
Hacés scroll en tu feed una mañana cualquiera y ahí está: una influencer de moda posa con una remera de Rage Against the Machine, una banda cuya existencia se basa en la crítica feroz al sistema que ella misma representa. La imagen acumula miles de likes y comentarios celebrando el “estilo”, reduciendo la crítica de la banda a una simple pieza de merch. Este cortocircuito visual, esta paradoja que ya ni siquiera nos incomoda, es el síntoma más claro de un fenómeno profundo y paralizante. Es la instantánea perfecta de cómo la mercantilización de los ideales revolucionarios funciona en tiempo real, frente a nuestros ojos.
Para entender este proceso, tenemos que ir más allá de la simple venta de un producto. Lo que se está vendiendo no es una remera, sino un gesto, una apariencia de rebeldía. El teórico francés Guy Debord (1967) lo definió hace décadas en su concepto de “la sociedad del espectáculo”, donde la vida auténtica es reemplazada por su representación. La imagen de la protesta se vuelve más importante que la protesta misma. La mercantilización, entonces, es el secuestro de una lucha real para convertirla en un espectáculo consumible.
El interrogante sobre qué es la mercantilización de la utopía nos lleva directamente a esta dinámica. Es la estrategia mediante la cual el capitalismo captura la energía de un movimiento social —su furia, su esperanza, sus símbolos— y la reenvasa como un producto atractivo y, sobre todo, inofensivo. El objetivo final es neutralizar cualquier amenaza real al statu quo. Un ideal que se puede comprar es un ideal que ya ha perdido su capacidad de transformar el mundo.
Esta operación no sería posible sin la maquinaria de la industria cultural. Como lo planteó Guy Debord (1967), en el espectáculo, el valor de uso de las cosas se desvanece frente a su valor de exhibición. Aplicado a los ideales, esto significa que el propósito original de un símbolo —unir a una comunidad, desafiar al poder— es reemplazado por su capacidad de generar una imagen “cool” o “consciente”. El símbolo ya no hace algo, simplemente parece algo.
A finales del siglo XX, la escritora y activista Naomi Klein (1999) analizó la siguiente evolución de este proceso en su libro No Logo. Demostró cómo las corporaciones más exitosas dejaron de vender simplemente productos para empezar a vender “ideas”, “estilos de vida” y “marcas” que encarnaban valores. Las empresas se dieron cuenta de que podían vender la idea de la rebelión o la autenticidad de forma mucho más eficaz que cualquier remera o par de zapatillas. La marca se convirtió en el mensaje.
El resultado es una cultura donde las identidades políticas y las posturas críticas se expresan, cada vez más, a través de actos de consumo. Nos construimos como sujetos políticos a través de las marcas que elegimos. Como explica Klein (1999), esto crea una ilusión de participación y activismo que en realidad es profundamente pasiva. Sentimos que estamos haciendo una declaración política al elegir una marca “sostenible” o “feminista”, cuando en realidad solo estamos participando en un ciclo de consumo más sofisticado.
Pensalo como una especie de vacuna ideológica. El sistema aísla una pequeña dosis del virus de la revolución —una imagen, un eslogan—, lo debilita, lo procesa y nos lo inyecta a través del consumo. Al hacerlo, nos volvemos “inmunes” a la verdadera enfermedad, al verdadero descontento. Creemos que ya estamos participando en el cambio social porque compramos el producto que lo representa, y así, la energía para la acción política real se disipa.
La cultura pop y la venta de la revolución operan en este terreno con una velocidad y una eficacia asombrosas. Las redes sociales han acelerado este ciclo de cooptación a un nivel vertiginoso. Un símbolo que emerge en una protesta en Hong Kong o en una manifestación de Black Lives Matter puede estar en las vidrieras de Zara o H&M en cuestión de semanas, completamente despojado de su contexto de lucha y sufrimiento.
Este proceso de vaciamiento de sentido es deliberado. Primero, se aísla el símbolo de su historia. Se toma el puño en alto, pero se olvida a los Panteras Negras. Se toma la estética punk, pero se olvida la bronca contra el desempleo y la monarquía. Se toma el pañuelo verde, pero se ignoran los años de militancia en las calles. El símbolo se convierte en un ícono flotante, estéticamente atractivo pero políticamente mudo.

Luego, se lo reproduce hasta el infinito, hasta la saturación. La repetición masiva es una herramienta de banalización. Cuando ves la cara del Che Guevara en llaveros, tazas, publicidades de vodka y bikinis, su figura pierde toda su carga histórica y se convierte en un simple patrón de diseño. La sobreexposición es la forma más eficaz de matar el poder de una imagen.
Entonces, ¿por qué caemos en esta trampa? Porque el acto de comprar la utopía nos ofrece una gratificación instantánea. Nos permite sentirnos virtuosos, rebeldes o conscientes sin el esfuerzo, el riesgo o el compromiso que la militancia real exige. Es un atajo emocional, una forma de aliviar nuestra ansiedad o nuestra culpa en un mundo injusto, a través del simple y conocido acto de pasar una tarjeta de crédito.
