Sabiduría Indómita: El Relato de las Mujeres “Brujas” y su Lucha Contra el Poder

La palabra “bruja” nos evoca casi de inmediato una imagen muy específica, una caricatura forjada por siglos de folclore y miedo. Pensamos en una anciana encorvada, de nariz ganchuda y verruga, revolviendo un caldero humeante o volando en una escoba bajo la luna. Pero para entender de verdad a las mujeres acusadas de brujería en la historia, tenemos que hacer un esfuerzo consciente por demoler esa figura. Ese estereotipo no es más que una pantalla de humo, un disfraz grotesco que ocultó una de las persecuciones más sistemáticas y deliberadas contra las mujeres. Desarmar este mito es el primer paso para hacerles justicia.

El relato histórico nos muestra que estas mujeres no eran monstruos con poderes sobrenaturales, sino personas de carne y hueso, profundamente arraigadas en sus comunidades. Eran tus vecinas, tus parteras, las viudas que vivían al final del pueblo o las curanderas que conocían los secretos del monte. Su supuesto crimen no residía en pactos demoníacos, sino en su forma de vida, en su saber o en su simple existencia, que desafiaba un orden social que empezaba a exigir una sumisión absoluta. Entender esto es cambiar la pregunta de “¿qué poderes tenían?” a “¿a quién le molestaba su poder?”.

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La historiadora y activista Silvia Federici (2004) argumenta de forma contundente que la caza de brujas fue una herramienta fundamental en la transición hacia el capitalismo. La “bruja” se convirtió en la encarnación de un mundo precapitalista que debía ser destruido, donde el conocimiento no estaba mercantilizado y donde las mujeres tenían un grado de control sobre sus cuerpos y la reproducción. Perseguirlas fue una estrategia para imponer una nueva disciplina social, expropiar saberes colectivos y someter el cuerpo femenino a la función de producir trabajadores. La hoguera, entonces, iluminaba el nacimiento de un nuevo orden económico.

En el corazón de muchas comunidades, las sanadoras populares eran figuras centrales de respeto y autoridad. Ellas poseían un conocimiento ancestral femenino y persecución que se transmitía de generación en generación, un saber empírico sobre plantas medicinales, ciclos del cuerpo y métodos para aliviar el dolor. Como señala Federici (2004), este saber representaba una amenaza directa para la incipiente profesionalización de la medicina, un campo que los hombres buscaban monopolizar. Desacreditarlas como “hechiceras” fue el primer paso para invalidar sus prácticas y adueñarse del control sobre la salud.

La independencia económica era otro factor de riesgo letal. En su estudio sobre el tema, la historiadora Anne Llewellyn Barstow (1994) destaca que un número significativo de acusadas eran mujeres que no estaban bajo el control directo de un varón, como viudas que habían heredado tierras o artesanas que tenían su propio sustento. Esta autonomía resultaba intolerable para una sociedad patriarcal que las quería dependientes y subordinadas. La acusación de brujería se convertía así en un pretexto perfecto para confiscar sus bienes y eliminar un modelo de vida considerado anómalo y peligroso para el resto.

La vejez, lejos de ser sinónimo de sabiduría respetada, se transformó también en un foco de sospecha. Las mujeres mayores, especialmente aquellas que vivían solas, eran vistas como una carga improductiva para la comunidad, pero también como las guardianas de una memoria oral y de tradiciones que el nuevo poder quería borrar. Eran la historia viva de un mundo que debía desaparecer. Barstow (1994) sugiere que la caza de brujas tuvo también un componente de gerontocidio, eliminando a quienes representaban un pasado que se resistía a morir.

En tiempos de crisis social, la “bruja” funcionaba como un chivo expiatorio ideal. ¿Había una mala cosecha, una plaga que diezmaba el ganado o una enfermedad que la medicina oficial no podía curar? Era mucho más fácil y conveniente culpar a una mujer marginal que cuestionar las estructuras de poder, la gestión de las autoridades o la voluntad divina. La caza de brujas canalizaba la ansiedad colectiva hacia un objetivo visible y vulnerable, reforzando la cohesión social a través del miedo y la exclusión de una supuesta enemiga interna.

