
El Impenetrable es un nombre que susurra misterio, un vasto pulmón verde en el corazón de Sudamérica. Ubicada en la ecorregión del Gran Chaco, esta imponente masa boscosa, la tercera más grande después de la Amazonia y el Cerrado, comparte límites con Bolivia, Paraguay y Argentina. Es, además, una continuación vital del Amazonas y el Mato Grosso brasileño, un verdadero tesoro de biodiversidad que guarda 3.400 especies de plantas, 500 de aves, 150 de mamíferos, 120 de reptiles y 100 de anfibios.



¿Por qué este lugar es tan especial? El Impenetrable es uno de los grandes refugios de la fauna argentina. Especies únicas como el yaguareté, el tapir, el oso hormiguero gigante, el tatú carreta, el pecarí y el loro hablador cohabitan en sus tupidos bosques de quebracho, algarrobo y palo santo, salpicados por bañados y lagunas.
Su místico nombre, “Impenetrable”, no es casual. Evoca la dificultad de transitar su monte cerrado y espinoso, pero sobre todo, la histórica escasez de agua que frenó exploraciones. Sus senderos parecen nacer y morir a cada paso, un laberinto natural que solo el río Teuco logra domar con sus crecidas periódicas, vitales para la fauna y la flora. Este espacio, legendario y enigmático, es la cuna de varios mitos que recorren las tierras argentinas.


Hoy, el Impenetrable es escenario de una victoria para la conservación. El yaguareté, el gran felino sudamericano y depredador tope del ecosistema, está volviendo a su hogar. Gracias al incansable trabajo de organizaciones como Rewilding Argentina, este animal mítico logró, tras 35 años de ausencia, dar nuevamente sus primeros pasos en el profundo bosque chaqueño.
El mes pasado fue puesta en libertad Quiyoc, una joven yaguareté de dos años que había sido criada en semicautiverio. ¿Cómo se logró esta reinserción? Quiyoc es hija de Tania, una hembra nacida en cautiverio, y de Qaramta, un macho silvestre. El hecho de haber sido criada en condiciones de semicautiverio fue lo que permitió que Quiyoc fuese liberada una vez adulta, al no haber tenido previamente contacto con humanos y haber desarrollado las habilidades de caza necesarias para valerse por sí misma en la naturaleza.
Hoy, el mito se vuelve realidad: siete yaguaretés finalmente habitan su hogar ancestral. La especie se monitorea constantemente mediante collares satelitales en la región del Parque Nacional El Impenetrable. Tres machos silvestres, Qaramta, Tewuk y Tañhi Wuk llegaron desde áreas lejanas buscando reproducirse. Allí encontraron a cuatro hembras Keraná, Nalá, Miní y Quiyoc liberadas como parte del proyecto de conservación para recuperar la especie. Así, se forman parejas naturales, y la esperanza de nuevas crías en libertad renace. Poco a poco, la naturaleza reescribe su historia, recuperando un depredador clave y fortaleciendo el equilibrio de todo el ecosistema chaqueño.
El actual Parque Nacional El Impenetrable tiene una historia tan compleja como el monte que lo define. Antes de ser un área protegida, fue Estancia La Fidelidad, cuyos orígenes se remontan a 1872. En aquel entonces, el gobierno de Salta (antes de la existencia de la provincia del Chaco) otorgó estas tierras a Natalio Roldán, un comerciante porteño reconocido por sus méritos en la navegación y exploración del río Bermejo. Más tarde, la propiedad fue adquirida por la familia Born, quienes la dedicaron a la ganadería extensiva en su estado natural.
En la década de 1970, la estancia pasó a manos de los hermanos Luis y Manuel Roseo, de origen italiano, provenientes de la industria textil. Su gestión inicial en La Fidelidad fue difícil debido a la falta de experiencia rural; por ejemplo, la adquisición de 3.000 cabezas de ganado sin alambrados internos llevó a pérdidas significativas por la dispersión de los animales. Ante el escaso rendimiento ganadero, los Roseo incursionaron en la extracción maderera, focalizándose en el algarrobo, aunque esta explotación fue limitada y localizada en las 200.000 hectáreas que abarcaba la estancia.
El último terrateniente de La Fidelidad, Manuel Roseo, encontró un trágico final. Fue torturado y asesinado por un grupo de hombres que ambicionaban sus tierras. Lo mismo ocurrió con su cuñada, Nélida Bartolomé, viuda de su hermano Luis, quien vivía con él. Ambos fueron asfixiados.
Un crimen que marcó el nuevo destino de la tierra
Cuando Manuel Roseo fue brutalmente asesinado, los cabos no tardaron en unirse. El crimen se vinculó directamente con Claudio Alfredo Gómez, quien, además de ser uno de los acusados, mantenía un litigio activo contra Roseo por las tierras. La investigación y el juicio revelaron que Gómez, junto a otros cómplices, idearon y ejecutaron el plan.
Los asesinos habían planificado el crimen con seis meses de antelación. La primera señal de alarma se dio en Santa Fe, donde se formuló una demanda falsa contra Roseo por un supuesto incumplimiento en un contrato de venta. Los delincuentes pretendían simular que Roseo había vendido sus tierras y recibido el dinero, pero que luego no había entregado la propiedad a los supuestos acreedores. La disputa giraba en torno a 150.000 hectáreas, con un denunciante que afirmaba poseer un boleto de compraventa que Roseo nunca había cumplido. La estafa incluso incluyó la suplantación de la identidad de Roseo en Santa Fe.
Entre esos cómplices sobresale Luis Raúl Menocchio, apodado “el hombre de las mil caras” debido a su extraordinaria habilidad para modificar su apariencia física mediante cirugías y diversos camuflajes, lo que le permitió evadir la justicia durante años y operar con múltiples identidades en distintos países. Originario de una familia acaudalada de Misiones, Menocchio pasó de una vida de privilegios a involucrarse en el crimen organizado, participando en narcotráfico, asesinatos y estafas. Su perfil como criminal serial y su capacidad para cambiar de “caras” fueron fundamentales para ejecutar el plan criminal contra Roseo y muchos otros robos de haciendas que llevo a cabo.
Tras intentar apropiarse de la propiedad mediante la estafa, decidieron torturar y matar a Roseo en su domicilio para consumar la usurpación de la estancia, simulando un robo para encubrir su verdadero objetivo.