Entender qué es la mercantilización de la utopía es, por lo tanto, una herramienta de autodefensa intelectual. Es aprender a desconfiar de la rebeldía que se nos ofrece de forma demasiado fácil, a preguntarnos quién produce el símbolo y quién se beneficia de su venta. Es el primer paso para empezar a separar la performance de la política, el gesto del compromiso, y para buscar formas de lucha que el mercado no pueda, o al menos no todavía, convertir en un producto más.
Si la mercantilización es el resultado final, la cooptación es el proceso, el método sigiloso y eficaz que lo hace posible. No es una confrontación directa, no es la censura ni la prohibición abierta. Es algo mucho más sutil y, por eso mismo, más poderoso: es el abrazo del sistema. Un abrazo que parece un gesto de aceptación y validación, pero que en realidad asfixia el potencial revolucionario de cualquier movimiento hasta dejarlo sin aire y sin fuerza.
El concepto de cooptación, en sociología, se refiere a la estrategia por la cual una fuerza dominante absorbe o asimila a un grupo o una idea subordinada para neutralizar su oposición. El sistema no necesita combatir de frente a sus críticos si puede invitarlos a formar parte de él, dándoles una visibilidad controlada y un espacio en el mercado. Es la táctica de desactivar una amenaza haciéndola propia, integrándola en su lógica interna hasta que se vuelve irreconocible.
El primer paso de esta estrategia es siempre el mismo: el divorcio entre la estética y la ética. El mercado sabe cómo el mercado vacía de contenido los ideales de una forma muy precisa: toma la “ropa” del movimiento —sus símbolos, sus colores, su jerga, su música— pero deja convenientemente atrás el “cuerpo” que la sostenía. Se apropia de la apariencia externa de la rebeldía, pero descarta su programa político, sus demandas estructurales y su crítica al sistema de producción y consumo.
El historiador cultural Thomas Frank (1997) lo describió de manera brillante: el capitalismo de consumo no solo no le teme a la contracultura, sino que la necesita desesperadamente. La disidencia, la crítica a lo establecido y la búsqueda de “autenticidad” funcionan como un laboratorio de investigación y desarrollo para la industria. Son estas ideas “rebeldes” las que permiten romper con la monotonía del mercado y crear constantemente nuevos nichos, nuevos estilos y, por lo tanto, nuevos deseos de consumo.
De hecho, Frank (1997) argumenta que la publicidad moderna aprendió a vender sus productos no por su utilidad práctica, sino como herramientas para una supuesta “liberación personal”. La compra de un auto, un perfume o un par de jeans se empezó a presentar como un acto de desafío a las convenciones, como una forma de expresar una individualidad única y rebelde. El consumo se disfrazó de insurrección, y la rebelión se convirtió en el argumento de venta más eficaz.
Los pensadores situacionistas, como Guy Debord, llamaron a este mecanismo “recuperación”. Para ellos, cualquier gesto auténticamente subversivo, desde el momento en que es filmado, fotografiado y mediatizado, es inmediatamente “recuperado” por la sociedad del espectáculo. Una vez que la imagen de la revuelta entra en el circuito de los medios y la cultura pop, es despojada de su poder real y se convierte en una mercancía más, una pose estética disponible para ser imitada y vendida.
Es una jugada maestra, si lo pensás bien. El sistema no te prohíbe que te rebeles, al contrario. Te alienta a hacerlo, pero dentro de sus propios términos. Te dice: “¡Sé diferente! ¡Sé único! ¡Rompé las reglas! Y para eso, comprá este jean roto que te hace ver como un punk de verdad o esta remera con un eslogan feminista que demuestra tu conciencia social”. La rebelión se convierte en un catálogo de opciones.
Para que esta maquinaria funcione, existen figuras clave que actúan como traductores entre la calle y la corporación: los “coolhunters” o cazadores de tendencias. Estos agentes del mercado, ya sea de forma consciente o no, se dedican a explorar las subculturas urbanas, los nichos musicales o los movimientos sociales emergentes. Su trabajo es identificar los próximos estilos, símbolos o actitudes que tienen el potencial de ser extraídos, simplificados y masificados para el gran público.
Una de las consecuencias más graves de este proceso es la fragmentación de la lucha colectiva. Cuando el mercado te ofrece un abanico de “identidades rebeldes” para que elijas la que más te guste —hippie, punk, ecologista, feminista—, el foco de la acción política se desplaza. Ya no se trata de unirse a otros para transformar una estructura injusta, sino de expresar tu “autenticidad” individual a través de tus elecciones de consumo. El movimiento se disuelve en miles de tribus de consumidores.
Un ejemplo clásico de cómo el mercado vacía de contenido los ideales es lo que pasó con el grunge. Nació en Seattle como una expresión musical y estética de la angustia, la apatía y la alienación de una generación sin futuro. En un par de años, las camisas de leñador, los jeans gastados y el pelo descuidado que vestían Kurt Cobain o Eddie Vedder estaban en las pasarelas de Marc Jacobs y en las vidrieras de todos los shoppings del mundo, completamente despojados de su carga emocional y política original.

Hoy, este ciclo de cooptación se ha acelerado a niveles vertiginosos. Si antes el proceso podía tardar una década, la combinación de las redes sociales y el fast fashion ha creado una máquina de absorción casi instantánea. Un cántico, una estética o un símbolo que se vuelve viral en una protesta un fin de semana puede estar disponible como estampado en una remera de producción masiva a la semana siguiente. La capacidad del sistema para digerir la disidencia es más rápida y eficiente que nunca.