Entonces, ¿cuál es el verdadero significado de las brujas en la historia? No está en la magia negra ni en los aquelarres bajo la luna, sino en todo lo que ellas representaban y el poder quería aplastar: la autonomía femenina, el saber no institucionalizado, la gestión colectiva de los recursos y la resistencia a un nuevo orden disciplinario. La “bruja” fue el nombre que se le dio a la mujer que no se sometía, que no callaba, que no obedecía. Su figura se construyó en oposición directa a un nuevo ideal de feminidad: pasiva, dócil y recluida en el ámbito doméstico.

Imaginate por un momento lo que significaba ser una mujer así en ese contexto, sentir las miradas de desconfianza en el mercado o escuchar los susurros cuando pasabas. Imaginate el terror de una denuncia, sabiendo que la palabra de un hombre o el rencor de un vecino podían sellar tu destino. Ponerse en su piel, aunque sea por un instante, nos permite conectar con la dimensión humana de esta tragedia y entender la valentía que requería simplemente existir.

Comprender quiénes fueron estas mujeres es la base de cualquier intento de reivindicación histórica de las ‘brujas’. Es un acto de justicia que nos permite ver más allá de la víctima pasiva para reconocer a la sujeto histórica que, con su vida, desafió las estructuras de dominación. Este es nuestro punto de partida: devolverles su nombre, su historia y su humanidad. A partir de acá, podemos empezar a analizar cómo su independencia fue la chispa que encendió la hoguera.

La Independencia como Herejía: las Mujeres estigmatizadas por su Independencia Histórica

En una sociedad donde el lugar de la mujer estaba rígidamente definido por su relación con un hombre —ya fuera padre, esposo o sacerdote—, la independencia no era una simple elección de vida, era un acto de ruptura. Se convertía, en la práctica, en una forma de herejía contra el orden divino y social establecido por el patriarcado. Las mujeres estigmatizadas por su independencia histórica no fueron perseguidas por lanzar hechizos, sino por atreverse a ser dueñas de sus propias vidas. Su autonomía era la prueba de que otro modelo de existencia era posible, y esa posibilidad debía ser aniquilada. El sistema no podía tolerar ejemplos de mujeres que prosperaban fuera de su control.

Cuando hablamos de mujeres rebeldes en la historia, no siempre nos referimos a líderes de revueltas con la espada en la mano. La mayoría de las veces, su rebeldía era mucho más sutil, cotidiana y, por eso mismo, más amenazante. Era la rebeldía de la viuda que decidía no volver a casarse para administrar sus propias tierras, la de la artesana que competía en el mercado o la de la curandera que vivía sola y se ganaba el respeto por su saber. Estos actos de autoafirmación, que hoy vemos como derechos básicos, eran interpretados como una afrenta directa.

La historiadora Anne Llewellyn Barstow (1994) recalca que la vulnerabilidad económica y social de estas mujeres era, paradójicamente, una consecuencia de su independencia. Al no tener un hombre que las “protegiera” o representara legalmente, se convertían en un blanco fácil para la codicia y el resentimiento de la comunidad. Cualquier vecino que deseara sus tierras o cualquier competidor que envidiara su éxito podía iniciar un rumor fatal. La acusación de brujería, entonces, era un mecanismo increíblemente eficaz para despojarlas y eliminar la competencia.

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No solo la independencia económica era peligrosa; la intelectual también lo era. Las mujeres que desafiaron el patriarcado en la historia a menudo lo hicieron con el poder de su palabra y su intelecto. Aquellas que opinaban en público, que aconsejaban a otros, que mediaban en conflictos o que simplemente poseían una elocuencia natural, estaban usurpando un rol reservado para los hombres. Se las tildaba de “mandobles”, “arrogantes” o “lenguas largas”, adjetivos que buscaban deslegitimar su autoridad. La sabiduría femenina, si no estaba al servicio del poder masculino, era considerada peligrosa y antinatural.

