
En este siglo, pareciera que la palabra “autenticidad” está en boca de todes, una especie de mantra cultural. Desde las redes sociales hasta la publicidad, todo se vende bajo el rótulo de “genuino”, “real” o “sin filtros”. Esta búsqueda incansable de lo verdadero, lo no fabricado, lo espontáneo, se volvió una obsesión colectiva. Es como si persiguiéramos un fantasma en cada interacción digital. La autenticidad se convirtió en un valor supremo.
Sin embargo, esta búsqueda desesperada por la autenticidad esconde una paradoja compleja y fascinante. Paradójicamente, generó nuevas y sofisticadas formas de simulación y performance constante. Cuanto más intentamos ser “auténticos”, más caemos en la trampa de construir una fachada. Creamos una versión curada y meticulosamente diseñada de nuestra identidad. La autenticidad, entonces, se nos escurre entre los dedos.
La “trampa de la autenticidad en la era digital” es uno de los grandes simulacros de nuestro tiempo. Nos preguntamos qué significa ser “auténtico” cuando cada gesto, cada imagen, cada relato, está potencialmente destinado a ser consumido. Todo parece estar planeado para ser monetizado o validado por una audiencia que nos observa. La espontaneidad se convierte en una estrategia de marketing personal. No hay espacio para lo verdaderamente genuino.

La obsesión por lo “real” en las redes sociales nos empuja a un ciclo vicioso. Vemos vidas aparentemente perfectas y genuinas, y sentimos la presión de emularlas. Esto lleva a una homogenización de las experiencias, donde la originalidad se sacrifica. Lo que “viraliza” o “conecta” se vuelve la norma a seguir para todes. Así, la supuesta búsqueda de la verdad individual se convierte en una fuerza homogeneizadora muy peligrosa.
Las plataformas digitales son cómplices activas de esta trampa. Con sus métricas, algoritmos y sistemas de recompensa, incentivan la producción de un tipo específico de “autenticidad” rentable. Nos empujan a crear contenido que genere interacciones, sin importar si es genuino o no. La lógica del algoritmo premia la performance y la visibilidad constante. La espontaneidad, entonces, queda relegada a un segundo plano.
Este fenómeno se ve reflejado en el arte y en las experiencias de consumo. Artistas que se presentan como “genuinos” en su estilo o proceso creativo. Marcas que prometen “experiencias reales” a través de productos cuidadosamente diseñados para parecer espontáneos. La autenticidad se convierte en una estrategia más de venta, una mercancía que se puede comprar y vender. Es una fachada cuidadosamente diseñada para el público.
La crítica a la búsqueda de lo ‘real’ en redes sociales es fundamental para desarmar este engaño. Nos damos cuenta de que la verdad se disuelve en una infinita serie de reflejos y copias. Lo que vemos no es la realidad, sino una versión de la realidad que nos quieren vender. Esta es la esencia del simulacro baudrillardiano en su máxima expresión.
La constante búsqueda de lo “genuino” nos lleva a un callejón sin salida, donde la copia de la copia de lo “real” se convierte en la norma. Los filtros y las ediciones nos muestran un mundo que no existe. La originalidad queda relegada, y lo que se busca es la réplica perfecta. Así, la verdad se diluye en una espiral de imágenes y relatos prefabricados.
Las relaciones personales también se ven afectadas por esta búsqueda. La mediación de las pantallas nos impulsa a una performatividad constante. Queremos mostrarle a los demás que somos auténticos, pero terminamos actuando un guion. La espontaneidad de los vínculos se pierde en esta necesidad de validación externa.
Nos agotamos de tener que ser “auténticos” online, y esta es una carga invisible que llevamos a cuestas. La presión por mantener una imagen impecable nos consume energía. Sentimos que no podemos fallar o mostrar nuestras vulnerabilidades. Así, la autenticidad se vuelve una fuente de estrés constante.
Esta paradoja de la autenticidad nos invita a una incómoda introspección sobre nuestras propias vidas. ¿Hasta qué punto somos partícipes de esta trampa digital? ¿Estamos vendiendo una imagen o estamos siendo realmente nosotres? Es un llamado a dudar, a desconfiar de lo que se presenta como “auténtico” a primera vista.
El análisis de la autenticidad como simulacro nos impulsa a buscar nuevas formas de verdad. Debemos escapar al dictado de la performance y el consumo constante de imágenes. Es una invitación a la reflexión profunda sobre qué es lo verdaderamente real en nuestras vidas. Este es el primer paso para una existencia más genuina.
El filósofo francés Jean Baudrillard nos dejó una idea poderosa: el simulacro. Para él, en la sociedad contemporánea, la distinción entre lo real y su representación se desdibuja, hasta el punto en que la copia se vuelve más “real” que el original (Baudrillard, 1981). Si miramos nuestro feed de Instagram o TikTok, vemos esta teoría cobrar vida de una manera asombrosa. Las imágenes y relatos que consumimos ya no remiten a una realidad preexistente, sino que crean una nueva.
Baudrillard (1981) habla de la “precesión de los simulacros”, donde la imagen precede y, en muchos casos, sustituye a la realidad. Pensemos en un influencer que comparte una foto “espontánea” de su desayuno perfecto. Esa imagen, cuidadosamente encuadrada y editada, no es un reflejo de un momento real, sino una construcción diseñada para generar una reacción. La foto, el simulacro, tiene más peso que el desayuno en sí. El ritual de la foto se vuelve más importante que la comida.
