
La ciudad despierta antes que el sol, con el sonido de los colectivos, las persianas metálicas y los músicos callejeros que aún cargan la resaca de la noche anterior. En una esquina, una ilustradora despliega su manta de dibujos, esperando que alguien detenga su paso y, de paso, su prisa. El aire huele a café y a incertidumbre: esa mezcla que conocen bien quienes viven del arte. En un mundo donde la atención se mide en segundos, el aplauso virtual se ha convertido en moneda de cambio. Pero ¿cuánto vale realmente un “me gusta” cuando el alquiler vence el lunes?
Las redes prometieron democratizar la creatividad. En teoría, cualquier persona con talento y conexión a internet podía convertirse en artista. Sin embargo, la promesa de visibilidad se transformó en una trampa: la economía de la atención exige producir sin pausa, existir sin descanso y competir por migajas de tiempo ajeno. La precariedad artística, ese viejo fantasma del arte independiente, hoy se viste de algoritmo y de branding personal. El arte ya no solo necesita emocionar: necesita ser clicable.

Vivimos en una época donde la creatividad parece infinita, pero los recursos para sostenerla son finitos. En los márgenes del capitalismo digital, la vida del artista contemporáneo se convierte en un acto de resistencia, una performance diaria de supervivencia emocional y económica. La pregunta no es solo si el arte puede sobrevivir en esta era, sino si quienes lo hacen posible pueden hacerlo sin quebrarse. Este artículo se adentra en esa tensión: entre el deseo de crear y la necesidad de vivir dignamente, entre la libertad del arte y las cadenas invisibles del algoritmo.
“El precio de la creatividad” no busca lamentarse, sino mirar de frente una realidad que nos concierne: ¿cómo sostener la llama sin quemarse en el intento? En un ecosistema donde la atención es un recurso escaso, cada obra se convierte en un grito por existir. Y, sin embargo, a pesar de todo, el arte sigue apareciendo en los lugares menos esperados, en los muros, en las pantallas, en las calles, recordándonos que la creatividad es también una forma de resistencia.
La economía de la atención no vende productos, vende minutos de vida. En este nuevo orden, el tiempo de las audiencias es la mercancía más valiosa, y las plataformas digitales son las fábricas donde se extrae. Jonathan Crary, en 24/7: Late Capitalism and the Ends of Sleep (2013), advierte que el capitalismo contemporáneo no tolera pausas, ni siquiera el sueño. Cada instante despierto debe producir valor, y eso incluye la creación artística. En este contexto, la creatividad se convierte en una forma de minería emocional.
La promesa inicial era romántica: las redes como vitrinas del talento, los algoritmos como aliados del descubrimiento. Sin embargo, la lógica de la viralidad pronto desplazó a la del contenido significativo. Lo que importa no es tanto la obra, sino su capacidad de captar atención en un mar de estímulos. Así, un cuadro puede valer menos que un reel, una canción menos que un trend. Y el aplauso digital, efímero y gratuito, reemplaza lentamente a la remuneración justa.
El filósofo italiano Franco “Bifo” Berardi lo llama “capitalismo semiótico”, un sistema donde la producción de signos y emociones es la nueva fuente de valor (Berardi, 2009). En este paisaje, artistas, escritores y performers son al mismo tiempo obreros y materia prima. Su subjetividad, su sensibilidad, su deseo, su tiempo, se convierten en recursos explotables. Ya no se trata solo de trabajar con el cuerpo, sino con el alma. El arte se vuelve, así, el campo de batalla donde se libra la disputa por el sentido en medio del ruido.
La precariedad artística no es nueva, pero su forma digital sí lo es. Antes, el artista sobrevivía entre becas, talleres o ferias; hoy sobrevive entre likes, algoritmos y promesas de visibilidad. La plataforma actúa como empleador invisible, asignando recompensas a quien produce sin cesar. Quien se detiene, desaparece del feed. En esta economía, la pausa se penaliza, el descanso se castiga, la desconexión se interpreta como irrelevancia.

Esa transformación altera no solo la economía, sino también la estética. La obra se diseña para ser compartida, no contemplada. El ritmo frenético de la red impone nuevas métricas: duración, viralidad, interacción. Lo íntimo se transforma en contenido, y la experiencia creativa se fragmenta en microformatos adaptados al algoritmo. El arte deja de ser una conversación profunda para convertirse en un monólogo interrumpido.
