
En una mesa improvisada del Centro Cultural Rojas, Buenos Aires, verano de 1993, un grupo de jóvenes desplegaba fotocopias, tijeras y marcadores. Había olor a tinta y urgencia. “Esto no lo va a publicar nadie, así que lo hacemos nosotros”, dijo una voz anónima que se perdió entre risas y humo. Aquella escena doméstica, repetida en cientos de cocinas y talleres, fue el gesto fundante de un modo de hacer política desde el margen: el fanzine.
En plena euforia menemista, cuando el consumo prometía felicidad y los medios concentraban discursos únicos, los fanzines punk y queer del Cono Sur se convirtieron en trincheras gráficas. No eran solo papeles grapados, eran manifiestos artesanales contra la normalización y el silencio. Desde los márgenes del sistema cultural, inventaron una estética de la urgencia: tipografías recortadas, dibujos feroces, collages de deseo y furia. En ellos convivían la crítica al capitalismo con el erotismo de la disidencia, el placer de escribir y el peligro de existir.

El fenómeno, que tuvo su auge entre los ochenta y los noventa en Buenos Aires, Santiago y Montevideo, resurgió en la última década como archivo vivo. Hoy, colectivos como Archivo de la Memoria Trans, Maricas Archivistas o Fanzine Fest Chile digitalizan y difunden esas publicaciones que el tiempo intentó borrar. En ferias y redes, el papel resiste frente al algoritmo: los fanzines siguen siendo territorio de encuentro, deseo y memoria colectiva.
Los fanzines queer y punk del Cono Sur no solo documentaron una contracultura; la inventaron. Su legado impreso revela que la resistencia cultural latinoamericana se sostuvo en la autogestión, la amistad política y el derecho a narrarse fuera del canon.
Revisitar su historia es también releer las formas de desobediencia gráfica que sobrevivieron a la represión, al neoliberalismo y a la homogeneización digital. Cada página es una declaración de independencia frente a la industria cultural, una pedagogía del hacer con lo que hay. Como escribió la teórica cultural Nelly Richard (2023), “la disidencia se imprime en los pliegues de la precariedad, no como falta sino como potencia”.
Por eso, pensar hoy los fanzines queer y punk es pensar la genealogía de una cultura que se niega a ser domesticada. Desde las imprentas barriales hasta los PDF compartidos por Telegram, el espíritu DIY sigue siendo una ética del cuidado y la revuelta. El archivo de disidencia no se conserva en museos: late en las manos que todavía doblan papeles y desafían la norma.
La historia de los fanzines en el Cono Sur es, al mismo tiempo, una historia de cuerpos, deseos y lenguajes que se escriben para no desaparecer. Es también la prueba de que lo underground no fue una moda, sino una forma de estar en el mundo.
En la Buenos Aires de 1983, mientras la televisión transmitía los primeros discursos democráticos tras la dictadura, en los márgenes del circuito cultural nacía otra forma de decir: el fanzine. En sótanos, centros sociales o habitaciones compartidas, jóvenes sin acceso a los medios masivos comenzaron a recortar, pegar y copiar sus propias narrativas. La escena punk fue su primer motor: el desencanto frente al poder, la rabia ante la represión y el deseo de una estética sucia que desafiara al orden. “Lo que no nos daban los diarios, lo gritábamos en fotocopias”, recordaría años más tarde un integrante de la banda Los Violadores.
En Chile, el fenómeno tuvo una raíz similar pero más clandestina. Durante los últimos años de la dictadura de Pinochet, los fanzines circularon como material prohibido, pasándose de mano en mano en recitales o ferias. El punk era una forma de supervivencia simbólica, una manera de decir “aquí estamos” sin pedir permiso. En Montevideo, grupos como Los Traidores y Los Estómagos compartían esa energía contracultural, alimentando un circuito gráfico artesanal que desafiaba la censura.