Queda claro que el proceso por el cual el capitalismo coopta movimientos sociales es una estrategia de neutralización por seducción. No usa la fuerza bruta, sino el poder de la visibilidad, la moda y el deseo. Los abraza, los pone bajo los reflectores, los celebra superficialmente y, en ese mismo gesto, les quita su capacidad de generar un cambio real. Una vez que entendemos cómo funciona este abrazo mortal, podemos pasar a analizar a sus víctimas más célebres.
Hay pocas imágenes en la historia moderna tan reconocibles como la fotografía “Guerrillero Heroico” de Ernesto “Che” Guevara. Es una imagen que condensa una época, una ideología y una estética de la rebeldía. La mirada intensa y profética, la boina negra con la estrella solitaria, el pelo revuelto por el viento caribeño. La pregunta que nos atraviesa, casi sesenta años después de su muerte, es inevitable y perturbadora: ¿cómo es que este símbolo de la revolución comunista y la lucha armada terminó estampado en una remera que comprás en un shopping?
La historia de la fotografía, como la de su protagonista, está llena de ironías. Fue tomada por el fotógrafo cubano Alberto Korda en 1960, durante el funeral de las víctimas de un atentado en La Habana. Korda, un ferviente partidario de la Revolución Cubana, nunca cobró derechos por ella, cediéndola gratuitamente para que fuera usada por movimientos de izquierda y publicaciones militantes alrededor del mundo. Su origen, por lo tanto, es puramente político y anticapitalista, lo que hace que su destino comercial sea aún más chocante.
La potencia visual de la imagen es innegable y fue clave para su masificación. Como se analiza en los ensayos compilados por Trisha Ziff (2006) en Che’s Afterlife, la fotografía tiene una composición gráfica casi perfecta. El alto contraste, el encuadre cerrado y la expresión ambigua del Che —que puede leerse como determinación, idealismo o incluso melancolía— la hacen estéticamente irresistible. Esta calidad artística permitió que la imagen se separara fácilmente de su contexto político específico para convertirse en un ícono universal.
El punto de inflexión fue la muerte del Che en Bolivia en 1967, que lo catapultó a la categoría de mártir de la izquierda global. El editor italiano Giangiacomo Feltrinelli utilizó la foto de Korda para crear los famosos pósters que anunciaron su caída, y a partir de ahí, la imagen explotó. Se convirtió en la bandera de las protestas estudiantiles de 1968 en París, Berlín y Berkeley. En esta primera etapa, el símbolo todavía estaba fuertemente anclado a su significado político revolucionario.

La transición de ícono político a producto pop fue un proceso gradual. Durante las décadas de 1970 y 1980, la imagen comenzó a ser adoptada por artistas, músicos y diseñadores, quienes se sentían atraídos por su aura de rebeldía pero no necesariamente por su ideología marxista-leninista. El Che pasó de ser un teórico de la guerrilla a representar una “actitud” anticonformista más genérica. Es en este punto donde comienza de forma visible la pérdida de significado de los símbolos de lucha.
La explosión comercial definitiva llegó en los años 90. Con la caída del Muro de Berlín y el supuesto “fin de la historia”, el comunismo dejó de ser visto como una amenaza real en Occidente. Como explican varios autores en la compilación de Ziff (2006), este vacío ideológico permitió que la imagen del Che fuera completamente resignificada. Se convirtió en un producto ideal para el mercado juvenil: el Che Guevara como marca comercial pasó a vender una rebelión segura, una nostalgia por una revolución que ya no era posible.
Es el sueño de cualquier publicista: tenés un logo que no necesita explicación, que se asocia instantáneamente con la juventud, la pasión, el idealismo y la aventura. Es un símbolo que proyecta autenticidad y desafío, pero que ya no incomoda a nadie. Y lo mejor de todo es que, debido a su origen, es de dominio público y no paga derechos de autor. El Che se convirtió en la marca rebelde perfecta, gratuita y universal.
La banalización del símbolo ha llegado a niveles que rozan lo absurdo. Su rostro ha aparecido en una variedad incontable de productos, muchos de los cuales contradicen directamente todo lo que él defendía. Podemos encontrarlo en:
Esta proliferación masiva genera una paradoja andante. Millones de personas en todo el mundo usan su imagen como un accesorio de moda sin tener la más mínima idea de su pensamiento político. Desconocen su rol como fiscal en los juicios revolucionarios, su crítica a la Unión Soviética o su estricta teoría sobre la creación de un “hombre nuevo” socialista. La remera del Che se convierte en un significante completamente vacío, un fetiche sin historia.
El efecto de esta mercantilización de los ideales revolucionarios es doblemente problemático. Por un lado, trivializa la figura histórica de Ernesto Guevara, reduciendo una vida compleja y controversial a un simple logo. Por otro, y quizás más grave, devalúa los conceptos mismos que él representaba. La idea de “revolución” se vuelve tan superficial como la de “amor” en un perfume, y la lucha por la justicia social se convierte en un eslogan publicitario más.