Las consecuencias son visibles: burnout, ansiedad, pérdida de propósito. Lo que antes era un proceso introspectivo hoy se mide en métricas públicas. La creatividad se confunde con productividad, y el silencio, esa pausa esencial del pensamiento artístico, se vuelve sospechoso. “Publicar o morir” reemplaza a “crear o morir”. La precariedad no es solo económica, sino también emocional.
La economista española Remedios Zafra ha descrito este fenómeno con precisión en El entusiasmo: precariedad y trabajo creativo en la era digital (2017). Zafra sostiene que el entusiasmo se convierte en una forma de control: se explota la pasión del creador bajo la ilusión de libertad. Cuanto más se ama lo que se hace, más fácil es aceptar hacerlo gratis. La vocación, en el capitalismo cultural, se vuelve una trampa.
En las calles de Buenos Aires, Santiago o Madrid, la historia se repite. Músicos tocan por propinas mientras gestionan sus perfiles de Spotify; pintoras suben obras a Instagram con la esperanza de una exposición que rara vez llega. La comunidad artística oscila entre la visibilidad y el olvido, entre el deseo de ser vistos y el miedo de desaparecer. La precariedad se disfraza de oportunidad, la competencia de comunidad.
Pero incluso en este contexto, el arte resiste. Cada mural callejero, cada poema anónimo, cada canción independiente publicada desde un cuarto pequeño es un acto de desafío al sistema. En la economía de la atención, crear sigue siendo un gesto político. Un recordatorio de que no todo valor puede medirse en clics ni traducirse en datos.
El desafío de esta era no es solo recuperar la dignidad económica del artista, sino su derecho al tiempo. Tiempo para observar, para equivocarse, para no producir. Porque si el mercado captura la atención, el arte puede recuperar la mirada. Y en esa diferencia, quizá, aún exista una posibilidad de liberación.
El brillo de la pantalla se ha vuelto una extensión del cuerpo creativo. Cada publicación es una pequeña ofrenda al algoritmo, una apuesta a ser visto entre millones de otros intentos de existencia. Lo que antes se pensaba como inspiración hoy se programa en calendarios de contenido, en estrategias de engagement, en métricas semanales. La espontaneidad se administra; la autenticidad, se planifica. En la era digital, incluso la pasión tiene un horario.
El mito del artista apasionado, aquel que crea por puro amor al arte, ha sido reciclado por el capitalismo cognitivo para justificar la precariedad. “Hacelo porque te gusta”, dicen, mientras los ingresos desaparecen y la exposición se convierte en recompensa simbólica. El entusiasmo, esa energía vital que impulsa a crear, se transforma en motor de autoexplotación. Se trabaja sin descanso, con el convencimiento de que cada sacrificio traerá visibilidad. Pero la visibilidad no paga el alquiler.
La comunidad creativa vive en una paradoja: deben mantenerse presentes en el mundo digital para no desaparecer, pero esa misma presencia constante erosiona su salud mental. Las jornadas no tienen fin ni fronteras; el estudio, la casa y la pantalla se funden en un mismo espacio. Lo que antes era una elección, crear de noche, en soledad, con música o silencio, ahora se convierte en rutina impuesta por la urgencia de ser relevantes. La ansiedad reemplaza al deseo; el algoritmo, a la musa.
El burnout creativo se ha vuelto una pandemia silenciosa. Un estudio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT, 2023) reveló que el sector cultural presenta índices de estrés y depresión superiores al promedio global, especialmente en entornos digitales. El trabajo autónomo, sin derechos ni estabilidad, se disfraza de libertad. Pero en realidad, lo que muchos llaman “independencia” es la precarización institucionalizada. Sin sindicatos, sin contratos, sin descanso.
La artista mexicana Mariana Botey escribió que “crear en el capitalismo contemporáneo es una forma de resistencia, pero también una forma de desgaste” (Botey, 2020). Ese desgaste se siente en los cuerpos: insomnio, ansiedad, fatiga creativa. El artista no solo produce obras; produce versiones de sí mismo para sostener su marca personal. El yo se convierte en un producto que debe ser coherente, visible, rentable. Y en ese proceso, algo esencial se pierde: el placer de crear sin público.
