso y quién asume los costos de su producción. La ética algorítmica, desde esta mirada, se convierte en una cuestión de justicia social.
En los últimos años, surgieron redes regionales que buscan democratizar la tecnología desde el sur global. Iniciativas como LatAm in Data o AlSur impulsan investigaciones y campañas sobre soberanía digital, derechos humanos y equidad algorítmica. Estas plataformas colaborativas visibilizan la interdependencia entre tecnología, política y trabajo. Como señala la ecuatoriana María José Calderón, integrante de AlSur (2025), “la ética de la IA no puede importarse; debe escribirse desde nuestras realidades”. Su frase sintetiza la urgencia de construir marcos locales frente a un sistema global concentrado.
El reconocimiento ético no es solo cuestión de regulación, sino de narrativa. La cultura tecnológica dominante glorifica la automatización, pero invisibiliza la fragilidad humana que la hace posible. Reescribir esa narrativa implica cambiar los valores que guían la innovación: del crecimiento a la equidad, de la velocidad al cuidado. Los principios éticos deben dejar de ser anexos técnicos y convertirse en compromisos políticos. Solo así la IA podrá ser verdaderamente inteligente.
Pensar en justicia de datos es pensar en democracia digital. Significa reconocer que los clics de Lucía o Mariana son tan importantes para el ecosistema tecnológico como el código de un ingeniero en California. La ética algorítmica, desde el sur global, no busca adornar el progreso: busca humanizarlo. En un continente históricamente relegado, exigir justicia de datos es exigir justicia histórica.
Desde hace más de una década, los discursos tecnológicos anuncian el “fin del trabajo” como si fuera una utopía inminente. La inteligencia artificial, se dice, liberará a la humanidad de las tareas repetitivas y abrirá una nueva era de creatividad y tiempo libre. Pero en América Latina, esa promesa se estrella contra la realidad del subempleo, la informalidad y la desigualdad estructural. La automatización no eliminó el trabajo: lo desplazó, lo fragmentó y lo volvió invisible. El progreso, una vez más, se convirtió en privilegio.
El mito del fin del trabajo se sostiene en una mirada eurocéntrica que ignora las condiciones del sur global. Mientras en Silicon Valley se discuten los dilemas del ocio post-laboral, millones de personas en la región trabajan jornadas extendidas para sostener la infraestructura que hace posible esa fantasía. Los algoritmos que prometen eficiencia se entrenan con datos producidos por personas que apenas sobreviven con sus clics. La automatización, lejos de ser neutral, redistribuye las desigualdades existentes y las legitima bajo una nueva estética tecnológica.

El economista colombiano Santiago Giraldo (Universidad Javeriana, 2024) describe este fenómeno como “el espejismo del progreso”. Según su investigación, cada ola de innovación tecnológica ha prometido liberar al ser humano del trabajo, pero ha terminado generando nuevas dependencias. En el caso de la inteligencia artificial, la dependencia se disfraza de sofisticación. La narrativa del futuro automatizado no elimina la explotación: la traslada a zonas periféricas y la oculta tras interfaces limpias y logos minimalistas.
En Argentina, la expansión de la IA generó una paradoja visible. Mientras algunas empresas incorporan sistemas de automatización, otras subcontratan trabajadores digitales en condiciones precarias para alimentar esos mismos sistemas. En 2025, un estudio del Observatorio del Trabajo Digital (CONICET) reveló que el 78 % de las empresas tecnológicas locales terceriza parte del entrenamiento de datos a través de plataformas globales. En nombre del progreso, se externaliza el costo humano de la innovación. El trabajo invisible es el verdadero motor del “futuro”.
El mito del fin del trabajo también funciona como dispositivo ideológico. Al prometer un mundo sin esfuerzo, oculta las relaciones de poder que definen quién trabaja y quién se beneficia del trabajo ajeno. “No estamos ante el fin del trabajo, sino ante el fin de los derechos laborales”, advierte la socióloga chilena María Pizarro (Universidad de Santiago, 2025). La inteligencia artificial no sustituye personas: sustituye obligaciones empresariales, responsabilidades políticas y compromisos éticos. El resultado es una precariedad legitimada por el discurso del avance.
La historia latinoamericana conoce bien este patrón. Cada revolución tecnológica, desde la industrialización hasta la digitalización, llegó acompañada de promesas de modernización que raramente incluyeron justicia social. Hoy, la IA se presenta como la nueva frontera de la productividad, pero sus beneficios se concentran en los mismos centros económicos de siempre. En cambio, los países del sur aportan la mano de obra barata, los datos y la infraestructura humana que sostiene la ilusión. La geografía del progreso sigue teniendo dirección norte.