Ante este panorama, cabe preguntarse si queda algo del significado original o si el mercado ha ganado la batalla por el sentido de forma definitiva. ¿Puede una persona hoy usar una remera del Che con una intención política genuina y que ese mensaje sea leído como tal? ¿O la imagen ya está tan saturada y banalizada que cualquier intento de uso “auténtico” se pierde en el ruido del consumo masivo? La tensión entre la intención del portador y la percepción pública es irresoluble.
El caso del Che Guevara es, por lo tanto, el ejemplo de manual que ilustra cómo el mercado vacía de contenido los ideales. Nos enseña que el capitalismo tiene la asombrosa capacidad de tomar a su enemigo más fotogénico, despojarlo de toda su carga ideológica, y venderlo en sus propias tiendas. Demuestra que en la sociedad del espectáculo, ninguna imagen, por más sagrada o radical que sea, parece ser inmune al abrazo mortal del mercado.
Si hubo un movimiento que pareció nacer como el antídoto perfecto contra el consumismo, ese fue el punk. Surgió del “No Future”, del rechazo visceral al sistema, del abrazo a la fealdad y al caos como una declaración de principios. Su grito de guerra era un “no” rotundo a todo lo que la sociedad de consumo representaba: el optimismo, la pulcritud, la ambición y el buen gusto. La pregunta, entonces, se vuelve aún más incómoda: ¿cómo es posible que esta filosofía del rechazo total se haya convertido en una de las estéticas más rentables y recurrentes de la moda de lujo?
Para entender esta paradoja, es fundamental situarnos en su origen. Como documenta el historiador Jon Savage (1991) en su obra definitiva England’s Dreaming, el punk británico no fue un capricho estético, sino la banda de sonido de un colapso social. Nació a mediados de los 70 en una Inglaterra sumida en la crisis económica, el desempleo juvenil masivo y una profunda desilusión política. La estética punk —la ropa rota, los materiales de desecho— no era una elección de diseño, era un espejo de la precariedad y la bronca de una generación que sentía que no tenía nada que perder.
La moda punk original era un ejercicio de “bricolaje”, un “hacelo vos mismo” radical. Los jóvenes usaban alfileres de gancho para remendar sus jeans rotos, se hacían remeras con inscripciones provocadoras usando stencils, y se adornaban con cadenas de ferretería o bolsas de basura. No era una moda en el sentido tradicional, era una anti-moda deliberada. Era una forma de tomar los objetos más ordinarios o los desechos del sistema para usarlos como un arma visual, una declaración de guerra contra la opulencia y el conformismo.
El sociólogo Dick Hebdige (1979), en su texto fundamental Subculture: The Meaning of Style, describe a las subculturas como un “ruido” simbólico que interrumpe la comunicación normal de la sociedad. El punk, con su música disonante y su estética chocante, era un ruido ensordecedor que desafiaba todas las normas de la cultura británica. La ropa, el peinado y el maquillaje no eran simples adornos, eran significantes de una oposición política y existencial, una forma de resistir a través del estilo.
Sin embargo, como explica el propio Hebdige (1979), este acto de resistencia está condenado a un ciclo inevitable de cooptación. Primero, el “ruido” de la subcultura es señalado y demonizado por los medios de comunicación, generando pánico moral. Pero casi al mismo tiempo, los radares de la industria cultural y la moda empiezan a “traducir” ese estilo, a despojarlo de su contexto político y a convertirlo en una mercancía. El símbolo de la resistencia se transforma en un producto de consumo masivo, y el “ruido” se domestica.
En la historia del punk, Vivienne Westwood y Malcolm McLaren jugaron un rol central y ambiguo en este proceso. Desde su mítica tienda “SEX” en Londres, ellos no fueron simples diseñadores, sino conceptualizadores que entendieron este juego desde el principio. Fueron los primeros en empaquetar y vender la estética punk, pero lo hicieron con una intención artística y subversiva, buscando provocar al sistema desde adentro. Sus imitadores posteriores, sin embargo, solo tomarían la cáscara visual, desprovista de toda intención crítica.

Décadas después, el salto del punk a la alta costura y al fast fashion ya es un hecho consumado. Las camperas de cuero con tachas, los borcegos militares, los pantalones escoceses y los estampados de bandas como los Sex Pistols o The Clash se convirtieron en un cliché recurrente. Los vemos en las pasarelas de París, en las campañas de perfumes de lujo y, por supuesto, en las perchas de cualquier centro comercial. Este es el análisis del uso de la estética punk en la moda en su fase más terminal: la completa absorción.
La ironía alcanza niveles sublimes. Hoy podés comprar en una tienda de lujo una campera “de inspiración punk” por miles de dólares, fabricada con los cueros más finos y diseñada por un equipo creativo para que parezca gastada y “rebelde”. Es la materialización del “No Future” pero con la comodidad de poder pagarla en 12 cuotas sin interés. La contradicción no podría ser más explícita: la estética de la pobreza y el descontento se convierte en un símbolo de estatus para ricos.
Este es el momento exacto en que cuando la protesta se convierte en merchandising. El logo de la anarquía, la “A” circulada, un símbolo político que aboga por la abolición de toda forma de Estado y autoridad coercitiva, se convierte en un simple estampado para vender remeras a adolescentes. El concepto político más radical es vaciado de todo su contenido para transformarse en un accesorio de moda. No se puede imaginar un acto de neutralización más completo.