La mercantilización de la subjetividad borra los límites entre lo íntimo y lo público. Compartir se vuelve una obligación, no una elección. Las emociones, alegría, tristeza, frustración, se transforman en contenido; la vulnerabilidad se mide en reproducciones. Lo que se muestra como autenticidad es, muchas veces, una estrategia de supervivencia. El alma se exhibe como herramienta de marketing. La creatividad se convierte en espectáculo.
En los talleres y colectivos artísticos surgen nuevas preguntas: ¿cómo cuidar el deseo de crear cuando todo empuja a agotarlo? ¿cómo sostener la inspiración sin que se convierta en trabajo emocional? Estas preguntas, que antes pertenecían al ámbito privado, hoy son parte de un debate urgente sobre salud mental y cultura. Porque la precariedad no es solo económica, también es existencial. Se trata de cómo el sistema nos enseña a amar lo que nos consume.
Sin embargo, en medio del cansancio, aparece una forma de lucidez. Cada vez más artistas reconocen que el descanso también puede ser político. Que desconectarse, negarse a producir o a publicar, es una forma de resistencia frente a la maquinaria del rendimiento. Recuperar el silencio, la pausa, el aburrimiento incluso, se convierte en un acto revolucionario. Como escribió la pensadora Jenny Odell en How to Do Nothing (2019), “atender al mundo más allá de las pantallas es recuperar la atención como bien común”.
La precariedad artística revela una verdad incómoda: no basta con crear, hay que sobrevivir. En la economía de la atención, el arte corre el riesgo de perder su sentido más profundo si se subordina a las lógicas del mercado. Pero resistir implica también repensar cómo, con quién y para quién se crea. Tal vez el primer paso sea volver a habitar el tiempo con dignidad. Hacer del ritmo propio un gesto político.
La dignidad se mide, muchas veces, en cifras invisibles. Mientras las plataformas presumen de millones de usuarios, las cuentas del sector cultural se llenan de notificaciones, no de dinero. Cada “me gusta” promete un futuro que rara vez llega, un contrato que nunca se firma, una exposición que se posterga indefinidamente. En esta nueva economía, el trabajo creativo produce valor para otros, pero rara vez para quien lo genera. El arte digital, tan brillante en la pantalla, esconde una oscuridad contable.
El mercado del arte contemporáneo convive con esta paradoja: el mismo sistema que celebra la creatividad la paga con exposición. Las instituciones culturales se benefician del prestigio simbólico del colectivo cultural emergente, pero los honorarios se disuelven en invitaciones y networking. La frase “no hay presupuesto, pero habrá visibilidad” se repite como mantra neoliberal. Detrás de cada festival, muestra o feria, se acumulan horas de trabajo no remunerado. El entusiasmo vuelve a ser moneda de cambio.
Las plataformas digitales, que prometieron democratización, reproducen viejas jerarquías bajo nuevos nombres. Un estudio de Creative Economy Report (UNESCO, 2023) revela que el 80 % de la comunidad trabajadora del arte y la cultura en línea obtiene menos del salario mínimo mensual de su país. El algoritmo, lejos de distribuir equitativamente la visibilidad, concentra la atención en un pequeño porcentaje de perfiles privilegiados. La supuesta horizontalidad digital es una pirámide disfrazada de comunidad. En la base, la mayoría sostiene el brillo ajeno.

La artista y escritora española Remedios Zafra lo resume así: “la precariedad cultural se alimenta del amor al trabajo” (Zafra, 2017). El problema no es la falta de talento, sino la normalización de la explotación. El sistema se sostiene porque quienes lo habitan lo aman. Pero amar lo que se hace no debería significar aceptar vivir en la incertidumbre. La pasión no paga la luz. El romanticismo del “artista pobre” ya no inspira: agota.
La pandemia evidenció estas grietas. Cuando los teatros cerraron y las galerías quedaron vacías, la red se volvió el único escenario posible. Pero también el más desigual. Quienes tenían recursos tecnológicos y redes previas pudieron sostenerse; el resto quedó en el silencio. El streaming y los live shows revelaron que la supuesta gratuidad del arte digital se sostiene sobre la precariedad de miles. La cultura se consumía más que nunca, pero sus productores sobrevivían con menos.