El control sobre el propio cuerpo fue, quizás, el campo de batalla más feroz. Silvia Federici (2004) explica cómo el conocimiento que muchas mujeres tenían sobre contracepción, aborto y salud reproductiva chocaba frontalmente con los intereses del Estado y la Iglesia. En un momento en que se buscaba aumentar la población para tener más mano de obra y soldados, la mujer que decidía sobre su fertilidad estaba cometiendo un acto de traición. La partera o la “herbolaria” que guardaba estos secretos no era vista como una sanadora, sino como una asesina de almas, una agente del diablo.

Ser independiente también significaba cargar con una profunda soledad estructural. Imaginate tener que enfrentarte sola a una enfermedad, a una disputa legal o simplemente al peso del juicio social constante. Esta falta de una red de protección masculina no solo te hacía vulnerable a ataques externos, sino que también te aislaba emocionalmente. El sistema estaba diseñado para que la vida fuera de la tutela de un hombre fuera tan difícil y precaria que pocas se atrevieran a elegirla.

El lenguaje cotidiano fue el primer campo donde se libró esta guerra. Mucho antes de la acusación formal, estas mujeres ya eran etiquetadas con palabras que las deshumanizaban y las señalaban como “otras”. Eran “las raras”, “las amargadas”, “las que no se dejaban gobernar”. Esta construcción social de la “mala mujer” preparaba el terreno para la acusación de brujería, que no era más que el paso final en un largo proceso de estigmatización. La comunidad ya había sido condicionada para verlas como culpables.

En última instancia, la mujer independiente representaba una grieta en el muro del poder absoluto. Una mujer que se gobernaba a sí misma, que no pedía permiso, era una ciudadana que no respondía completamente ni a la Iglesia ni al Estado. Su lealtad principal era consigo misma, con su saber o con su comunidad inmediata, no con las jerarquías impuestas. Por eso, su existencia misma era un acto político que ponía en jaque la autoridad de los poderosos.

Pensemos en el caso de una partera cuya tasa de éxito en los partos era mayor que la del cirujano-barbero local, educado formalmente. O en la viuda que, con astucia, hacía prosperar el taller de su difunto esposo, generando más ganancias que sus competidores masculinos. Estas mujeres no solo demostraban que podían valerse por sí mismas, sino que a menudo lo hacían mejor que los hombres. Esta evidencia era tan intolerable que solo podía explicarse a través de un pacto con fuerzas oscuras.

Así, la independencia femenina fue sistemáticamente equiparada con la maldad y la herejía. No se castigaba un crimen, se castigaba un modelo de vida, una osadía que no podía ser tolerada. La caza de mujeres estigmatizadas por su independencia histórica fue la respuesta violenta de un sistema que veía en la autonomía de la mujer el reflejo de su propia fragilidad. El mensaje era claro y aterrador: ser libre te podía costar la vida.

“Quemar el saber”: El conocimiento ancestral femenino y persecución como arma de control

La caza de brujas fue mucho más que la persecución de mujeres; fue, en su núcleo, un ataque calculado contra el conocimiento. Cada mujer que ardía en la hoguera no era solo una vida aniquilada, era una biblioteca entera de saberes populares y comunitarios que se convertía en cenizas. El objetivo no era únicamente castigar una supuesta desviación religiosa, sino erradicar una forma de poder que no emanaba de las instituciones masculinas, ni de la Iglesia ni del Estado. Fue un epistemicidio, la destrucción deliberada de un mundo de saberes para imponer uno nuevo, más controlado y jerárquico.

Este conocimiento ancestral femenino y persecución que tanto temían era un saber práctico, empírico y profundamente ligado a la vida cotidiana. Se transmitía oralmente, de madres a hijas, de vecinas a amigas, y abarcaba mucho más que la herbolaria. Incluía técnicas de partería, el cuidado de los animales, el conocimiento de los ciclos de la tierra para la siembra y la cosecha, y una profunda comprensión de la psicología comunitaria. Era un saber holístico, que no separaba el cuerpo del espíritu, ni a la persona de su entorno.