Los primeros fanzines no se declaraban “queer”, pero la disidencia ya estaba en su ADN. En una época en que la homosexualidad era perseguida o silenciada, muchos textos jugaban con la ambigüedad, el erotismo y la ironía. Algunos números de Mutante o Resistencia Punk (Buenos Aires, 1986) incluían poemas y collages donde lo sexual y lo político se fundían, anticipando la estética queer antes de que el término circulara en el ámbito local.
Estos impresos funcionaban como redes de afecto y de información. En ausencia de internet, un fanzine podía ser el único canal para difundir una banda, un recital o un texto feminista. La lógica era de trueque: quien imprimía veinte ejemplares los intercambiaba con otros editores del circuito. Así se tejió una red de comunicación alternativa que unió a Buenos Aires con Santiago, Montevideo y Asunción, desafiando las fronteras nacionales impuestas por las dictaduras.
Durante los primeros años de la transición democrática, los fanzines se transformaron en un espacio de libertad sin supervisión institucional. En ellos cabía todo lo que la prensa oficial rechazaba: crítica social, humor negro, erotismo, denuncia policial y experimentación visual. Eran publicaciones precarias, sí, pero con una potencia simbólica enorme. La investigadora argentina Valeria González (2024) define esa época como “el nacimiento de un público micropolítico, capaz de reconocerse en el pliegue entre arte y resistencia”.
El lenguaje visual del fanzine también fue un gesto político. Tipografías desordenadas, collages de revistas pornográficas, dibujos crudos y frases escritas a mano revelaban una estética que se oponía deliberadamente a la pulcritud editorial. La precariedad no era un defecto, sino una forma de decir: “no necesitamos legitimación para existir”. Esa ética DIY —hazlo vos mismo, sin pedir permiso— se convirtió en una práctica de autogestión que aún hoy define a la cultura underground del Cono Sur.
El punk trajo el ruido; el feminismo, la voz; y la disidencia sexual, el cuerpo. En esa intersección nacieron los primeros fanzines queer del sur. Algunos títulos como El Teje (más tardío, 2007, pero heredero directo) o Puta Punk (Montevideo, 1992) demostraron que el deseo también podía ser un manifiesto político. Cada número era un pequeño sabotaje a la moral dominante y una invitación a imaginar otras formas de comunidad.
Los fanzines de los ochenta y noventa fueron mucho más que papel fotocopiado: fueron ejercicios de imaginación radical en tiempos de miedo. Cuando los discursos oficiales prometían orden y reconciliación, esas páginas gritaban lo indecible. Su legado se sostiene en la memoria de quienes resistieron desde la tinta, la tijera y el deseo.
En los noventa, cuando el neoliberalismo arrasaba con los espacios culturales independientes, los fanzines se mantuvieron como refugios de autogestión. Sin subsidios ni auspicios, funcionaban gracias a una economía del afecto: quien escribía también diseñaba, quien distribuía también tocaba en una banda o gestionaba una feria. La producción se sostenía en una convicción simple y radical: hacer con lo que hay. Esa frase, repetida en talleres y recitales, se volvió una consigna política contra la dependencia de las instituciones.
La cultura DIY convirtió en una ética de vida y de resistencia. En cada fotocopia, en cada recorte imperfecto, se afirmaba una voluntad de autonomía frente a un sistema cultural que excluía a quienes no encajaban en su molde. La precariedad se transformaba en estilo y el error en estética. Como afirma la investigadora chilena Paulina Varas (2023), “la autogestión no es una carencia de recursos, sino una abundancia de vínculos”.
El fanzine era al mismo tiempo un objeto artístico y un acto político. La decisión de producir sin permiso ni capital era una forma de insurrección simbólica. En ese gesto se encontraba la diferencia entre consumir cultura y producirla. Cada tirada, por mínima que fuera, encarnaba una apuesta colectiva: sostener una voz propia, fuera de los circuitos comerciales, donde lo importante no era la venta sino la conversación.