Este análisis cultural de la venta de la rebeldía nos revela una de las estrategias más astutas del mercado. El sistema entendió que podía vender la sensación de ser un rebelde, sin que el consumidor tuviera que asumir ninguno de los riesgos o compromisos de la rebeldía real. Te vendo el look para que proyectes una imagen de disconformidad, mientras seguís participando pacíficamente en el ciclo de consumo. Es una forma de canalizar y desactivar el descontento juvenil.
Muchos de los protagonistas originales del movimiento declararon que el punk “murió” en el preciso instante en que se volvió una moda. Para ellos, el momento en que la prensa lo bautizó, en que las grandes discográficas empezaron a fichar a sus bandas y en que las tiendas empezaron a vender ropa “punk”, fue el fin de su autenticidad. La visibilidad masiva, lejos de ser un triunfo, fue su sentencia de muerte como movimiento contracultural genuino.
El caso del punk es, en este sentido, quizás el más cínico y revelador de todos los procesos de cooptación. Demuestra que ni siquiera la negación más explícita y virulenta del sistema es inmune a ser convertida en un producto de lujo. Si el capitalismo fue capaz de empaquetar y vender el “No Future” y la anarquía, nos deja una lección inquietante: aparentemente, no hay nada que no pueda vender.
Si la cooptación del Che Guevara o del punk nos parece una historia del pasado, la del feminismo es una batalla que se está librando ahora mismo, en nuestras pantallas y en nuestras calles. Vemos cómo grandes marcas de ropa, belleza, tecnología y hasta bancos se tiñen de violeta cada 8 de marzo, lanzan campañas con eslóganes de empoderamiento y nos invitan a “celebrar” a la mujer. Esta visibilidad masiva nos enfrenta a una pregunta incómoda y urgente: ¿estamos presenciando un triunfo cultural del feminismo o su domesticación definitiva a manos del mercado?
El fenómeno tiene un nombre: el feminismo como producto de consumo. Es la estrategia de tomar las consignas, la estética y la energía del movimiento para usarlas como una herramienta de marketing. Se busca atraer a un público, principalmente femenino, que se identifica con los valores de la igualdad y la sororidad, pero ofreciéndole una participación que no requiere militancia, sino una transacción. La revolución se muda de la plaza al probador de un local.
La escritora y crítica cultural Andi Zeisler (2016) lo bautizó “marketplace feminism” o feminismo de mercado. Según Zeisler, este es un feminismo deliberadamente apolítico, individualista y centrado en una idea superficial de “empoderamiento” a través de la compra. Es una versión light que te dice que podés ser una CEO poderosa, que te merecés ese labial para sentirte fuerte o que usar una remera con una frase ingeniosa es un acto de resistencia, pero evita cuidadosamente cuestionar las causas estructurales de la opresión patriarcal.
La palabra “empoderamiento” es clave en este proceso de vaciamiento. Como analiza la socióloga Rosalind Gill (2007), este concepto, que nació en los movimientos sociales para describir un proceso de toma de conciencia y poder colectivo, ha sido completamente cooptado. El mercado lo transformó en una elección de consumo individual, no en una lucha por el poder político y económico real. El empoderamiento, en esta lógica, ya no se conquista en las calles o en los sindicatos; se compra en un centro comercial.
Acá es donde el análisis de la interseccionalidad en la cooptación de símbolos se vuelve fundamental. El “feminismo de mercado” casi siempre vende una imagen de mujer blanca, cisgénero, de clase media, sin discapacidades y heteronormada. Promueve un ideal de “mujer empoderada” que es, en realidad, una ejecutiva exitosa o una modelo que cumple con ciertos cánones de belleza. Las opresiones de raza, clase, identidad de género o diversidad funcional son sistemáticamente ignoradas porque un feminismo verdaderamente interseccional es anticapitalista y, por lo tanto, no vende.
Y es una situación complicada, ¿no? Porque por un lado, ves el color violeta y los pañuelos verdes en todos lados y una parte tuya piensa “buenísimo, el mensaje llegó, estamos ganando”. Pero por otro lado, te enterás de que la marca que te vende la remera de “Girl Power” explota a trabajadoras textiles en Bangladesh. Esa contradicción te deja un sabor amargo, la sensación de que algo no cierra, de que te están vendiendo una versión muy edulcorada de tu propia lucha.
Los ejemplos de esta práctica, a veces llamada pinkwashing o “capitalismo rosa”, son incontables y a menudo, cínicos. Podemos pensar en un banco que lanza una línea de créditos para “mujeres emprendedoras” pero cuyo directorio está compuesto casi exclusivamente por hombres. O en una marca de cosméticos que hace una campaña por el “amor propio” usando modelos con cuerpos diversos, pero solo durante un mes para volver después a sus estándares de belleza hegemónicos de siempre.