Esta es la esencia de la “trampa de la autenticidad en la era digital”: la búsqueda de lo “genuino” nos lleva a crear representaciones. La gente anhela ver lo “auténtico” de los demás, pero lo que obtiene son versiones pulidas y estratégicas. Lo que se viraliza no es la vida tal cual es, sino la vida tal como se desea que sea vista. La autenticidad como performance online es la norma. La espontaneidad se ensaya con esmero.
El concepto de Baudrillard (1983) de “hiperrealidad” se ajusta perfectamente al mundo digital. La hiperrealidad es aquello que es más real que lo real, donde los signos de lo verdadero se reproducen sin un original que los respalde. Cuando vemos una foto de un paisaje paradisíaco en un feed, esa imagen puede ser tan perfecta que supera cualquier experiencia que tengamos de ese lugar. La representación se convierte en la única realidad que conocemos de ese sitio. El filtro se come la vista original.
Las redes sociales se convirtieron en el laboratorio perfecto para el simulacro. La gente construye personajes, narrativas y estéticas que, si bien se presentan como “yo auténtico”, son en realidad una serie de elecciones y ediciones conscientes. Cada posteo es una capa más en la construcción de una identidad digital. Lo que se percibe como “real” es, en muchos casos, una simulación muy elaborada. Así, la verdad se disuelve en el algoritmo.
La crítica a la búsqueda de lo ‘real’ en redes sociales nos lleva a un punto crucial: ¿qué queda de lo verdaderamente genuino cuando todo es susceptible de ser posteado? La espontaneidad se vuelve un recurso más, una estrategia para generar engagement. Nos comportamos como si estuviéramos siendo filmados, incluso en los momentos más íntimos. La vida se convierte en un set de filmación constante para un público invisible.
El análisis de la autenticidad como simulacro nos obliga a cuestionar la raíz de nuestras interacciones digitales. No solo estamos viendo imágenes, estamos consumiendo ficciones que se presentan como verdad. Estas ficciones, a su vez, influyen en cómo construimos nuestra propia identidad y en cómo percibimos el mundo. La frontera entre el yo “online” y “offline” se vuelve cada vez más borrosa. La vida se vuelve una puesta en escena.

La paradoja de la autenticidad performativa es que, al intentar ser “más” auténticos, nos volvemos menos genuinos. Nos perdemos en la necesidad de validación externa, midiendo nuestro valor por la cantidad de likes o seguidores. Esta presión nos aleja de nuestra propia voz y nos homogeniza con lo que el algoritmo premia. La copia se vuelve la norma a seguir.
El negocio de vender autenticidad es una clara manifestación de este simulacro. Marcas y campañas publicitarias utilizan “influencers” que promueven productos con un tono supuestamente “genuino” y personal. El marketing apela a la confianza que la audiencia tiene en estas figuras, que se presentan como “uno más” pero son, en realidad, voceros de intereses comerciales. La credibilidad se monetiza sin problemas.
Las fotos de “sin filtro” o la “estética de lo ‘real'” en TikTok y BeReal son el simulacro de segundo orden. Buscan dar la ilusión de espontaneidad, pero son tan construidas como las producciones más elaboradas. La idea de “mostrar la vida tal cual es” se convierte en una nueva forma de performance. La apariencia de lo no curado es, en sí misma, una curación.
Es fundamental desconfiar de lo que se presenta como “auténtico” a primera vista. La guía para entender el género no binario de nuestra existencia digital implica reconocer estas capas de simulación. Es una invitación a la reflexión y a la búsqueda de una verdad que escape al dictado de la performance y el consumo constante.
En definitiva, tu feed de Instagram es una obra de Baudrillard porque la “realidad” que ves ahí es, en gran medida, una construcción. Es un reflejo de lo que creemos que queremos ver, o lo que nos dicen que es deseable. La copia se come al original, y nos quedamos con una hiperrealidad que, irónicamente, se siente más “verdadera” que la vida misma.
La obsesión contemporánea por la autenticidad nos puso en un escenario gigante sin darnos cuenta. Cada posteo, cada historia, cada comentario que hacemos en redes, es parte de una performance elaborada. Queremos mostrar un “yo auténtico”, pero en el fondo estamos actuando un guion. Esta búsqueda de lo “genuino” en el mundo digital nos empuja paradójicamente a la performatividad constante. Es una contradicción que nos atraviesa.
La “trampa de la autenticidad en la era digital” reside justamente en esta paradoja. Nos esforzamos por ser espontáneos, pero esa espontaneidad termina siendo cuidadosamente planificada. Pensemos en las fotos “sin filtro” o los videos “improvisados” que inundan los feeds. Detrás de esa aparente naturalidad, hay una elección de encuadre, una edición sutil o incluso varias tomas fallidas. Lo que se presenta como real es, en verdad, un producto bien curado.
El sociólogo Erving Goffman (1959) ya hablaba de la vida como un teatro, donde constantemente gestionamos las impresiones que causamos en los demás. En la era digital, este “manejo de la impresión” se magnificó exponencialmente. Las redes sociales son el escenario principal donde presentamos nuestro “yo” idealizado. Nos volvemos directores, guionistas y actores de nuestra propia narrativa personal.