Las redes de distribución se tejían artesanalmente. Ferias autogestionadas, recitales punk, espacios feministas o marchas de derechos humanos eran los puntos de encuentro donde los fanzines circulaban. Allí se creaban comunidades afectivas y políticas. La red era analógica, pero profundamente conectada. Años después, esas mismas lógicas migrarían al entorno digital con la misma premisa: compartir sin jerarquías.

La autogestión también implicaba un aprendizaje técnico y emocional. Quienes editaban un fanzine aprendían de impresión, maquetación, encuadernación y escritura colectiva. El proceso era tan importante como el resultado, porque implicaba aprender juntes y cuidarse mutuamente. En tiempos de censura o represión, compartir saberes era también protegerse. El conocimiento se transmitía en cocinas, talleres y espacios okupas, lejos de las academias pero cerca de la calle.
En ese ecosistema, la cultura punk aportó la irreverencia y la desconfianza hacia cualquier autoridad, mientras los movimientos feministas y queer incorporaron la noción de cuidado y colaboración. Así nació una forma particular de hacer política cultural: horizontal, afectiva y colectiva. Las decisiones se tomaban por consenso, y cada número era una celebración del trabajo compartido. En una época dominada por el individualismo, los fanzines demostraban que la cooperación también podía ser revolucionaria.
El espíritu DIY resistió los embates del mercado. Aunque muchos de esos espacios desaparecieron con el paso del tiempo, su lógica de autogestión se mantiene viva en ferias contemporáneas como Fanzinant, Tinta Revuelta o la Feria del Libro Punk y Derivado. Allí se cruzan generaciones, se intercambian técnicas y se continúa la tradición de producir fuera del circuito comercial. La consigna sigue siendo la misma: si no existe el espacio, se inventa.
La autogestión, entonces, no fue solo una estrategia de supervivencia, sino una práctica de libertad. Al producir desde los márgenes, los fanzineres demostraron que no hace falta permiso para crear comunidad. En ese hacer obstinado, en esa insistencia por imprimir y compartir, se fundó una de las experiencias más duraderas de resistencia cultural en América Latina.
En los fanzines queer y punk del Cono Sur, el cuerpo siempre fue el primer territorio en disputa. Durante los años ochenta y noventa, cuando la moral conservadora se afianzaba incluso en las democracias recién recuperadas, escribir sobre placer o identidad sexual era un acto de riesgo. Las páginas de esos fanzines se llenaron de cuerpos recortados, besos censurados y frases que desafiaban el mandato de la vergüenza. En cada collage, en cada dibujo, se afirmaba el derecho a existir sin pedir perdón.
El deseo se transformó en lenguaje. En lugar de ocultar la sexualidad, se la celebraba como una fuerza vital y política. Los textos mezclaban poesía, manifiestos y testimonios que rompían con la idea de lo “normal”. Allí donde la prensa hablaba de “perversión” o “enfermedad”, los fanzineres respondían con deseo, humor y ternura. Como escribió la artista uruguaya Laura Liss (2024), “el erotismo impreso fue nuestra primera pedagogía de libertad”.
Los fanzines queer no buscaban representar identidades fijas, sino inventarlas en el proceso. En sus páginas podían coexistir travestis, lesbianas, maricas, trans, bisexuales y personas que no querían definirse. Esa hibridez era una forma de resistencia a la clasificación binaria. Lo queer se volvía verbo antes que sustantivo, una práctica viva que se imprimía para contradecir al orden. En esos pliegos se anticipaban debates que más tarde llegarían al arte contemporáneo y al activismo digital.
La gráfica cumplía un rol esencial en esa insurrección simbólica. Dibujos de genitales, cuerpos mutantes o autorretratos intervenidos desafiaban las normas del decoro. No era pornografía, sino contraeducación visual. En lugar de producir placer masculino, buscaban generar reconocimiento y complicidad. La crudeza era pedagógica: mostrarse era un modo de decir “existimos”. En el contexto del sida y la censura mediática, esa visibilidad era una forma de duelo y afirmación colectiva.