A pesar de ello, emergen voces críticas que buscan desmontar el mito desde dentro. El colectivo Futuro Común, integrado por tecnólogas y artistas de México, Chile y Argentina, propone repensar la IA desde la economía del cuidado y la sostenibilidad. Su manifiesto “Automatizar sin deshumanizar” (2024) plantea que la verdadera innovación no está en eliminar el trabajo, sino en redistribuirlo con justicia. La automatización ética no puede medirse por la eficiencia del algoritmo, sino por la dignidad de quienes lo hacen posible.
La promesa del progreso tecnológico solo será real si se acompaña de progreso social. El desafío no es resistirse a la automatización, sino disputarle su sentido. América Latina no necesita más discursos de salvación tecnológica, sino políticas que reconozcan el valor del trabajo digital y lo protejan. La inteligencia artificial, lejos de anunciar el fin del trabajo, nos obliga a imaginarlo de nuevo: más humano, más justo y menos obediente al espejismo del mercado.
La historia del trabajo siempre fue también la historia de sus resistencias. En el mundo del dato, esas resistencias nacen en silencio, entre foros de Discord, grupos de WhatsApp y canales de Telegram donde las personas trabajadoras se reconocen y se organizan. Las comunidades digitales de etiquetadores y moderadoras de contenido se transforman en espacios de contención, pero también de politización. En la fragmentación del microtrabajo surge una conciencia colectiva: la de que la soledad frente a la pantalla también puede convertirse en red.
En São Paulo, el colectivo Turkers Brasil agrupa a más de 1.500 personas que trabajan en plataformas como Mechanical Turk y Appen. Fundado en 2023, el grupo ofrece asesoramiento legal, traduce contratos y promueve campañas por salarios mínimos globales para tareas digitales. Su lema —“sem dados, sem IA” (“sin datos, no hay IA”)— se volvió consigna regional. Según su coordinadora, Juliana Freitas, “nuestro objetivo no es romantizar la precariedad, sino revelar su poder político: si nos desconectamos, el algoritmo se apaga”. La desconexión, en este contexto, es huelga.
En Argentina, cooperativas de trabajo digital comienzan a ocupar el espacio que el Estado aún no regula. La Cooperativa Código Común, nacida en Mendoza en 2024, reúne a jóvenes programadores y etiquetadores que ofrecen servicios de anotación de datos éticos para universidades y ONG. En lugar de competir, se reparten tareas y beneficios equitativamente. “Queremos demostrar que la tecnología puede ser solidaria”, dice Lucía Torres, integrante del proyecto. En su modelo, la economía del dato se reescribe desde el cuidado y la transparencia.
Los feminismos digitales también son protagonistas de esta ola de organización. En Chile, el colectivo TecnoBrujas desarrolla herramientas de autodefensa digital para trabajadoras precarizadas de plataformas. En México, Luchadoras MX impulsa campañas para exigir protección laboral y emocional frente a la exposición constante a contenidos violentos. “Nosotras moderamos el odio del mundo”, afirma Elisa, exmoderadora de TikTok, en entrevista con Global Voices (2025). La frase resume la dimensión emocional de esta nueva clase trabajadora: guardianas invisibles de un internet que no las reconoce.

Estas resistencias se articulan con movimientos internacionales que buscan una gobernanza más justa de la IA. En 2025, representantes de colectivos latinoamericanos participaron por primera vez en la AI Workers’ Assembly de Berlín, una cumbre global organizada por Data & Society y Fairwork Project. Allí se discutió la creación de un “sindicato global del dato” con principios de transparencia salarial, derecho a desconexión y representación regional. Por primera vez, las voces del sur fueron escuchadas no como víctimas, sino como protagonistas.
El arte también se convirtió en una forma de resistencia. En Bogotá, el proyecto Invisible Hands (2024) de la artista visual Natalia Caicedo utiliza instalaciones interactivas que proyectan en tiempo real los clics de trabajadoras digitales de toda América Latina. Cada punto luminoso representa una acción invisible que sostiene un sistema global. “Mi obra busca devolver el cuerpo al algoritmo”, dice Caicedo. Su propuesta transforma la explotación en visibilidad, el dato en testimonio y el clic en performance política.