La autenticidad como performance online es una respuesta a la presión por la validación externa. Las métricas de likes, comentarios y seguidores nos condicionan a producir un tipo específico de contenido. Si algo “viraliza” o “conecta” con la audiencia, tendemos a replicarlo, aunque no sea del todo fiel a nuestra esencia. La originalidad es sacrificada en el altar de lo que el algoritmo premia. Así, el yo individual se homogeniza.
Esta dinámica también explica por qué la autenticidad en redes sociales es falsa en muchos casos. No es que las personas mientan deliberadamente todo el tiempo, sino que seleccionan y editan sus experiencias. Mostramos lo mejor, lo más atractivo, lo que creemos que será aprobado por les demás. Las vulnerabilidades y los momentos “menos fotogénicos” quedan fuera del guion. Construimos una fachada pulcra y atractiva.

La búsqueda de lo “real” se convierte en una estrategia de marketing para influencers y marcas por igual. Ellos comprendieron que la audiencia anhela conexiones “genuinas”, por eso construyen identidades que parecen accesibles y espontáneas. Detrás de ese carisma “natural”, hay un equipo de trabajo, contratos publicitarios y una planificación meticulosa. El negocio de vender autenticidad es uno de los más rentables hoy en día.
Un ejemplo claro de esta performance es la “estética de lo ‘real'” en plataformas como TikTok o BeReal. Aunque se promocionan como espacios para mostrar la vida sin filtros, la realidad es que estas plataformas también inducen a un tipo de actuación. Las fotos “espontáneas” de BeReal, por ejemplo, pueden ser reintentadas varias veces hasta lograr el ángulo “natural” perfecto. La aparente espontaneidad es una nueva forma de simulación.
La paradoja de la autenticidad performativa nos consume energéticamente. El agotamiento de tener que ser ‘auténtico’ online es una carga invisible que llevamos a cuestas. La presión por mantener una imagen impecable y coherente con el “personaje” que creamos genera estrés y ansiedad. Sentimos que no podemos mostrarnos vulnerables o imperfectos, porque eso podría dañar nuestra “marca personal”.
Esta constante performance nos aleja de nuestra propia identidad interna. Nos enfocamos tanto en cómo nos ven les demás que perdemos la conexión con quienes realmente somos. La frontera entre el yo “online” y “offline” se difumina, y empezamos a actuar incluso en nuestra vida no mediada. La vida se convierte en un constante reality show con audiencia.
Las teorías de Baudrillard (1981) se vuelven un lente crucial para el concepto de simulacro de Baudrillard en Instagram. El feed no es un espejo de la realidad, sino un hiperrealidad donde la copia de la autenticidad es la que predomina. La representación se vuelve más real que lo representado, creando un ciclo sin fin de apariencias.
La interseccionalidad y la performance de la autenticidad también juegan un papel importante. Para muchas personas, especialmente aquellas de comunidades marginadas, la performance de una autenticidad aceptable puede ser una estrategia de supervivencia. La presión por ser “genuinas” bajo la mirada hegemónica añade una capa extra de complejidad a sus identidades digitales.
En definitiva, la autenticidad como performance online es el guion que escribimos y actuamos cada día en nuestras vidas digitales. Es una crítica a la búsqueda de lo ‘real’ en redes sociales que nos invita a dudar y a desconfiar de las apariencias. Reclamar nuestra verdad implica bajar el telón de vez en cuando y animarse a ser simplemente uno mismo.
En la actualidad, las marcas no solo nos venden productos o servicios; nos venden valores, historias y, sobre todo, “autenticidad”. El negocio de vender autenticidad se convirtió en una de las estrategias de marketing más rentables y extendidas. Parece que la gente ya no confía en la publicidad tradicional, y por eso las empresas buscan presentarse como “genuinas”, “transparentes” y “cercanas” a sus consumidores. Es una nueva cara del capitalismo.
La “trampa de la autenticidad en la era digital” es que las marcas capitalizan nuestra búsqueda de lo “real” para fines comerciales. Crean campañas que parecen espontáneas o testimoniales, pero que están meticulosamente diseñadas. Un ejemplo son las publicidades que muestran “gente común” usando un producto, dando la ilusión de que no son actores. Esta puesta en escena es un simulacro de la vida cotidiana, diseñada para generar confianza en la audiencia.
La crítica a la búsqueda de lo ‘real’ en redes sociales se extiende a cómo las marcas utilizan estas plataformas. Contratan influencers que promocionan productos como si fueran una recomendación personal y desinteresada. El problema es que esta “recomendación” es un canje o un pago, una transacción comercial disfrazada de espontaneidad. Cómo el marketing utiliza la ‘autenticidad’ es un estudio de caso en la manipulación de la percepción.
El concepto de “transparencia radical” es otra faceta de esta estrategia. Algunas marcas muestran supuestos procesos de producción “sin filtros”, la “cara humana” de sus empleados o supuestas fallas que las hacen más “humanas”. Todo esto se presenta como una muestra de honestidad. Sin embargo, esta “tiranía de la transparencia en la sociedad digital” es, a menudo, una estrategia calculada para generar lealtad y confianza. Es un espectáculo de la verdad.
Jean Baudrillard (1981) nos ayuda a entender esto con su teoría del simulacro. Las marcas no venden un producto, venden la “experiencia auténtica” de usarlo, la “historia real” que hay detrás. Estos relatos y sensaciones son los simulacros, que se vuelven más atractivos que el producto en sí. La autenticidad como performance online se convierte en la herramienta principal para construir estas narrativas.