El humor fue otra de las armas de la disidencia. En fanzines como Marica Mala o Furia Trava, las parodias a la prensa amarilla y los titulares inventados subvertían el lenguaje mediático. Reírse del poder era una estrategia de defensa. La ironía permitía sobrevivir sin solemnidad y convertir el dolor en material creativo. Lo queer, en su sentido más amplio, era también un método para desarmar el miedo.
En esos impresos, la sexualidad no se separaba de la política. Hablar de amor entre mujeres, de deseo travesti o de placer no normativo era hablar de libertad. Cada historia personal se inscribía en una genealogía colectiva que desbordaba la idea de minoría. Los fanzines demostraban que lo íntimo también es público, que el cuerpo puede ser archivo y manifiesto. En una época sin redes sociales, el papel era la red.
La potencia de esos discursos radicaba en su capacidad para construir comunidad. Quien encontraba un fanzine queer encontraba también un espejo. Muchas personas narran haber descubierto su identidad al leer esos textos o al ver una imagen que interpelaba. El fanzine funcionaba como un espacio de acogida para quienes no encajaban en ningún lugar. Era refugio y trinchera al mismo tiempo.
Con el paso de los años, ese archivo de deseo se volvió testimonio histórico. Los fanzines queer del Cono Sur no solo registraron la disidencia sexual: la imaginaron. Al hacerlo, sentaron las bases para una estética política que hoy se reactiva en las redes, en las marchas y en las nuevas publicaciones independientes. El papel fue la primera piel de la revolución queer.
Durante décadas, los fanzines fueron considerados material descartable, hojas sin valor que circulaban rápido y desaparecían aún más rápido. Sin embargo, esa fragilidad resultó ser su fuerza. En un continente donde la censura, la violencia estatal y el machismo intentaron borrar toda disidencia, lo efímero fue una estrategia de supervivencia. No dejar rastros podía significar salvar vidas. Pero el paso del tiempo transformó ese gesto en un desafío: ¿cómo conservar aquello que nació para desaparecer?
En los últimos años, colectivos y archivos comunitarios del Cono Sur emprendieron la tarea de rescatar ese legado impreso. El Archivo de la Memoria Trans en Argentina, Maricas Archivistas en Chile y La Espora Fanzinera en Uruguay se convirtieron en guardianes de una historia que no figura en las bibliotecas oficiales. Sus equipos reúnen, escanean y catalogan ejemplares de los ochenta, noventa y dos mil, muchas veces hallados en cajas olvidadas o donados por sus creadorxs. Cada fanzine recuperado es una pieza del rompecabezas de la contracultura latinoamericana.

El proceso de digitalización no es solo técnico, sino también político. Implica decidir qué se conserva, cómo se muestra y quién accede. Para una mayoría, digitalizar un fanzine queer o punk es un acto de reparación simbólica. Es volver visible una historia marginada y ofrecerla a nuevas generaciones sin que pierda su espíritu autogestivo. Pero también existen tensiones: cuando el archivo pasa al dominio institucional, ¿qué se gana y qué se diluye?
Varias curatoras han advertido sobre el riesgo de la “museificación” de lo disidente. La teórica cultural Nelly Richard (2024) señala que “el archivo queer corre el peligro de ser domesticado cuando se separa de su contexto de lucha”. Por eso, muchos colectivos optan por mantener sus archivos vivos, abiertos al intercambio, con licencias libres y participación comunitaria. En lugar de custodiar el pasado, buscan activarlo en el presente.
La memoria fanzinera es también una memoria afectiva. Cada ejemplar conserva marcas del cuerpo: una mancha de café, una nota al margen, una grapa oxidada. Esas huellas materiales hacen visible la dimensión humana del archivo. Digitalizar no significa borrar el tacto, sino ampliarlo. Algunos proyectos, como Archivo Papelitos (Buenos Aires, 2023), combinan exhibiciones físicas con repositorios digitales, invitando a hojear y descargar libremente los materiales. La idea es compartir sin encerrar.