En Buenos Aires, colectivos como Artistas Organizados o el RADAR Intersindical de la Cultura comenzaron a visibilizar estas condiciones. Marchas, manifiestos y campañas en redes exigieron algo tan básico como un pago digno por el trabajo artístico. Sus consignas eran simples, pero radicales: “sin artistas no hay cultura”, “el arte no se paga con difusión”. En Santiago o Madrid, iniciativas similares multiplicaron el reclamo. La crisis compartida se transformó en conciencia colectiva.
La precariedad económica impacta también en la diversidad cultural. Cuando vivir del arte se vuelve privilegio, solo quienes pueden sostenerse sin ingresos permanecen. Esto excluye a voces marginalizadas, a comunidades racializadas, a identidades disidentes. La economía de la atención, que se presenta como inclusiva, termina reforzando desigualdades estructurales. La representación diversa se celebra en el discurso, pero rara vez se remunera en la práctica.
La pregunta es incómoda: ¿qué tipo de cultura se construye cuando la supervivencia depende del algoritmo? La presión por producir contenido rentable impone una estética homogénea, fácil de digerir. Lo disruptivo, lo lento, lo experimental quedan fuera del radar. Así, el arte se adapta al formato más consumible: breve, brillante y olvidable. El capitalismo digital transforma la creación en entretenimiento continuo y el pensamiento crítico en ruido de fondo.
Sin embargo, en los intersticios del sistema surgen modelos alternativos. Plataformas cooperativas, financiamiento comunitario, residencias autogestionadas. Proyectos como Patreon, Open Collective o Substack muestran que existen formas más justas de redistribuir el valor, aunque todavía son insuficientes frente al poder corporativo. Lo que se juega no es solo un salario, sino el derecho a imaginar futuros culturales sostenibles. La dignidad creativa se construye colectivamente.
Tal vez la verdadera revolución artística de nuestro tiempo no sea tecnológica, sino ética. Repensar el arte como trabajo implica romper con siglos de romanticismo y asumir su dimensión material. Significa exigir políticas públicas culturales, derechos laborales, seguridad social. Porque la creación no debería ser un lujo, sino una forma de vida posible. Y en esa posibilidad, se juega también el futuro de nuestra cultura.
El algoritmo no tiene rostro, pero dicta el pulso de la cultura contemporánea. En su lógica opaca se decide qué obras serán vistas, qué voces artísticas serán celebradas y cuáles quedarán sumidas en el olvido digital. Las plataformas actúan como nuevos curadores invisibles: seleccionan, jerarquizan y moldean el gusto colectivo. Lo que antes dependía de un crítico o de una institución, hoy se determina por un sistema matemático que responde a intereses comerciales. El arte se convierte en dato, la sensibilidad en estadística.
Esa aparente neutralidad tecnológica es una ilusión. Los algoritmos no son objetivos; reflejan los sesgos de quienes los programan. La investigadora Safiya Umoja Noble, en Algorithms of Oppression (2018), demostró cómo los sistemas digitales reproducen desigualdades raciales, de género y de clase. En el campo cultural, eso significa que ciertos cuerpos, acentos o estéticas tienen más probabilidades de ser visibilizados que otros. La supuesta meritocracia digital es una nueva forma de exclusión maquillada de oportunidad.
La visibilidad se ha transformado en un bien de lujo. Quienes logran dominar el lenguaje de las plataformas, la frecuencia, la tendencia, la hora exacta, acumulan atención como capital simbólico. Pero esa atención, distribuida de manera desigual, se convierte en poder. Poder para obtener financiamiento, colaboraciones, legitimidad. El artista visible no siempre es el más talentoso, sino el más adaptable al ritmo del algoritmo. Y esa adaptabilidad tiene un costo humano y estético.
En la economía de la atención, las métricas sustituyen a la crítica. Los “me gusta” reemplazan los ensayos; los “views”, a las reseñas. Lo que importa ya no es la profundidad del mensaje, sino la velocidad de su circulación. El contenido efímero se premia; la reflexión pausada se penaliza. El arte, al entrar en esa lógica, corre el riesgo de despojarse de su potencia transformadora. Se convierte en entretenimiento inofensivo, diseñado para mantenernos conectados, no conscientes.