Esta paradoja de la autenticidad performativa también se observa en la “estética de lo ‘real'” en TikTok y otras plataformas. Las marcas imitan el estilo “casero” o “espontáneo” de los videos virales para integrarse en la conversación. Usan audios populares, retos virales o formatos que parecen menos “producidos”. Así, logran que su mensaje publicitario se mezcle con el contenido orgánico, volviéndose casi indistinguible para el ojo.

La búsqueda de lo “genuino” por parte de las marcas nos lleva a un consumo emocional, no racional. Nos conectamos con la historia, con los valores que nos prometen, y no tanto con las características del producto. El objetivo es crear una relación de “confianza” que nos impulse a comprar una y otra vez. Es una estrategia que apela directamente a nuestras emociones.
Este fenómeno demuestra por qué la autenticidad en redes sociales es falsa en el ámbito comercial. No es una expresión genuina de la marca, sino una construcción diseñada para manipular nuestra percepción. Se entrena a los equipos de marketing para sonar “naturales” y “cercanos”, pero sus mensajes siempre tienen un objetivo de venta. La verdad se diluye en la narrativa.
El análisis de la autenticidad como simulacro en el marketing nos invita a dudar de lo que se nos presenta como “real”. Nos pide que cuestionemos las intenciones detrás de cada mensaje que apela a nuestra emoción. La conciencia crítica es nuestra mejor defensa contra estas estrategias. No podemos ser consumidores ingenuos en esta era.
La guía para entender el género no binario de nuestra relación con el consumo pasa por reconocer estas fachadas. Debemos ser capaces de discernir entre una conexión genuina y una estrategia de marketing encubierta. Así, podemos tomar decisiones de compra más informadas y conscientes. Esto nos empodera como consumidores.
En última instancia, el negocio de vender autenticidad es una de las caras más evidentes del simulacro. Nos prometen la “verdad” para vendernos, pero lo que obtenemos es una versión cuidadosamente fabricada de ella. La crítica a la búsqueda de lo ‘real’ en redes sociales es un llamado a ser más escépticas con lo que se nos ofrece.
Los influencers se convirtieron en las estrellas de la era digital, figuras que prometen una conexión directa y una supuesta autenticidad sin filtros. Nos muestran sus vidas “tal cual son”, sus rutinas diarias, sus pensamientos más íntimos, todo para construir una relación de confianza con su audiencia. Esta cercanía aparente es la base de su poder y de su capacidad para influir en millones de personas. Sin embargo, detrás de esa fachada, reside una profunda paradoja.
La paradoja de la autenticidad performativa es el corazón del modelo de los influencers. Nos venden la idea de que son “uno más”, espontáneos y genuinos, pero cada gesto, cada historia, cada palabra está pensada. Su “realidad” es un producto cuidadosamente curado, una construcción diseñada para generar engagement y, en última instancia, monetizar su influencia. La espontaneidad se convierte en el guion más elaborado.
Esta es la razón principal de por qué la autenticidad en redes sociales es falsa en el mundo de los influencers. No es que mientan todo el tiempo, sino que seleccionan qué mostrar y cómo mostrarlo. Los momentos de vulnerabilidad o imperfección se filtran estratégicamente para generar empatía, pero siempre bajo control. El objetivo no es la expresión pura del ser, sino la construcción de una marca personal atractiva y rentable.
El análisis de la autenticidad como simulacro nos permite entender cómo operan. Lo que los influencers ofrecen no es su vida real, sino un simulacro de autenticidad. La copia de la espontaneidad se vuelve tan convincente que para la audiencia es más “real” que cualquier experiencia no mediada. Este es el principio baudrillardiano en acción: la representación se come al original (Baudrillard, 1981). El público compra la ilusión de cercanía.
La autenticidad como performance online es el pan de cada día para estas figuras. Su trabajo consiste en actuar como si no estuvieran actuando, en parecer espontáneos mientras siguen un plan. Las métricas de likes, comentarios y visualizaciones son el aplauso de su público, validando su performance. Esta constante exposición y la necesidad de mantener la fachada generan un enorme agotamiento, una carga invisible que no se ve.
Los algoritmos de las plataformas digitales son cómplices directos de esta paradoja. Premian el contenido que genera interacción, incentivando a los influencers a producir lo que “viraliza” o “conecta”. Esto lleva a una homogeneización de los estilos y las narrativas, donde la originalidad es sacrificada por lo que funciona. Así, la supuesta individualidad se disuelve en una fórmula exitosa que todos replican.
El negocio de vender autenticidad se construyó sobre la credibilidad de estas figuras. Las marcas pagan sumas enormes para que los influencers promocionen sus productos con un tono “genuino”. Lo que se ve como una recomendación de un amigo es, en realidad, una transacción comercial. Cómo el marketing utiliza la ‘autenticidad’ es un manual que los influencers dominan a la perfección.

La “estética de lo ‘real'” en TikTok o BeReal es otro ejemplo de esta paradoja de la autenticidad performativa. Si bien estas plataformas prometen una espontaneidad sin filtros, los influencers las utilizan para crear una nueva capa de simulación. Las fotos “espontáneas” de BeReal, por ejemplo, son muchas veces reintentadas hasta lograr el ángulo o la expresión “natural” perfecta. La naturalidad se ensaya.
El agotamiento de tener que ser ‘auténtico’ online es una consecuencia directa de esta performance constante. La presión por mantener una imagen impecable, siempre disponible y siempre “verdadera”, genera un estrés crónico. Los influencers no pueden bajar la guardia, porque su sustento depende de esa “autenticidad” que venden. Es una cárcel de oro que los consume por dentro.