El auge de las redes sociales facilitó la circulación de estos archivos. En Instagram y Tumblr, cuentas dedicadas a rescatar fanzines antiguos logran conectar generaciones. Jóvenes artistas encuentran inspiración en collages y tipografías de los ochenta, mientras editoriales independientes reeditan títulos agotados. La memoria se vuelve viral y reconfigura la estética contemporánea. En ese proceso, lo underground vuelve a irrumpir en la superficie.
Rescatar lo efímero es también enfrentar las ausencias. Muchos fanzines desaparecieron junto con sus autorxs, víctimas del sida, la represión o el olvido. Trabajar con esas pérdidas exige una ética del cuidado. Archivar no es solo conservar objetos, sino honrar vidas. En palabras de la investigadora argentina Val Flores (2023), “el archivo disidente no es un museo, es un altar político”.
El archivo fanzinero del Cono Sur demuestra que la memoria no se impone desde arriba: se teje desde los márgenes, con paciencia y amor. Digitalizar no significa clausurar el pasado, sino reabrirlo. Cada archivo que se libera en la red reactiva una comunidad que se creía extinguida. La resistencia también se imprime en formato PDF.
A comienzos de los dos mil, la irrupción de Internet modificó radicalmente el modo de producir y compartir cultura. Los fanzines queer y punk, acostumbrados a la circulación mano a mano, encontraron en la red una nueva extensión de su espíritu colectivo. Blogspots, fotologs y foros se convirtieron en espacios de experimentación visual y textual. Lo que antes se imprimía y se grapaba ahora se subía escaneado o se publicaba como PDF libre. El gesto era el mismo: compartir sin pedir permiso.
La transición al entorno digital no implicó una pérdida de autenticidad, sino una mutación de la práctica. La lógica DIY siguió vigente, adaptándose a los nuevos medios. Plataformas como Tumblr y más tarde Instagram permitieron crear comunidades globales en torno a la estética fanzinera. Los collages, los manifiestos y los textos poético-políticos se transformaron en imágenes que circulan con velocidad, pero mantienen su raíz artesanal. En muchos casos, las publicaciones digitales conviven con tiradas físicas pequeñas, reafirmando la materialidad como gesto político.
El desafío, sin embargo, está en cómo sostener la autonomía en un entorno controlado por corporaciones tecnológicas. Mientras el papel permitía un control total del proceso, las redes imponen algoritmos que filtran y jerarquizan los contenidos. Los colectivos de artistas de fanzines digitales respondieron con creatividad: uso de plataformas descentralizadas, boletines autogestionados y repositorios abiertos. En ese sentido, la digitalización no fue una entrega al sistema, sino una apropiación táctica de sus herramientas.
La estética fanzinera encontró una nueva vida en las visualidades digitales. Tipografías pixeladas, collages animados y videos glitch prolongan la tradición del error y el desborde. La precariedad se volvió estilo en un entorno obsesionado con la perfección visual. El fanzine digital mantiene la belleza del desajuste y la irregularidad, recordando que lo marginal también puede ser sofisticado. Esa hibridez entre lo manual y lo digital define buena parte de la producción queer contemporánea del Cono Sur.
Las ferias de fanzines se adaptaron a esta nueva etapa. Durante la pandemia, varios colectivos organizaron ferias virtuales que reunieron editorxs de todo el continente. La feria Tinta Revuelta Online (2021) fue un ejemplo de esa reinvención: talleres, lecturas y exhibiciones transmitidas en vivo que mezclaban el espíritu del trueque con la lógica del streaming. Lo digital permitió ampliar la participación sin perder la cercanía. En muchos casos, las comunidades creadas en línea luego se encontraron en ferias físicas, cerrando el ciclo entre pantalla y papel.