En 2011, tras la muerte de Manuel Roseo, las organizaciones ambientalistas y la Administración de Parques Nacionales impulsaron la creación de un parque nacional para preservar esta zona única del Impenetrable chaqueño. Fue la provincia de Chaco la que tomó la iniciativa decisiva, movilizando el aparato administrativo y legislativo para concretar la propuesta y establecer el Parque Nacional El Impenetrable.
En contraste, la provincia de Formosa, que comparte parte de esta ecorregión, expresó su compromiso con la protección del área, pero hasta el momento no ha logrado establecer mecanismos efectivos para su conservación. Esta iniciativa nacional no solo busca proteger la vasta biodiversidad y los ecosistemas de un territorio marcado por una historia trágica, sino que representa una esperanza fundamental para la preservación ambiental de toda la región.


En lo profundo del Impenetrable chaqueño, donde el bosque se enrosca con sus árboles centenarios y el silencio parece eterno, viven comunidades originarias. Allí habitan los Wichí, Toba Qom, Moqoit, Pilagá, Guaraní, Ava Guaraní, Sanapá y Enxet Sur, pueblos que llevan historias, lenguas y saberes que la selva oculta.
Estos pueblos originarios y campesinos se despliegan como comunidades tejidas en el bosque, donde cada familia cuida sus raíces y comparte con la naturaleza sus modos de vida: la caza, la pesca, la recolección y las tradiciones ancestrales. Conocen los secretos de cada planta medicinal y respetan el ciclo de la tierra que les da sustento, coexistiendo con animales emblemáticos como el yaguareté y el tapir.
Sus alfarerías, tejidos y cantos no son solo expresión cultural, sino también un vínculo vivo con un territorio que defienden frente a los desafíos de la pobreza, las enfermedades y las amenazas externas. El monte chaqueño es una tierra impenetrable para muchos, pero hogar sagrado para ellos.
Preservar el Impenetrable es preservar la vida en todas sus formas: desde el poderoso yaguareté que regresa a sus dominios, hasta las comunidades originarias que han sabido escuchar y respetar los secretos del monte durante siglos. Es también reconocer que su protección exige un equilibrio justo entre la conservación, el desarrollo sustentable y la dignidad de quienes habitan esas tierras.

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