Las historias de influencers que confiesan su burnout o su desconexión con la “realidad” que muestran son cada vez más frecuentes. Esto demuestra que la “trampa de la autenticidad en la era digital” no solo afecta a la audiencia, sino también a quienes la construyen. La presión por la performatividad los devora.
La interseccionalidad y la performance de la autenticidad también juegan un papel crucial. Para influencers de comunidades marginadas, la presión por ser “auténticos” puede ser una doble carga. Deben encajar en estereotipos para ser validados por el algoritmo o la marca, al mismo tiempo que intentan ser “genuinos” para su propia comunidad.
En definitiva, los influencers son el espejo de la paradoja de la autenticidad performativa. Nos muestran que lo “real” en la era digital es, en gran medida, un simulacro sofisticado. La crítica a la búsqueda de lo ‘real’ en redes sociales nos invita a mirar más allá de la fachada y a cuestionar lo que se nos presenta como genuino.
En un mar de recomendaciones constantes y consumismo digital, surgió una tendencia que parece desafiar la lógica del influencer tradicional: el de-influencing. Es un fenómeno donde creadores de contenido, en lugar de promocionar productos, advierten sobre compras innecesarias o comparten sus arrepentimientos. A primera vista, esto se presenta como una vuelta a la autenticidad, una crítica al consumo desmedido. Pero, ¿es realmente una grieta en el simulacro o una nueva estrategia?
El análisis del fenómeno del ‘de-influencing’ nos invita a una reflexión profunda. La premisa es simple: “no compres esto, compra esto otro que es mejor” o “este producto no vale la pena”. Esta actitud se gana la confianza de la audiencia, que está agotada de la publicidad encubierta y las recomendaciones pagas. Parece un acto de honestidad radical, una forma de romper con la “trampa de la autenticidad en la era digital”.
Sin embargo, aquí reside una paradoja de la autenticidad performativa más compleja. Aunque se presenta como una crítica al consumismo, el de-influencing sigue siendo una forma de creación de contenido. Genera vistas, interacciones y, en muchos casos, puede dirigir a la audiencia hacia otros productos o marcas “alternativas”. La supuesta honestidad se convierte en una nueva estrategia para mantener a la audiencia enganchada.
Las plataformas digitales, con sus algoritmos, también juegan un papel crucial en esto. El contenido de de-influencing puede ser altamente “viralizable” porque genera debate y se percibe como disruptivo. El algoritmo premia lo que mantiene a los usuarios en la plataforma, sin importar si es una recomendación de compra o una de “no compra”. Así, la crítica al consumo puede terminar alimentando la máquina de la atención.
La autenticidad como performance online sigue presente, aunque con un giro. El de-influencer debe construir un personaje que parezca más “real” y “crítico” que el influencer tradicional. Se esfuerza por mostrarse desinteresado, pero su sustento sigue ligado a la generación de contenido y a la relación con su audiencia. La “honestidad” se convierte en una parte esencial de su marca personal.
Esto nos lleva a cuestionar por qué la autenticidad en redes sociales es falsa incluso en sus formas más “rebeldes”. El de-influencing puede ser una reacción genuina de algunos creadores, pero también es una tendencia de marketing que se adapta a las nuevas demandas del público. Los consumidores están más informados y desconfían de la publicidad obvia, entonces las marcas buscan nuevas formas de conectar.

El negocio de vender autenticidad no desaparece, solo se transforma. Las marcas que realmente buscan una imagen de honestidad pueden aliarse con de-influencers o adoptar sus tácticas. Cómo el marketing utiliza la ‘autenticidad’ evoluciona para adaptarse a la saturación publicitaria y a la desconfianza del público. La crítica al consumismo se convierte en una herramienta de venta indirecta.
El análisis de la autenticidad como simulacro nos permite ver que el de-influencing es un simulacro de segundo orden. Busca simular una ruptura con la performance, pero en sí misma es una performance sofisticada. Se presenta como la “verdad sin filtros”, pero es una versión curada de esa verdad, diseñada para una audiencia específica. La copia de la autenticidad se profundiza.
La “tiranía de la transparencia en la sociedad digital” se hace evidente. El de-influencer debe ser transparente sobre sus “errores” de compra o sus desilusiones con productos. Esta “transparencia” es selectiva y está diseñada para construir una imagen de confiabilidad. El público exige esa “verdad”, y los creadores la entregan de una forma controlada.
Este fenómeno nos obliga a la crítica a la búsqueda de lo ‘real’ en redes sociales de manera constante. No podemos conformarnos con la primera capa de lo que se nos presenta como “auténtico”. Tenemos que seguir dudando, investigando y cuestionando las intenciones detrás de cada mensaje, incluso los que parecen más honestos.
El agotamiento de tener que ser ‘auténtico’ online se refleja en la propia existencia del de-influencing. Es un indicio de que la gente está cansada de la performance constante, y busca un respiro. Sin embargo, al convertirse en una tendencia, puede generar una nueva presión por ser “auténticamente desinteresado”.
La guía para entender el género no binario de nuestra relación con el consumo en la era digital nos invita a ver el de-influencing como una señal compleja. Es una grieta en la fachada, sí, pero una grieta que el propio sistema puede absorber y monetizar. La verdadera resistencia implica salir del ciclo de la performance por completo.