La consecuencia más peligrosa de la masificación del feminismo como producto de consumo es su efecto desmovilizador. Puede generar la peligrosa ilusión de que la lucha ya está ganada, o de que el activismo se reduce a tomar decisiones de consumo “conscientes”. Se corre el riesgo de que la energía que debería estar puesta en exigir políticas públicas, en organizar huelgas o en el activismo territorial, se desvíe hacia un debate sobre qué marcas son “más feministas” que otras.
Esto nos lleva a una pregunta central para cualquier movimiento social hoy: ¿toda visibilidad es inherentemente buena? ¿O una visibilidad superficial y mercantilizada puede ser, a largo plazo, contraproducente? Es la tensión constante entre el deseo de que el mensaje llegue a más gente y el riesgo de que, al masificarse a través del mercado, pierda su alma radical, su capacidad de incomodar y de transformar de verdad la realidad.
Afortunadamente, la resistencia a esta cooptación también surge desde adentro del propio movimiento. Son las activistas y las colectivas feministas las primeras en denunciar estas prácticas, en llamar al boicot a ciertas marcas o en exponer la hipocresía del pinkwashing. La creación de ferias de la economía popular, el apoyo a emprendedoras autogestivas y la insistencia en un feminismo popular, villero y anticapitalista son formas de luchar por el sentido del movimiento contra el avance del mercado.
El caso del feminismo es, quizás, el más complejo y doloroso porque es una batalla que está en pleno desarrollo. Nos obliga, como participantes o simpatizantes del movimiento, a estar constantemente en alerta, a desarrollar un ojo crítico y a preguntarnos qué feminismo estamos consumiendo y, más importante, qué feminismo estamos construyendo día a día. Nos exige ser conscientes de que la cultura pop y la venta de la revolución pueden ser una trampa muy seductora.
En última instancia, esta lucha nos recuerda una verdad incómoda pero necesaria. La verdadera revolución, la que busca desmantelar todas las estructuras de opresión, nunca va a ser patrocinada por una tarjeta de crédito. Nunca va a ser cómoda, ni se va a poder comprar en tres cuotas sin interés. La verdadera revolución, por definición, no es ni será nunca un producto de consumo.
Si pensábamos que la mercantilización había llegado a su límite con una remera, estábamos equivocados. En los últimos años, hemos sido testigos de una nueva estrategia, mucho más ambiciosa y envolvente: el “woke capitalism” o “capitalismo de la conciencia”. Ya no es solo la cultura pop y la venta de la revolución a través de un producto. Ahora, la propia corporación se presenta a sí misma como el agente del cambio, la protagonista de la lucha social.
El “woke capitalism” es la práctica de las grandes empresas de adoptar públicamente posturas progresistas sobre temas de alta sensibilidad social. Vemos a bancos celebrando el mes del orgullo LGTBIQ+, a marcas de gaseosas produciendo publicidades épicas contra el racismo, o a petroleras invirtiendo fortunas en campañas sobre su compromiso con la sostenibilidad. El objetivo es claro: construir una imagen de marca virtuosa para atraer a los consumidores más jóvenes, quienes demandan un mayor compromiso social de las empresas que consumen.
El académico Carl Rhodes (2021), en su libro Woke Capitalism, lo define como una forma de “relaciones públicas morales”. Sostiene que esta estrategia no busca generar un cambio estructural real, sino acumular un capital simbólico que legitime a la empresa frente a la opinión pública. Permite que una corporación siga con su modelo de negocio —a menudo basado en la explotación laboral, la evasión fiscal o el daño ambiental— mientras proyecta una imagen de conciencia y responsabilidad. Es, en esencia, una coartada moral.

Esta lógica se apoya en la idea del “valor compartido”, un concepto muy popular en el mundo empresarial que sugiere que se puede “hacer el bien y ganar dinero al mismo tiempo”. Sin embargo, como critica el periodista Anand Giridharadas (2018), este enfoque es una trampa. Solo promueve soluciones “win-win” que son cómodas para las élites y nunca desafían el statu quo. Las soluciones que implicarían una redistribución real del poder o la riqueza, aquellas en las que las corporaciones tendrían que perder para que la sociedad gane, nunca se ponen sobre la mesa.
El impacto del ‘woke capitalism’ en movimientos sociales es profundo y complejo. Por un lado, puede dar una visibilidad masiva a ciertas causas, como cuando Nike apoyó al jugador de fútbol americano Colin Kaepernick en su protesta contra la violencia policial. Pero, por otro lado, canaliza esa energía de protesta hacia un acto de consumo: comprar zapatillas. La conversación se desplaza desde la exigencia de reformas políticas profundas hacia un debate sobre qué marcas son más “valientes” o “comprometidas”.
Y es una dinámica seductora, ¿no? Es genial que una marca de ropa deportiva ponga un arcoíris en su logo durante el mes del orgullo. Pero la pregunta política que debemos hacernos es otra. ¿Qué tal si esa misma empresa, en lugar de vender “orgullo”, garantiza que sus empleades trans en sus fábricas de Asia tengan salarios dignos y no sufran discriminación? La diferencia entre el marketing y el compromiso real está siempre en las condiciones materiales, no en los colores de un logo.