Como explican Barbara Ehrenreich y Deirdre English (2010) en su obra fundamental Witches, Midwives, and Nurses, las sanadoras laicas eran, de hecho, las médicas del pueblo. Atendían a la gente común, a los campesinos y artesanos que no podían pagar los honorarios de los médicos universitarios, cuya medicina, además, era a menudo abstracta e ineficaz. Esta posición les otorgaba a las mujeres un inmenso poder social y una gran autoridad en sus comunidades, una influencia que competía directamente con la del sacerdote y el señor feudal.

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Desde la perspectiva de la Iglesia, el poder de curar era un don que solo podía provenir de Dios y, por lo tanto, debía ser mediado por sus representantes en la Tierra. Si una mujer, sin formación teológica y al margen de la estructura eclesiástica, lograba sanar a una persona o a un animal, su poder no podía ser divino. La lógica inquisitorial era implacable y binaria: si el poder no venía de Dios, entonces tenía que venir del Diablo. La sanación en manos femeninas se convirtió así, teológicamente, en una prueba irrefutable de un pacto demoníaco.

La emergente profesión médica masculina encontró en esta lógica teológica a su mejor aliada. Para establecer su monopolio y justificar sus altos honorarios, los médicos “profesionales” necesitaban eliminar a su principal competencia: las mujeres sanadoras. Ehrenreich y English (2010) detallan cómo la acusación de brujería se usó como una brutal campaña de desprestigio. Se las acusaba de usar métodos sucios, de ser ignorantes y, por supuesto, de obtener sus resultados a través de la magia negra, mientras que la nueva medicina “científica” se presentaba como la única vía legítima hacia la salud.

Quizás el saber más imperdonable que poseían estas mujeres era el que concernía al cuerpo femenino. Como analiza Silvia Federici (2004), ellas controlaban el ciclo de la vida: asistían en los nacimientos, pero también conocían métodos para controlar la fertilidad y provocar abortos. Este conocimiento sobre el propio cuerpo otorgaba a las mujeres un poder inmenso sobre la reproducción. En un momento en que el Estado mercantilista buscaba incrementar la población para disponer de más trabajadores y soldados, este saber era un obstáculo intolerable, un acto de sabotaje contra los intereses del poder.

Imaginate la escena: sos una joven campesina y tenés una dolencia. Podías acudir al médico de la ciudad, que probablemente te haría una sangría dolorosa y cara, o podías ir a ver a la anciana sabia del pueblo, que te daría una infusión de hierbas y palabras de consuelo. La confianza de la gente estaba depositada en ella. Ahora imaginate el terror y la confusión cuando las autoridades te decían que esa misma mujer que te había sanado era una servidora de Satán, y que su saber era la prueba de su condena.

La persecución no solo eliminaba a las portadoras del saber, sino que buscaba activamente borrar el conocimiento mismo. Se quemaban sus pertenencias, se prohibían sus rituales y se demonizaban sus remedios, tildándolos de “pociones”. El objetivo era crear un vacío, una amnesia colectiva, para que la comunidad se viera forzada a depender exclusivamente de los nuevos expertos: el médico para el cuerpo y el sacerdote para el alma. Era una recolonización de la vida cotidiana.

Las consecuencias de este epistemicidio fueron devastadoras y duraderas. Se perdió un acervo incalculable de conocimiento botánico y farmacológico popular, que apenas hoy la ciencia empieza a revalorizar. La salud de las comunidades, especialmente la de las mujeres y los niños, probablemente se resintió al perder a sus cuidadoras más experimentadas y accesibles. Se instauró un modelo de medicina hegemónico que patologizó los procesos naturales del cuerpo femenino y nos alejó de nuestro propio saber corporal.

Queda claro, entonces, que el ataque contra el conocimiento ancestral femenino y persecución de sus portadoras fue una estrategia calculada y no un simple exceso de la superstición. Fue una guerra por el control del saber, del cuerpo y de la vida misma. Entender esta dimensión nos permite trazar una línea directa entre la hoguera de ayer y los debates actuales sobre las patentes farmacéuticas, la apropiación de saberes indígenas y la lucha por la soberanía de nuestros cuerpos y nuestra salud.