Vivimos en un presente que nos exige inmediatez en cada aspecto de la vida. Responder mensajes al instante, consumir noticias al segundo, ver contenidos efímeros que duran apenas unos segundos. Esta tiranía de la inmediatez no solo nos agota, sino que nos empuja a una constante performance de lo espontáneo. Lo que parece surgir de forma natural en el feed, en realidad, es una estrategia cuidadosamente diseñada. La espontaneidad se convirtió en una mercancía más.
La “trampa de la autenticidad en la era digital” se manifiesta claramente en esta obsesión por lo inmediato. Creemos que algo es más “auténtico” si parece no haber sido pensado, si surge de forma “espontánea”. Las plataformas, con sus historias que duran 24 horas y sus videos cortos, refuerzan esta idea. Esto nos lleva a un ciclo donde la espontaneidad se ensaya una y otra vez hasta que parece perfecta. El resultado es un simulacro de lo genuino.
El análisis de la autenticidad como simulacro nos muestra que esta “espontaneidad” programada es una de las facetas más sutiles del control. Lo que se viraliza en TikTok, por ejemplo, muchas veces parece un gesto casual o una ocurrencia del momento. Sin embargo, detrás hay horas de ensayo, el uso de audios de moda y una comprensión profunda de las tendencias. La copia de lo “espontáneo” se vuelve más efectiva que el gesto original.
La autenticidad como performance online exige que estemos siempre listes para capturar el “momento perfecto”, aunque ese momento sea totalmente artificial. Pensemos en las fotos de BeReal, que prometen “autenticidad sin filtros” al pedir una foto en un momento aleatorio. Pero la realidad es que muchas personas esperan el momento ideal, o incluso repiten la toma, hasta lograr una imagen que parezca espontánea. La ilusión de la inmediatez es su mayor virtud.

Esta paradoja de la autenticidad performativa es agotadora para quienes la viven. El agotamiento de tener que ser ‘auténtico’ online se intensifica cuando la espontaneidad se vuelve una obligación. Sentir que cada aspecto de tu vida, incluso los más íntimos, debe ser posteable y “genuino” es una presión inmensa. La vida se convierte en un reality show donde la cámara está siempre encendida.
La crítica a la búsqueda de lo ‘real’ en redes sociales se profundiza al ver cómo esta inmediatez fragmenta nuestra capacidad de atención. Nos acostumbramos a contenidos que duran segundos, a la gratificación instantánea. Esto afecta nuestra paciencia para el contenido más largo y reflexivo. La inmediatez nos entrena para una superficialidad constante, robándonos el tiempo para el pensamiento crítico.
El negocio de vender autenticidad capitaliza esta tiranía de la inmediatez. Las marcas y los influencers buscan generar un engagement rápido a través de contenidos que parecen “frescos” y “espontáneos”. Las campañas publicitarias imitan el formato de los videos virales para mezclarse con el contenido orgánico. Así, lo que es una estrategia de marketing se camufla como una manifestación genuina.
Cómo el marketing utiliza la ‘autenticidad’ es un manual de operaciones en esta era. Ya no basta con decir que un producto es bueno; hay que mostrarlo en un contexto que parezca “real” y espontáneo. El uso de micro-influencers o de “contenido generado por el usuario” busca esa ilusión de cercanía e inmediatez. Es una forma sofisticada de publicidad encubierta.
El análisis del fenómeno del ‘de-influencing’ también se inserta en esta lógica de la inmediatez y la performance. Si bien se presenta como una reacción a la publicidad, sus videos también son cortos y buscan una respuesta rápida. La “honestidad” se vuelve un factor de viralización instantánea. La supuesta crítica al consumo se vuelve parte del mismo ciclo.
La tiranía de la transparencia en la sociedad digital nos obliga a estar siempre “abiertes” y disponibles. La inmediatez de la comunicación hace que cualquier incidente o rumor se propague en segundos, sin tiempo para la reflexión o la verificación. Esto genera un ambiente de constante escrutinio y presión. La privacidad se vuelve un bien escaso.
Esta inmediatez constante nos aleja de una vida vivida con conciencia. Nos empuja a la reacción en lugar de la reflexión. Nos quita el espacio para el aburrimiento creativo, para la pausa, para el simple “no hacer nada”. La vida se convierte en una carrera sin fin.
La guía para entender el género no binario de nuestra relación con el tiempo digital pasa por reconocer esta tiranía de la inmediatez. Es un llamado a la crítica a la búsqueda de lo ‘real’ en redes sociales y a dudar de lo que se nos presenta como espontáneo. Recuperar nuestro ritmo es un acto de soberanía personal.
En la era digital, la exigencia de la autenticidad se convirtió en una nueva y agotadora forma de trabajo. Ya no basta con ser productives en nuestras tareas; ahora también debemos performar una versión “real” de nosotres mismes. El agotamiento de tener que ser ‘auténtico’ online es una carga invisible que muchísimas personas llevan a cuestas, generando estrés, ansiedad y una sensación de no estar nunca a la altura. La búsqueda de lo genuino se transformó en una fuente de presión constante.
La autenticidad como performance online nos obliga a estar siempre “encendides”, con la cámara mental grabando. Cada posteo, cada historia, cada comentario es una oportunidad para demostrar lo “verdaderos” que somos. Esta vigilancia constante sobre nuestra propia imagen es extenuante. Nos preocupa cómo nos ven les demás y si nuestras publicaciones están a la altura de las expectativas de autenticidad que la audiencia demanda. La espontaneidad se vuelve una obligación agotadora.