El ejemplo más claro de esta hipocresía es el greenwashing. Estamos inundados de empresas de fast fashion que lanzan una pequeña “línea sostenible”, hecha con un mínimo porcentaje de material reciclado, para lavar su imagen. Mientras tanto, su modelo de negocio principal se basa en producir millones de prendas de baja calidad y alta contaminación, fomentando una cultura de descarte. La campaña “verde” funciona como una cortina de humo para ocultar un desastre ecológico.
Una de las consecuencias más peligrosas de este fenómeno, como advierte Rhodes (2021), es la privatización del debate democrático. Cuando los CEOs y las corporaciones se erigen como los nuevos líderes morales y agentes del cambio, la responsabilidad de solucionar los problemas sociales se desplaza. Ya no es una obligación del Estado y de la ciudadanía, sino una iniciativa voluntaria del departamento de marketing de una empresa. La política se convierte en filantropía corporativa.
Además, es fundamental notar la selectividad de este capitalismo “consciente”. Las empresas solo abrazan las causas que son fotogénicas, que no afectan sus ganancias y que son populares entre su público objetivo. Apoyarán con entusiasmo una campaña por la diversidad en la publicidad, porque eso vende. Pero muy rara vez se pronunciarán sobre el derecho a la sindicalización de sus propios trabajadores o sobre la necesidad de una reforma fiscal que les haga pagar más impuestos.
Nosotros, como consumidores, somos el objetivo final de esta elaborada estrategia. El woke capitalism apela directamente a nuestro deseo de ser buenas personas y de consumir de forma ética, pero sin que eso nos exija grandes sacrificios. Nos ofrece la absolución en el acto de compra. Podemos seguir con nuestros hábitos de consumo, pero nos sentimos mejor porque elegimos la marca que publicó el tuit correcto o que donó un pequeño porcentaje de sus ganancias a una causa noble.
Por suerte, la resistencia a esta estrategia también está creciendo. Cada vez más, los propios movimientos sociales y los consumidores informados utilizan las redes para exponer la hipocresía de estas campañas, una práctica conocida como call-out culture. Se promueve el apoyo a economías locales, a cooperativas y a empresas autogestivas que demuestran un compromiso real y no solo publicitario. La lucha por el sentido es constante.
En definitiva, el woke capitalism es la forma más sofisticada en que el capitalismo coopta movimientos sociales. Es un espejismo peligroso que nos vende la ilusión de un sistema con rostro humano, de un cambio sin conflicto, de una revolución patrocinada. Y su mayor riesgo es que nos convenza de que podemos comprar el cambio que queremos ver en el mundo, cuando en realidad, solo estamos comprando una excusa muy bien diseñada para no tener que luchar por él.
Después de recorrer este camino, desde el Che Guevara hasta el feminismo de mercado, llegamos a la consecuencia final y más desoladora de este proceso: el símbolo vacío. Una vez que la maquinaria de la mercantilización ha hecho su trabajo, el puño en alto, la remera anarquista o el eslogan revolucionario quedan flotando en la cultura, despojados de su historia, su poder y su significado. Este vaciamiento no es un efecto secundario inocente; es el objetivo último de la cooptación y tiene un impacto profundo en nuestra capacidad de hacer política.
La pérdida de significado de los símbolos de lucha es, en la práctica, un desarme. Cuando un símbolo que antes unía a una comunidad en una causa común puede ser usado por cualquiera para vender cualquier cosa, pierde su capacidad de convocar y de diferenciar. Si la rebeldía es solo un estilo, ¿cómo distinguimos la protesta real de la simple performance? El lenguaje visual de la disidencia se devalúa y se vuelve confuso, casi inútil.
Este panorama de símbolos devaluados y protestas empaquetadas fomenta lo que el crítico cultural Mark Fisher (2009) llamó “realismo capitalista”. Se trata de esa sensación generalizada, casi atmosférica, de que no existe una alternativa real al sistema actual. Es la idea de que el capitalismo es la única opción viable, y que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. En este clima, la protesta política real puede empezar a parecer ingenua, inútil o, en el mejor de los casos, un gesto nostálgico.
Esta sensación de inevitabilidad alimenta directamente la apatía política, sobre todo en las generaciones más jóvenes. Si la revolución se puede comprar en un centro comercial, ¿qué sentido tiene organizarse, marchar y luchar por ella en las calles? La crítica a la comodificación de la protesta nos muestra que el consumo de símbolos políticos puede funcionar como un sustituto de la participación real. Comprar la remera nos da una dosis de satisfacción que alivia la necesidad de un compromiso más profundo y sostenido.
Entonces, la pregunta se vuelve ineludible: ¿es posible todavía la autenticidad y política en la cultura de consumo? ¿Estamos condenados a que cada gesto sincero y cada símbolo potente sean eventualmente absorbidos y neutralizados por el mercado? La búsqueda de una “autenticidad” que escape a esta lógica se convierte en el desafío central para cualquiera que quiera mantener viva la llama de la crítica.
Una de las estrategias de resistencia que surgió para combatir esto es el “culture jamming” o sabotaje cultural. Tal como lo propuso Kalle Lasn (1999), fundador de la revista Adbusters, esta táctica no busca crear símbolos nuevos, sino tomar los mensajes y la publicidad del propio sistema y darles la vuelta. Es usar la ironía y la parodia para hackear la comunicación corporativa y exponer sus contradiciones, buscando despertar al consumidor de su trance.