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El fuego que no se apaga: La ‘bruja’ como símbolo de resistencia femenina

Resulta muy fácil, y hasta tentador, ver la historia de la caza de brujas únicamente como un relato de victimización pasiva. La brutalidad fue tan abrumadora que parece no dejar espacio para nada más. Sin embargo, reducir a estas mujeres a meras víctimas de un sistema omnipotente es hacerles una segunda injusticia: negarles su agencia, su coraje y su fuerza. Es precisamente al buscar en las grietas de la historia oficial que emerge una figura mucho más compleja y potente. La ‘bruja’ como símbolo de resistencia femenina nace de esta voluntad de leer a contrapelo y escuchar sus ecos de rebeldía.

Para empezar, tenemos que ampliar nuestra idea de lo que significa “resistir”. La resistencia no siempre es una batalla a campo abierto, una carga de caballería contra el enemigo. En contextos de opresión extrema, la resistencia se manifiesta en actos más sutiles, a veces casi invisibles: es la persistencia en ser una misma, la negativa a abandonar un saber, la transmisión clandestina de un conocimiento o la simple defensa de la propia dignidad. Las mujeres rebeldes en la historia nos enseñaron que hay muchas formas de no rendirse.

Una de las formas más evidentes de resistencia fue la práctica continua de sus saberes. A pesar de que curar con hierbas o asistir en un parto se había convertido en una actividad de alto riesgo, muchas mujeres no dejaron de hacerlo. Como documentan Ehrenreich y English (2010), la sanación popular persistió porque la comunidad la necesitaba y porque sus practicantes creían en la validez de su conocimiento. Cada vida que salvaban o cada dolor que aliviaban se convertía en un acto de desafío a la autoridad médica y religiosa.

La historiadora Silvia Federici (2004) enmarca esta persistencia en un contexto de resistencia económica y cultural. Al continuar con sus prácticas basadas en el don, la reciprocidad y el uso comunal de los recursos —como los bosques y sus plantas—, estas mujeres se oponían activamente a la nueva lógica del capitalismo. Se negaban a aceptar que la tierra, el conocimiento y sus propios cuerpos fueran privatizados y convertidos en mercancía. Su apego a un mundo solidario era un acto de resistencia política contra la acumulación originaria.

Incluso en la situación extrema de un juicio, encontramos destellos de una voluntad inquebrantable. Aunque los registros fueron escritos por sus verdugos, a veces se filtran las voces de mujeres que argumentaron, que se defendieron con lógica y coraje, o que incluso maldijeron a sus jueces. Negarse a confesar, sabiendo que la tortura sería la consecuencia, era un acto de resistencia sobrehumano. Requería una integridad y una fortaleza interior que desafiaban por completo la imagen de la mujer como un ser débil y sumiso.

Imaginate el coraje que hacía falta. Estás sola, encadenada, frente a un tribunal de hombres poderosos que ya te han condenado. Te acusan de volar, de pactar con el diablo, de causar todos los males del pueblo. Y vos, en medio de ese delirio, te aferrás a la verdad y decís “no”. Ese “no” es un acto de resistencia tan potente como el levantamiento de un ejército. Es la afirmación de la propia conciencia frente a un poder que busca aniquilarla.

La resistencia también operaba a un nivel simbólico. La imagen de la bruja, tal como la construyeron sus perseguidores, estaba cargada de elementos que ellos mismos temían: una sexualidad femenina libre y no reproductiva, una conexión profunda con la naturaleza salvaje, un poder que operaba en la noche, al margen de las estructuras diurnas del control social. Al proyectar sus miedos en esta figura, sin quererlo, crearon un arquetipo de poder femenino alternativo que, siglos después, sería retomado y resignificado.