Estas nuevas formas de organización no son homogéneas ni lineales. Algunas se sostienen con recursos autogestionados, otras dependen de alianzas con universidades o fundaciones. Pero todas comparten un principio común: recuperar el control sobre el tiempo, el trabajo y los datos. En un contexto donde la automatización amenaza con deshumanizar, estos movimientos reintroducen la dimensión humana como núcleo ético de la tecnología. Lo que está en juego no es solo el salario, sino el sentido mismo del trabajo digital.
El desafío es sostener estas redes más allá de la indignación inicial. Las resistencias digitales necesitan políticas públicas que reconozcan y fortalezcan su existencia. Cooperativas, sindicatos y colectivos feministas pueden ser el germen de un nuevo pacto tecnológico latinoamericano, basado en la justicia, la soberanía y el cuidado. La cultura del dato no está escrita: aún puede ser reprogramada desde abajo, clic a clic.
La inteligencia artificial no es inevitable. Detrás del relato del progreso hay decisiones políticas, estructuras económicas y modelos culturales que pueden cambiar. América Latina, con su historia de resistencia y creatividad, tiene la oportunidad de disputar el sentido de esta revolución tecnológica. No se trata de alcanzar al norte global, sino de imaginar un futuro distinto: uno donde los datos no sean materia prima de explotación, sino herramientas de emancipación. La ética del dato comienza por reconocer la humanidad que lo produce.
Repensar la cultura del dato implica cuestionar los valores que la sostienen. El fetichismo del algoritmo, esa fascinación ciega por la eficiencia, debe ceder ante una visión más compleja, donde el conocimiento, la diversidad y la justicia ocupen el centro. Los datos no son neutrales: reflejan las relaciones de poder de las sociedades que los generan. En América Latina, construir una cultura del dato justa significa también sanar las heridas del colonialismo digital. Cada clic, cada imagen etiquetada, puede ser un acto de resistencia simbólica.
Las políticas públicas pueden marcar la diferencia. Programas de alfabetización digital con perspectiva de género, leyes de transparencia algorítmica y normativas laborales para plataformas cognitivas son pasos urgentes. Uruguay y Chile ya comenzaron a debatir marcos de regulación ética de la IA, mientras Argentina avanza lentamente en su estrategia nacional. Pero más allá de los gobiernos, la transformación requiere voluntad colectiva. La soberanía tecnológica no es solo infraestructura: es conciencia política.

El sistema educativo también juega un papel crucial. Formar ciudadanía digital implica enseñar a las nuevas generaciones no solo a usar tecnología, sino a entenderla críticamente. La filósofa mexicana Sayak Valencia (2024) plantea que “la inteligencia artificial será feminista o no será”. Su afirmación sintetiza la urgencia de incorporar la interseccionalidad en la formación técnica y científica. Una cultura del dato humana no se mide por la velocidad de procesamiento, sino por su capacidad de cuidar y reparar.
El arte y la cultura pueden abrir caminos donde la política duda. En Montevideo, el festival IA Futuro Común (2025) reunió a artistas, tecnólogas y activistas para imaginar narrativas alternativas sobre inteligencia artificial. Instalaciones interactivas, poemas generados por algoritmos entrenados con lenguas originarias y talleres de código feminista demostraron que la IA también puede ser territorio poético y político. Reprogramar el futuro requiere imaginación tanto como regulación.
En el ámbito académico, emergen propuestas que conectan de manera inédita ética, tecnología y justicia social. La Red Latinoamericana de Ética de Datos (2025) impulsa investigaciones colaborativas sobre IA responsable desde universidades públicas. Sus integrantes coinciden en que no basta con auditar algoritmos: hay que redistribuir poder. “Cada política de datos es una política de vida”, resume la investigadora peruana Claudia Ramos. Su frase condensa el espíritu de una región que busca autonomía sin aislarse del mundo.
La cultura del dato puede ser una oportunidad para repensar la idea misma de progreso. Frente al extractivismo cognitivo, el sur global puede ofrecer otra ética: una basada en la reciprocidad, el cuidado y la comunidad. Si la IA es el lenguaje del futuro, América Latina tiene derecho a escribir sus propias líneas de código. Y ese código puede estar hecho de justicia, dignidad y memoria colectiva. Lo humano no es el residuo de la automatización: es su condición de posibilidad.
Quizás el desafío no sea imaginar máquinas más inteligentes, sino sociedades más sabias. En cada clic, en cada línea de código, en cada testimonio de una trabajadora del dato, se cifra la posibilidad de otro futuro. Un futuro donde la tecnología no nos borre, sino que nos amplifique. Donde la inteligencia no sea artificial, sino común. Reprogramar el futuro es, en definitiva, volver a poner el alma en el dato.
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