La “trampa de la autenticidad en la era digital” nos lleva a un ciclo sin fin de autoexigencia. Queremos que nuestra vida parezca perfecta y, a la vez, genuina, una combinación casi imposible. Esto genera un estrés cognitivo importante, ya que constantemente estamos calibrando nuestras acciones para que encajen en esa doble exigencia. La mente no descansa de esta tarea de construcción de la identidad digital. Así, el bienestar personal se ve afectado gravemente.
El análisis de la autenticidad como simulacro nos permite entender que esta fatiga es una consecuencia directa de vivir en la hiperrealidad. Estamos intentando ser “auténticos” según un modelo que no es real, sino una construcción social y algorítmica. La copia de la autenticidad es lo que se nos exige, y sostener esa copia consume una energía inmensa. Es como actuar una obra de teatro sin descanso, donde el personaje es “vos”.
La crítica a la búsqueda de lo ‘real’ en redes sociales se hace más evidente cuando observamos las consecuencias en la salud mental. La presión por la transparencia y la vulnerabilidad controlada puede llevar a un burnout emocional. Sentir que no podemos tener un mal día, que siempre hay que mostrarse fuerte y “verdadero”, es insostenible a largo plazo. Esta constante exposición genera un estrés crónico y un agotamiento profundo.
Además, esta presión por la performatividad afecta nuestras relaciones. La obsesión por postear el momento “perfecto” nos impide vivirlo plenamente. La experiencia se diluye en la preocupación por cómo será percibida por la audiencia. Así, la conexión genuina con otres se ve reemplazada por una interacción superficial, pensada para la imagen. Nos perdemos de lo que está sucediendo realmente.
El negocio de vender autenticidad también contribuye a este agotamiento. Los influencers, que deben mantener su marca personal “auténtica” para monetizar su contenido, viven bajo una presión constante. Sus vidas se convierten en un escaparate, y cada momento es material para su audiencia. Esta fusión total entre la vida personal y el trabajo genera una fatiga difícil de manejar. No hay un límite claro entre el “yo” y el “personaje”.
La “tiranía de la transparencia en la sociedad digital” también impone su costo. Sentir que debemos compartir todo, desde nuestros logros hasta nuestros fracasos (de forma estratégica, claro), nos deja sin espacios de privacidad. La idea de que ser “auténtico” es ser “totalmente abierto” es engañosa y agotadora. La vulnerabilidad se exhibe, pero rara vez se procesa de forma íntima.
La interseccionalidad y la performance de la autenticidad añade una capa más de complejidad y agotamiento. Para personas de comunidades marginadas, la presión por ser “auténticas” puede significar encajar en estereotipos para ser validadas. La carga de representar a su grupo, sumada a la de ser “genuinas”, es doblemente pesada. Sus identidades se ven constantemente bajo el ojo del escrutinio público.
Este agotamiento nos invita a repensar nuestra relación con las redes y con la idea misma de autenticidad. Nos exige preguntarnos qué es lo verdaderamente importante para nosotres, más allá de la validación externa. Es un llamado a desconectar, a buscar el silencio y a recuperar nuestra propia voz.
La guía para entender el género no binario de nuestra existencia en la era digital es fundamental. Nos permite comprender que no hay una única forma de ser y que la presión por la “autenticidad” es una construcción. Desafiarla es un acto de liberación personal.
En definitiva, el agotamiento de tener que ser ‘auténtico’ online es el síntoma de que la autenticidad como performance online es una trampa. Es un llamado a la crítica a la búsqueda de lo ‘real’ en redes sociales y a dudar de lo que se nos presenta como genuino. La verdadera libertad radica en no tener que performar una versión de nosotres mismes.
Después de sumergirnos en la “trampa de la autenticidad en la era digital” y de entender cómo el simulacro de Baudrillard se cuela en nuestros feeds, la pregunta que nos queda es: ¿dónde está la verdad? En un mundo lleno de reflejos, copias de copias y performances constantes, la búsqueda de lo genuino se vuelve un desafío enorme. No podemos quedarnos solo en la crítica; es momento de proponer caminos para encontrar esa verdad esquiva.
Para empezar a buscar, es fundamental desarrollar una mirada crítica y desconfiada hacia lo que se nos presenta como “auténtico”. No todo lo que brilla en las redes es oro, y la espontaneidad suele ser un guion muy bien ensayado. La crítica a la búsqueda de lo ‘real’ en redes sociales nos invita a dudar de las apariencias y a cuestionar las intenciones detrás de cada imagen o relato. La pregunta “¿quién se beneficia de que yo vea esto?” es un buen punto de partida.
Necesitamos reconectar con la introspección y el silencio, esos espacios donde la mente puede procesar sin la presión de la validación externa. El análisis de la autenticidad como simulacro nos demuestra que la verdad no se encuentra en la exhibición constante. La autenticidad real no necesita ser performada; simplemente es. Para encontrarla, a veces hay que apagar las pantallas y escuchar nuestra propia voz interior, sin ruido ni interrupciones.
La autenticidad como performance online nos agota porque nos exige una actuación constante. Para liberarnos de esa carga, es vital desdibujar la frontera entre el “yo online” y el “yo offline”. Permitirnos ser imperfectas, vulnerables y no siempre “fotogénicas” es un acto revolucionario en esta sociedad. No tenemos que validarnos a través de las métricas de las redes. La libertad empieza cuando dejamos de actuar para los demás.