El archivo digital también transformó la temporalidad del fanzine. Si antes cada número era un evento efímero, hoy puede tener vida infinita en línea. Pero esa permanencia plantea nuevas preguntas sobre propiedad y acceso. Algunos colectivos optan por licencias libres, otros por limitar la descarga para evitar apropiaciones indebidas. La tensión entre compartir y proteger sigue siendo parte del ADN fanzinero. Lo importante es que las decisiones siguen siendo colectivas, fieles a la lógica horizontal del movimiento.
La expansión digital facilitó además el diálogo transnacional. Fanzineres de Argentina, Chile y Uruguay colaboran con proyectos en México, Perú o España, generando un archivo latinoamericano descentralizado. Esa circulación reafirma que lo queer y lo punk son lenguajes globales con acentos locales. En lugar de diluir las diferencias, Internet las visibiliza. El sur imprime también en la nube.
Más que un final de ciclo, la digitalización marca una continuidad. Los fanzines queer y punk del Cono Sur no desaparecieron: mutaron. Siguen siendo un refugio para las voces disidentes, un espacio donde la creatividad desafía al mercado y la política se escribe con deseo. En cada PDF, en cada posteo, late la misma urgencia que en aquellas fotocopias de los noventa. La revolución, al fin y al cabo, sigue siendo artesanal.
El regreso del interés por los fanzines en los últimos años no es una simple nostalgia. Es una forma de respuesta ante la saturación mediática y la mercantilización de la identidad. Mientras las redes venden autenticidad como producto, el fanzine recupera la materialidad de lo íntimo. En un mundo donde todo se mide en métricas y seguidores, imprimir sigue siendo un acto de desobediencia. La tinta, el papel y la mano vuelven a ser herramientas de autonomía.
En ferias contemporáneas como Fanzinant o Mutante Fest, conviven publicaciones que recuperan la estética punk de los ochenta con nuevas voces queer, transfeministas e indígenas. Esa coexistencia intergeneracional demuestra que la disidencia no se hereda, se actualiza. Les jóvenes fanzineres dialogan con el pasado sin idealizarlo, conscientes de que la contracultura también tuvo sus exclusiones. La pregunta ya no es solo cómo resistir, sino cómo hacerlo de forma más diversa y accesible.
Sin embargo, el interés institucional por el fanzine plantea desafíos. Museos, editoriales y ferias internacionales han comenzado a incorporar estas publicaciones como objetos de colección. Si bien esa visibilidad puede legitimar décadas de trabajo autogestivo, también corre el riesgo de neutralizar su potencia política. Cuando el fanzine entra al museo, deja de circular entre manos y se vuelve pieza. Por eso, muches editorxs insisten en mantener un pie dentro y otro fuera del sistema: aceptar el reconocimiento sin perder la independencia.
El legado fanzinero también interpela al feminismo y a los movimientos queer contemporáneos. En tiempos donde la política se vuelve cada vez más mediada por las redes, los fanzines recuerdan que la transformación empieza en lo tangible. Cada publicación es una conversación cara a cara, un llamado a recuperar el tiempo lento de la lectura y la reflexión. Frente a la inmediatez del scroll, el papel propone pausa y profundidad. Escribir, imprimir y doblar una hoja sigue siendo una forma de militancia artesanal.
Los fanzines enseñaron que la cultura no se produce desde la abundancia, sino desde la precariedad compartida. Su lección más poderosa es la de la comunidad: nadie hace un fanzine en soledad. Incluso cuando se imprime desde una habitación, detrás hay una red de amistades, afectos y complicidades. Esa estructura horizontal y colaborativa continúa inspirando proyectos actuales de arte, periodismo y activismo. La autogestión dejó de ser un margen para convertirse en una forma de organización cultural legítima.
En este nuevo ciclo, los fanzines queer y punk del Cono Sur operan como memoria activa. Son recordatorio de que la resistencia no siempre grita: a veces se imprime. En sus páginas se leen las genealogías del deseo, la amistad y la rabia que moldearon el presente. No son reliquias, sino mapas para seguir desobedeciendo. Cada reimpresión, cada reedición, cada PDF compartido reabre una conversación que nunca terminó.