Es precisamente a esta genealogía de insumisión a la que se conecta el feminismo cuando se reapropia del símbolo de la bruja. No se trata de una fascinación superficial por la magia o el ocultismo. Se trata de reconocerse en la mujer que fue castigada por ser sabia, por ser independiente, por ser dueña de su cuerpo y de su palabra. Identificarse como “bruja” hoy es un acto político que honra a aquellas que resistieron.

El título de esta sección, “El fuego que no se apaga”, apunta a esta idea. Pudieron quemar sus cuerpos, pero no lograron extinguir la llama de la idea que ellas encarnaban: la idea de que una mujer puede ser su propia autoridad. Esa llama es la memoria de su desafío, es el saber que se transmitió en susurros a pesar del terror, es la dignidad que mostraron frente a la muerte. Es un fuego que ha seguido ardiendo bajo las cenizas de la historia.

En definitiva, mirar a la ‘bruja’ como símbolo de resistencia femenina nos obliga a cambiar la narrativa. Nos permite transformar una historia de opresión en una saga de coraje. Nos invita a dejar de llorar a las víctimas para empezar a celebrar a las luchadoras, reconociendo que su espíritu indómito es una herencia que sigue inspirando y fortaleciendo nuestras propias batallas hoy.

Nuestro aquelarre es ahora: El arquetipo de la bruja y feminismo contemporáneo

Si prestás un poco de atención, te darás cuenta de que la bruja ha regresado con una fuerza arrolladora. Está en nuestros libros, en la música que escuchamos, en las series que miramos y, sobre todo, en las calles, en las banderas y en los cánticos de las marchas feministas. Este regreso no es una casualidad ni una simple moda pasajera. La alianza simbólica entre el arquetipo de la bruja y feminismo responde a una necesidad profunda y actual de encontrar modelos de poder femenino que existan por fuera de la validación y el control patriarcal.

Esta reapropiación política no es nueva, aunque hoy se sienta masiva. Ya a finales de los años 60, en plena efervescencia de la segunda ola feminista, surgió en Estados Unidos el grupo radical W.I.T.C.H. (Women’s International Terrorist Conspiracy from Hell). Ellas fueron pioneras en conectar su lucha con la de las brujas de la antigüedad, a quienes consideraban las primeras mártires de la resistencia contra la opresión de las mujeres. Con sus acciones teatrales y sus “hechizos” públicos contra instituciones machistas, dejaron claro que la bruja podía ser un símbolo de acción política directa.

La periodista y ensayista Mona Chollet (2018), en su influyente libro Brujas, analiza por qué esta figura resuena tan fuerte en el siglo XXI. Sostiene que la bruja encarna tres arquetipos de mujer que la sociedad patriarcal históricamente ha rechazado o temido. Primero, la mujer independiente, especialmente la que no tiene pareja. Segundo, la mujer que decide no tener hijos, desafiando el mandato de la maternidad. Y tercero, la mujer mayor, que al envejecer se libera de la tiranía de la belleza y acumula una sabiduría y una autoridad que la vuelven incontrolable.

El aquelarre, demonizado por la Inquisición como una orgía de perversión, también ha sido resignificado por completo. Hoy, “nuestro aquelarre” son los círculos de mujeres, las asambleas feministas, las colectivas artísticas o simplemente ese grupo de amigas que funciona como red de contención y fortaleza. Son espacios seguros, construidos sobre la confianza y la sororidad, donde podemos compartir nuestros saberes, sanar nuestras heridas y planear nuestras revoluciones, lejos de la competencia y el juicio que nos impone el sistema. La fuerza del grupo es nuestra magia más potente.

Reclamar la figura de la bruja es también un acto de reconciliación con nuestros cuerpos y con la naturaleza. El feminismo contemporáneo, especialmente el ecofeminismo, ve en la bruja un símbolo de rechazo a la explotación capitalista del planeta y a la patologización de los procesos corporales femeninos. La bruja nos invita a escuchar nuestra intuición, a respetar los ciclos de nuestra menstruación y a entender que no somos dueñas de la naturaleza, sino parte de ella. Es una rebelión contra la desconexión que nos impone el mundo moderno.