El negocio de vender autenticidad prospera porque hay una demanda de “verdad” en el mercado. Si como consumidoras dejamos de comprar la ilusión de lo genuino, las estrategias de marketing tendrán que cambiar. Cómo el marketing utiliza la ‘autenticidad’ nos muestra que tenemos el poder de la elección. Optar por un consumo consciente, que valore la calidad y la ética real, es una forma de resistencia silenciosa.
El análisis del fenómeno del ‘de-influencing’ nos dio una pista: hay un cansancio generalizado de la performance constante. Si bien el de-influencing puede ser otra forma de simulacro, también es una señal de que la gente busca algo más. Esa búsqueda de honestidad, aunque sea imperfecta, es una grieta por donde puede colarse la verdad. Es un indicio de que la gente quiere ir más allá del binarismo de género de la apariencia.
Es fundamental volver a valorar las experiencias no mediadas, esas que no se postean ni se convierten en contenido. Un café con una amiga, una caminata por el barrio, un momento de lectura tranquila. Son esos instantes “improductivos” los que nos conectan con lo verdaderamente real. Ahí, la vida sucede sin filtros ni audiencias, y la tiranía de la transparencia en la sociedad digital pierde su poder.
La paradoja de la autenticidad performativa nos enseña que cuanto más nos esforzamos por ser “auténticas” para los demás, menos lo somos para nosotras mismas. La verdad no es algo que se fabrique o se venda; es un proceso de autoconocimiento y aceptación. Implica abrazar nuestras contradicciones y nuestras imperfecciones, sin la necesidad de mostrarlas al mundo.

Para el agotamiento de tener que ser ‘auténtico’ online, la solución no es solo una desconexión total. Es una redefinición de nuestro propósito en las redes. Podemos usarlas como herramientas de conexión real, de aprendizaje, de militancia, pero sin caer en la trampa de la performance. El foco debe estar en el valor del intercambio, no en la cantidad de likes.
La interseccionalidad y la performance de la autenticidad nos recuerdan que la búsqueda de la verdad no es igual para todes. Para muchas personas, el costo de ser “auténticas” puede ser muy alto. Es crucial crear espacios donde la diversidad de expresiones y existencias sea celebrada sin la presión de encajar en moldes prefabricados de “verdad”.
La guía para entender el género no binario de la existencia digital es reconocer que lo “real” es una construcción compleja. La verdad no es monolítica; se construye en la autenticidad de cada une, más allá de las expectativas externas.
En última instancia, buscar la verdad en la era de los reflejos es un llamado a dudar, a desconfiar de lo que se presenta como “auténtico” a primera vista. Es una invitación a una introspección incómoda, pero necesaria. La verdadera subversión reside en no tener que performar nada, en animarse a ser simplemente uno mismo, sin filtros ni guiones.
A lo largo de este artículo hemos ido desarmando la “trampa de la autenticidad en la era digital” que nos envuelve. Entendimos cómo nuestro feed de Instagram se convirtió en una obra viva de Jean Baudrillard, donde la copia de lo “real” muchas veces pesa más que el original. Vimos cómo la autenticidad como performance online nos exige actuar un guion constante, generando un agotamiento silencioso que nos consume. La búsqueda de lo genuino, paradójicamente, nos llevó a un laberinto de simulacros.
La crítica a la búsqueda de lo ‘real’ en redes sociales se volvió una herramienta fundamental para desarmar este espejismo. Analizamos cómo el negocio de vender autenticidad capitaliza nuestra sed de verdad, y cómo la paradoja de la autenticidad performativa se manifiesta en cada influencer que promete ser “sin filtros”. Desde el de-influencing hasta la tiranía de la inmediatez, cada faceta de la hiperconectividad nos empuja a una performance que nos aleja de nuestra propia esencia.
Pero este no es un lamento nostálgico, ni una queja vacía. Es una invitación a la acción, a una guía para entender el género no binario de nuestra existencia digital. Se trata de una introspección incómoda, sí, pero necesaria. ¿Hasta qué punto estamos siendo parte de esta farsa? ¿Estamos consumiendo una realidad prefabricada o buscando lo que verdaderamente somos? La pregunta nos interpela a todes.

La verdadera resistencia, en esta era de reflejos infinitos, no está en actuar “más” auténtico, sino en la capacidad de dudar. Dudar de lo que se nos presenta como real a primera vista, dudar de la espontaneidad programada, dudar de la transparencia forzada. El agotamiento de tener que ser ‘auténtico’ online es una señal clara de que algo no funciona. Es hora de bajar el telón de la performance.
Dudar para existir significa reconectar con lo que somos fuera de las pantallas, fuera de las métricas, lejos de la mirada constante. Implica buscar esos espacios de silencio y reflexión donde la verdad se gesta sin necesidad de ser posteada. La interseccionalidad y la performance de la autenticidad nos recuerdan que la libertad de ser no es igual para todes, y que esa lucha también es parte de la verdad que buscamos.
La revolución se escribe en femenino, y también en cada acto de duda consciente. En cada momento en que elegimos no performar, en cada instante en que nos negamos a la tiranía de la visibilidad. Es un llamado a buscar nuevas formas de verdad que escapen al dictado del algoritmo y del consumo. Este es el camino para una existencia más genuina y libre.