El futuro de la disidencia gráfica depende de mantener vivo ese espíritu: producir sin permiso, crear sin capital, compartir sin miedo. En tiempos de vigilancia digital y crisis económica, el fanzine vuelve a ofrecer una salida posible. No es romanticismo, es estrategia. Como escribió la teórica feminista María Galindo (2023), “cuando la palabra se privatiza, el papel vuelve a ser un arma”. En ese gesto de imprimir y repartir está la persistencia de la revolución cultural más honesta de América Latina.
Los fanzines queer y punk del Cono Sur nos enseñaron que el arte puede ser barato y a la vez invaluable, que la belleza puede nacer de la rabia y que la memoria puede doblarse y guardarse en un bolsillo. Su legado impreso es, al final, una promesa: mientras haya una fotocopiadora encendida, la disidencia seguirá viva.
Volver sobre los fanzines queer y punk del Cono Sur no es un ejercicio de nostalgia, sino una forma de politizar la memoria. En un tiempo donde la velocidad amenaza con borrar los matices, estas publicaciones artesanales nos obligan a desacelerar, a leer con las manos y a recordar que cada página impresa contiene una vida, una historia y una forma de resistencia. El fanzine fue y sigue siendo un lenguaje del margen, una tecnología afectiva que desafía las jerarquías del saber y de la belleza.
Hoy, cuando la contracultura se enfrenta a nuevas formas de cooptación y censura digital, el legado de la gráfica disidente se reactiva en múltiples frentes: ferias, talleres, archivos, repositorios virtuales y editoriales independientes que siguen creyendo en el poder de la palabra impresa. Esa persistencia no responde a la moda del “vintage”, sino a la necesidad política de sostener espacios de autonomía. Cada publicación es una declaración de existencia frente al borramiento.
La genealogía fanzinera queer y punk demuestra que la cultura latinoamericana no se construye desde el centro, sino desde los márgenes. Desde la fotocopiadora hasta el archivo digital, la historia de estas publicaciones es la historia de quienes se negaron a callar. Las disidencias gráficas del Cono Sur tejieron una red transnacional de afectos, lenguajes y resistencias que hoy alimentan nuevas generaciones de artistas y activistas.
Lo que empezó como una práctica de supervivencia se transformó en una pedagogía de libertad. En ese sentido, los fanzines son una escuela de autogestión, de deseo y de comunidad. Nos recuerdan que hacer cultura también es hacer política, y que la revolución no siempre necesita un micrófono: a veces basta una hoja doblada y un deseo obstinado de compartir.
Por eso, este legado impreso no pertenece al pasado. Late en cada feria, en cada taller de serigrafía, en cada archivo digital abierto al público. Mientras existan personas dispuestas a imprimir sus ideas fuera del mercado, habrá fanzines. Y mientras haya fanzines, habrá memoria, resistencia y posibilidad de futuro.
Archivo de la Memoria Trans. (2024). Catálogo digital 2024. Buenos Aires: Archivo de la Memoria Trans.
Flores, V. (2023, noviembre). Archivar desde la rabia: memoria lesbiana y política de los afectos. Cuadernos del Centro Cultural Kirchner.
Galindo, M. (2023). Feminismo bastardo. La Paz: Mujeres Creando.
González, V. (2024, enero). Micropolíticas del público: arte y resistencia en los noventa. Museo de Arte Moderno de Buenos Aires.
Liss, L. (2024, marzo). Erotismo impreso: pedagogías de libertad en la gráfica uruguaya. Revista M, Universidad de la República.
Maricas Archivistas. (2023). Repositorio virtual de fanzines y publicaciones disidentes. Santiago de Chile: Maricas Archivistas.
Richard, N. (2024). Archivo y disidencia: políticas de la memoria en América Latina. Santiago: Ediciones Metales Pesados.
Varas, P. (2023, junio). Autogestión y prácticas gráficas en la postdictadura chilena. Revista Artishock.

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