Las redes sociales operan como museos descentralizados donde cada persona puede exponer su obra, pero pocas logran permanecer. La visibilidad no garantiza permanencia; al contrario, exige un esfuerzo constante por sostenerla. Cada publicación debe superar a la anterior, cada tendencia sustituir a la previa. Lo efímero se normaliza, y con ello, el olvido. Lo que no se publica, no existe. Y lo que no se mide, no vale.

La artista y activista Tabita Rezaire ha señalado que “la infraestructura digital también es espiritual: determina cómo nos conectamos y qué cuerpos tienen acceso a esa conexión” (Rezaire, 2016). Su visión apunta a algo esencial: el algoritmo no solo organiza datos, sino también relaciones humanas. Decide quién habla y quién escucha, quién inspira y quién desaparece. En este sentido, luchar por la visibilidad no es solo una cuestión de marketing, sino de justicia simbólica.
La saturación visual ha hecho del público un espectador fatigado. Ante la sobreabundancia de estímulos, la atención se fragmenta, se dispersa, se pierde. Las plataformas lo saben y lo explotan: cada interrupción, cada anuncio, cada desplazamiento del dedo es una oportunidad de monetización. En ese ciclo de consumo infinito, el arte se convierte en pausa mínima entre publicidades. La contemplación, ese acto casi sagrado, se vuelve un lujo que pocos pueden permitirse.
Frente a este escenario, algunos artistas experimentan con tácticas de invisibilidad. Desaparecer del feed, borrar publicaciones, reducir la exposición. Estas estrategias buscan recuperar el control sobre la propia narrativa y revalorizar el silencio como espacio creativo. En una cultura que asocia la presencia constante con el éxito, elegir no estar es un gesto político. La ausencia, en este contexto, puede decir más que cualquier post.
Sin embargo, la resistencia también pasa por ocupar los espacios digitales desde la disidencia. Colectivos feministas, queer y decoloniales reconfiguran el uso de las redes, transformándolas en espacios de solidaridad y denuncia. Crean hashtags que no solo viralizan causas, sino también afectos. En ese territorio híbrido, el arte vuelve a ser comunidad. La visibilidad deja de ser un fin y se convierte en herramienta: un medio para tejer redes, no para escalar posiciones.
La batalla por la atención, entonces, no es solo económica o estética, sino ética. Implica decidir qué queremos ver, a quién queremos escuchar y cómo construimos colectivamente la mirada. El poder del algoritmo se debilita cuando la audiencia elige conscientemente a quién sostener. En ese gesto cotidiano, dar tiempo, no solo clics, se esconde la posibilidad de una nueva política cultural: más humana, más justa, más libre.
En los márgenes del algoritmo, donde la visibilidad se desvanece y el mercado no llega, florecen otras formas de sostener la creatividad. Pequeños círculos de confianza, cooperativas artísticas, talleres comunitarios y residencias autogestionadas se convierten en refugios. Allí, la lógica no es competir, sino compartir. La moneda ya no es la atención, sino el cuidado mutuo. Frente a la precariedad, emerge la ternura como resistencia.
La artista argentina Mora García Medici define esta práctica como “cuidar lo invisible”: atender los procesos, los vínculos, los gestos que no se monetizan pero que sostienen la creación. En esos espacios, la colaboración sustituye la competencia, y la empatía se vuelve herramienta de trabajo. Lo importante no es la viralidad de la obra, sino el bienestar de quienes la hacen posible. Así, la creatividad deja de ser un sacrificio individual y se transforma en una experiencia colectiva. El arte recupera su dimensión humana.
Las economías afectivas funcionan como contrapunto al capitalismo digital. No se miden en clics ni en dinero, sino en vínculos y confianza. En muchas ciudades de Latinoamérica, colectivos como Casa Brandon (Buenos Aires), Espacio Elefante (Santiago) o La Escocesa (Barcelona) demuestran que otra manera de producir arte es posible. Allí, les artistas comparten recursos, espacios y saberes, generando una sostenibilidad basada en la cooperación. Cada proyecto es, a la vez, una comunidad.