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Si alguna vez te sentiste poderosa en tu autonomía, o conectada con un saber que no viene de los libros, sino de la experiencia, esta conexión te va a hacer sentido. Si encontraste refugio y fuerza en tus amigas, o si sentiste una furia ancestral contra la injusticia, es probable que entiendas por qué este arquetipo nos interpela tan directamente. La ‘bruja’ como símbolo de resistencia femenina no es una figura externa; es una potencia que muchas mujeres descubren dentro de sí mismas.

Es fundamental entender que esta bruja moderna no se define por la magia sobrenatural, sino por la acción transformadora en el mundo real. Su poder no está en lanzar hechizos, sino en organizarse para luchar por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito. Su caldero son las ollas populares que alimentan a un barrio, y su escoba es el cartel que levanta en una manifestación contra los femicidios. La magia de la bruja contemporánea es la política hecha cuerpo y acción colectiva.

La cultura popular ha sido un vehículo masivo para esta resignificación, aunque con sus matices. Vemos en el cine y la televisión a brujas que ya no son las villanas feas y malvadas, sino heroínas complejas, poderosas y a menudo, moralmente ambiguas. Si bien a veces estas representaciones pueden ser superficiales, también cumplen la función de popularizar un nuevo imaginario. Contribuyen a que una nueva generación de chicas crezca viendo a mujeres poderosas que no necesitan ser princesas.

Por supuesto, como todo símbolo que se masifica, existe el riesgo de que se vacíe de contenido y se convierta en una simple “estética” para vender productos. Podemos ver la “witchy aesthetic” en la moda rápida o en la decoración, despojada de todo su filo político. Aun así, incluso en sus formas más comercializadas, este fenómeno revela un anheulo masivo y genuino por conectar con una fuente de poder femenino que se sienta auténtica.

El resurgimiento del arquetipo de la bruja y feminismo no es, por lo tanto, una moda. Es la evidencia de una sed profunda de genealogía, un deseo colectivo de conectar con una larga línea de mujeres insumisas que nos precedieron. Es reclamar como nuestra la historia de aquellas cuya sabiduría, fuerza y autonomía intentaron, sin éxito, convertir en cenizas para siempre.

Nombrar lo que fue borrado: La urgencia de la reivindicación histórica de las ‘brujas’

La historia no es un territorio neutral; es un campo de batalla donde se disputa el sentido del pasado para darle forma al presente. En esta disputa, la reivindicación histórica de las ‘brujas’ se levanta como un acto político de una potencia inmensa. No se trata simplemente de corregir un capítulo oscuro de los libros, sino de un ejercicio de justicia reparadora que busca sanar una herida que sigue abierta. Nombrar lo que fue deliberadamente borrado es el primer paso para desmantelar las estructuras que perpetuaron ese silencio durante siglos.

Reivindicar, en este contexto, no significa idealizar a estas mujeres ni convertirlas en santas de un nuevo panteón. Significa, por sobre todo, devolverles su aplastante humanidad y su lugar como sujetos complejos en la historia. Implica un esfuerzo activo por dejar de mirarlas a través de los ojos de sus verdugos, cuyos registros son, paradójicamente, casi las únicas fuentes que tenemos. Es aprender a leer los silencios en esos documentos, a encontrar sus voces en las grietas de un relato escrito para aniquilarlas.

La historiadora Anne Llewellyn Barstow (1994) da un paso audaz y necesario al calificar la caza de brujas como un “ginocidio”, un femicidio a escala masiva. Usar un término tan contundente no es una exageración, es una decisión política que nos obliga a mirar el fenómeno de frente y a reconocer su carácter específico de violencia de género. No fue una “locura” social que afectó a todos por igual; fue una campaña de terror dirigida, de forma abrumadora y sistemática, contra las mujeres.

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Este acto de nombrar es fundamental, como nos enseñó la historiadora Gerda Lerner (1986), pionera en insistir en que la historia de las mujeres debía ser escrita para que dejaran de ser una nota al pie de página. Mientras la historia de las mujeres acusadas de brujería en la historia se cuente como una anécdota macabra o una curiosidad folclórica, se perpetúa su marginación. La reivindicación exige que las reconozcamos como lo que fueron: protagonistas de uno de los capítulos más largos de resistencia contra el patriarcado.