Estas redes no niegan la precariedad, pero la enfrentan con organización y creatividad. Construyen alternativas en un sistema que no las contempla: bancos de tiempo, fondos comunes, trueques de saberes. El arte se convierte en tejido, no en mercancía. La reciprocidad reemplaza a la competencia. En esos intercambios, el valor se redefine: no es lo que genera ingresos, sino lo que genera vínculos.
Las nuevas generaciones de artistas entienden que no hay futuro posible sin comunidad. La cultura del cuidado surge como una ética del trabajo creativo: cuidar del propio cuerpo, de la salud mental, de la comunidad, del planeta. No es una idea romántica, sino una necesidad política. En un sistema que agota, cuidar es un acto de rebeldía. Porque lo que se cuida, resiste.
En los talleres autogestionados, el tiempo se desacelera. Se conversa, se comparte comida, se escucha música. El proceso creativo vuelve a tener lugar en la presencia, no en la productividad. La obra deja de ser un producto terminado para convertirse en experiencia compartida. Allí, la inspiración no se busca: aparece entre mates, risas y silencios. Es una vuelta al origen: crear para conectar, no para competir.
Las economías afectivas también desafían la noción tradicional de éxito. En lugar de medir la valía por premios o seguidores, se reconoce el impacto emocional y social del arte. Un mural pintado colectivamente en una villa puede transformar más que una exposición internacional. Un poema leído en una asamblea puede generar más diálogo que mil publicaciones virales. Lo que importa no es la escala, sino la huella. El arte vuelve a ser territorio común.
La escritora y crítica cultural María Ruido sostiene que “el trabajo del arte debería medirse por su capacidad de generar comunidad, no capital” (Ruido, 2019). Esa afirmación resume el espíritu de las economías afectivas: crear para cuidar, cuidar para crear. En tiempos de hiperconexión y soledad, construir redes genuinas es una forma de supervivencia emocional. La solidaridad se convierte en infraestructura invisible, pero vital.
Sin embargo, estas formas alternativas también enfrentan desafíos. La falta de financiamiento público, la precarización del espacio urbano y la sobrecarga emocional amenazan su continuidad. El cuidado no puede reemplazar las políticas culturales, pero puede inspirarlas. Si los Estados entendieran el valor simbólico y social de estas redes, podrían transformar la estructura misma del sistema artístico. El arte no necesita caridad: necesita justicia.
En última instancia, cuidar lo invisible es cuidar la posibilidad misma del arte. Es reconocer que detrás de cada obra hay cuerpos que sienten, descansan, se enferman, se agotan, pero también sueñan. Que la sostenibilidad cultural no se construye con algoritmos, sino con afecto, tiempo y comunidad. Porque en el fondo, lo que mantiene viva la creatividad no es la atención, sino el amor por compartirla.
La pregunta persiste como un eco que no se disuelve: ¿puede el arte sostenerse sin sacrificarse? La economía de la atención ha transformado la creatividad en un campo de batalla, pero también ha abierto grietas donde se filtra la esperanza. En esas fisuras florece algo que el mercado no puede cuantificar: la dignidad. El valor del arte no está en sus cifras, sino en su capacidad para recordarnos quiénes somos cuando todo lo demás se acelera. Crear, hoy, es un acto de desaceleración radical.
Reimaginar el valor implica cambiar las métricas. No medir el éxito en seguidores ni en reproducciones, sino en resonancia. En la forma en que una obra logra acompañar, inspirar, incomodar. En cómo un texto puede iluminar una calle oscura o un mural puede abrazar a una comunidad. El arte no se reduce a su visibilidad, sino a su capacidad de conectar. Lo que importa no es ser visto, sino ser sentido. Esa es la revolución que el capitalismo digital no entiende.
Volver a darle al tiempo su peso es recuperar la autonomía creativa. Porque el tiempo, ese recurso que el mercado nos roba, es la verdadera materia prima del arte. El tiempo para pensar, para errar, para no producir, para simplemente estar. Defender el tiempo propio es defender la libertad de imaginar sin propósito mercantil. Es una forma de decir: mi atención no está en venta. La cultura del tiempo es la antítesis de la cultura del rendimiento.
En ese gesto de desacelerar se esconde una ética. Significa volver a confiar en la lentitud, en los procesos invisibles, en las obras que maduran al ritmo de la vida. Significa resistir la urgencia del “publicar ahora” y abrazar el derecho a la demora. La periodista y ensayista Rebecca Solnit escribió que “la esperanza es una disciplina lenta” (Solnit, 2020), y esa frase resuena en el corazón de quienes crean. El arte necesita lentitud para ser verdadero, y verdad para ser transformador.
Las instituciones culturales tienen aquí una responsabilidad ineludible. No basta con exhibir diversidad en sus catálogos si no garantizan condiciones materiales dignas para quienes la hacen posible. Los museos, galerías, centros culturales y medios deben convertirse en espacios de redistribución y cuidado, no de explotación simbólica. Financiar el arte no es un gasto, es una inversión en el tejido emocional y político de nuestras sociedades. Sin dignidad, no hay cultura posible.
La transformación también comienza desde lo cotidiano. Elegir pagar por el trabajo creativo, apoyar a artistas locales, compartir sin apropiarse, valorar lo que no busca viralidad. Cada gesto cuenta en la construcción de un ecosistema más justo. No se trata solo de consumir arte, sino de sostenerlo. En ese sentido, la audiencia no es pasiva: es parte activa del cambio. La cultura se sostiene con tiempo, atención y compromiso.
La digitalización del arte no es el enemigo, pero sí un desafío ético. Las herramientas tecnológicas pueden liberar o esclavizar según cómo se usen. El algoritmo puede ser un medio para difundir justicia, si no se le entrega el control total. Reimaginar la relación entre arte y tecnología es clave para construir una cultura sostenible. La innovación no debería devorar la sensibilidad, sino amplificarla. La humanidad del arte debe permanecer intacta.
Frente a la precariedad y la saturación, el arte ofrece algo que ninguna plataforma puede replicar: sentido. En un mundo donde la atención se compra y se vende, el arte sigue siendo uno de los pocos espacios donde la experiencia no se mide, se siente. Esa es su fuerza subversiva, su poder inalienable. Cada pintura, canción o palabra que nos conmueve es una forma de recordar que no todo tiene precio. Que todavía hay cosas que se hacen por amor, pero que ese amor merece ser remunerado.
Tal vez la respuesta no esté en abolir la economía de la atención, sino en humanizarla. En construir un pacto nuevo entre artistas, públicos e instituciones basado en respeto, tiempo y reciprocidad. En entender que la creatividad no es un recurso inagotable, sino una práctica que requiere cuidado. Que la belleza no se mide en clics, sino en presencia. Que la atención, cuando se ofrece con conciencia, puede ser también una forma de justicia.
Porque al final, lo que está en juego no es solo la supervivencia del arte, sino la posibilidad de una vida más habitable para quienes lo crean. Y en esa lucha, todos tenemos un papel. Mirar, escuchar, compartir y sostener no son gestos pequeños: son formas de cambiar el mundo. Tal vez el futuro de la cultura no se mida en trending topics, sino en la capacidad de cuidarnos mutuamente mientras seguimos creando.
La creatividad no es infinita, pero el cuidado sí puede serlo. Si esta lectura te interpeló, compartila, apoyá a un artista independiente o participá en una red cultural local. Cada gesto cuenta. En Rock & Arte creemos que sostener la cultura es un acto colectivo, y empieza con prestar atención, pero de la buena: la que escucha, la que acompaña, la que transforma.
Berardi, F. (2009). The Soul at Work: From Alienation to Autonomy. Los Angeles, CA: Semiotext(e).
Botey, M. (2020). Contra la desaparición del arte político: ensayos sobre estética y crítica contemporánea. Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Instituto de Investigaciones Estéticas.
Crary, J. (2013). 24/7: Late Capitalism and the Ends of Sleep. London: Verso Books.
Noble, S. U. (2018). Algorithms of Oppression: How Search Engines Reinforce Racism. New York, NY: New York University Press.
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Rezaire, T. (2016). Decolonial Healing: In Our Own Image. Recuperado de https://tabitarezaire.com
Ruido, M. (2019). Estado del malestar. Una cartografía del trabajo contemporáneo en el arte y la cultura. Madrid: Brumaria.
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