En los últimos años, hemos visto surgir memoriales y placas en lugares como Salem, en Estados Unidos, o en distintas ciudades europeas. Estos monumentos son actos públicos de reconocimiento necesarios, un primer paso para que la memoria ocupe un lugar físico en el espacio colectivo. Sin embargo, una placa de bronce no significa nada si no se acompaña de una profunda revisión educativa y cultural. La verdadera reivindicación sucede en las aulas, en los libros, en los documentales y en nuestras conversaciones cotidianas.

Pensá por un instante en la magnitud de lo que se perdió. Pensá en todos los nombres que nunca conoceremos, en las historias de vida que se desvanecieron sin dejar rastro, en las sabidurías que se extinguieron para siempre. Esta conciencia del vacío, de la inmensa pérdida cultural y humana, es lo que le da un sentido de urgencia a nuestro trabajo de memoria. Rescatar cada fragmento, cada nombre, cada historia, es un intento de recuperar un tesoro que nos fue robado a todas.

La construcción de una genealogía feminista es una parte activa de esta reivindicación. No es una tarea que le corresponda solo a las historiadoras en sus archivos. Cuando un grupo de pibas se junta y lee sobre este tema, cuando una artista crea una obra inspirada en ellas, o cuando compartimos un artículo como este, estamos tejiendo colectivamente ese hilo de la memoria. Estamos diciendo: “Ustedes son nuestras ancestras en la lucha, y no las vamos a olvidar”.

Este proceso también tiene una dimensión simbólica y hasta legal en algunos lugares. Aunque ya no podemos llevar a juicio a los inquisidores del siglo XVI, varias ciudades y regiones en el mundo han emitido perdones póstumos y disculpas públicas a las víctimas de la caza de brujas. Estos actos, si bien simbólicos, son importantes porque representan el reconocimiento oficial por parte de las instituciones de que se cometió una injusticia terrible. Son una forma de empezar a saldar una deuda histórica.

Es crucial entender que la reivindicación debe ser inclusiva y evitar nuevas jerarquías. No todas las mujeres acusadas fueron heroínas rebeldes o sabias sanadoras. Muchas fueron simplemente mujeres comunes, niñas, ancianas, atrapadas en una red de celos, miedo o delirio colectivo. La justicia histórica exige que honremos la memoria de todas por igual, reconociendo la diversidad de sus experiencias y entendiendo que, en última instancia, todas fueron víctimas del mismo sistema misógino.

Por lo tanto, la reivindicación histórica de las ‘brujas’ es una tarea política y ética impostergable. Es nuestra forma de mirar al pasado y decirle que no nos es indiferente, que su dolor nos interpela y que su resistencia nos inspira. Y, al mismo tiempo, es nuestra forma de hablarle al presente y de afirmar con contundencia que la historia de la violencia contra las mujeres no volverá a ser silenciada ni minimizada nunca más.

Fuentes:

Barstow, A. L. (1994). Witchcraze: A New History of the European Witch Hunts. Pandora.

Chollet, M. (2018). Sorcières: La puissance invaincue des femmes. La Découverte.

Ehrenreich, B., & English, D. (2010). Witches, Midwives, and Nurses: A History of Women Healers (2nd ed.). The Feminist Press at CUNY.

Federici, S. (2004). Caliban and the Witch: Women, the Body and Primitive Accumulation. Autonomedia.

Lerner, G. (1986). The Creation of Patriarchy. Oxford University Press.

Autor

  • brujas | Rocky Arte

    Comunicadora social y periodista con experiencia en la coordinación de contenidos digitales, Estefanía ha trabajado en proyectos que fusionan la narrativa audiovisual con la investigación periodística. Su interés se centra en la exploración de fenómenos culturales emergentes y en cómo las nuevas tecnologías transforman la manera en que consumimos y producimos cultura. Estefanía aporta una perspectiva fresca y analítica al periodismo cultural.

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