Podemos ver el “culture jamming” en acción en los “subvertisements” (contra-anuncios) que imitan la estética de una marca famosa para lanzar un mensaje anticapitalista o ecologista. También en las intervenciones artísticas urbanas que alteran vallas publicitarias o en los memes que ridiculizan las campañas de woke capitalism. Es una guerrilla semiótica que intenta devolverle la complejidad y el filo crítico a la cultura visual que nos rodea.
Otra vía de resistencia, quizás más constructiva, es la creación y el apoyo a economías y culturas alternativas. Implica un esfuerzo consciente por salirse, en la medida de lo posible, del circuito del consumo masivo. Se trata de apoyar a los artistas de tu barrio, comprar en ferias de la economía popular, consumir medios independientes y autogestivos, y construir redes comunitarias que operen con una lógica de cooperación y no de competencia.

No es una tarea fácil, por supuesto. Vivimos inmersos en el sistema capitalista y escapar por completo es una ilusión. Requiere un esfuerzo constante de buscar, de informarse, de elegir a veces el camino más difícil o incómodo en lugar del más accesible. Pero cada una de estas elecciones es un pequeño acto que ayuda a nutrir un ecosistema cultural más auténtico y menos dependiente de las grandes corporaciones.
Sin embargo, para complicar el panorama, autores como Joseph Heath y Andrew Potter (2004) nos lanzarían una advertencia. Argumentarían que incluso la figura del “rebelde” que critica el sistema y busca la “autenticidad” es, en sí misma, un nicho de mercado muy rentable. El capitalismo, en su astucia, también nos vende la idea de ser un consumidor crítico, un “culture jammer”, creando productos y medios para esa identidad.
Quizás, entonces, la autenticidad no sea un destino final, un lugar puro y libre de contradicciones al que se pueda llegar. Tal vez la resistencia no sea una victoria definitiva, sino una lucha constante, un tire y afloje perpetuo con el sistema. La autenticidad sería, en este caso, una práctica continua de crítica y autocrítica, el esfuerzo consciente y diario por alinear nuestras acciones, nuestras palabras y nuestros consumos con los valores que decimos defender.
Al final, el análisis del símbolo vacío nos deja en un lugar incómodo pero necesario. Nos despoja de las certezas fáciles y nos obliga a cuestionar nuestras propias prácticas y formas de expresión política. Aunque la capacidad de absorción del mercado parece infinita, la conciencia de este mecanismo, que hemos intentado desarmar en este artículo, es nuestra primera y más importante herramienta de defensa. Es el escudo que nos permite intentar construir una política que no quepa, nunca, en una bolsa de compras.
Volvemos al punto de partida, a esa imagen que nos resulta tan familiar: la remera con el rostro de un revolucionario colgada en la vidriera de un local de moda. A lo largo de este recorrido, hemos intentado desarmar la lógica que hace posible esa escena. Hemos viajado desde la teoría crítica de la industria cultural hasta los pasillos del supermercado donde se nos ofrece un feminismo envasado. El objetivo no era llegar a una respuesta simple, sino entender la complejidad de un sistema que ha perfeccionado el arte de vender la disidencia.
Queda claro que la cooptación no es un accidente desafortunado, sino el método de supervivencia por excelencia del capitalismo de consumo tardío. Es la manifestación de una sociedad del espectáculo, como la describió Debord, donde la apariencia de la protesta sustituye a la acción política real. El sistema no necesita silenciar a sus críticos si puede darles un micrófono, ponerlos bajo los reflectores y vender entradas para ver su actuación. Es una estrategia de neutralización por sobreexposición.
El caso del Che Guevara nos deja una lección contundente sobre la potencia de la imagen y la fragilidad del significado. Nos enseña que ni el martirio, ni la ideología más intransigente, ni el compromiso con la lucha armada son inmunes a la banalización. Su rostro, transformado en la marca rebelde por excelencia, es la prueba de que un símbolo puede ser completamente divorciado de su historia hasta convertirse en lo opuesto a lo que representaba.

El análisis de la estética punk, por su parte, nos muestra la omnipotencia de la moda como mecanismo de absorción. Nos revela que ni siquiera el rechazo más visceral al sistema, ni la estética más deliberadamente anti-comercial, pueden escapar de la pasarela. Si el “No Future” pudo convertirse en un look de lujo, nos enfrentamos a la incómoda verdad de que cualquier forma de disidencia estilística es, potencialmente, la próxima gran tendencia.
La mercantilización del feminismo nos interpela de una forma mucho más inmediata y personal. Nos muestra cómo las luchas vivas, las que están sucediendo ahora mismo en nuestras calles, son el campo de batalla más complejo. La visibilidad que ofrece el mercado es una tentación constante, pero nos obliga a preguntarnos qué estamos perdiendo a cambio. La lucha por el sentido del feminismo se libra tanto en el Congreso como en las góndolas del supermercado.
El surgimiento del “woke capitalism” es la culminación de este proceso, su fase más sofisticada y quizás más cínica. La propia corporación se viste con el traje de activista, vendiéndonos no solo productos, sino una coartada moral para nuestro consumo. Nos ofrece la ilusión de un capitalismo con rostro humano, un sistema capaz de reformarse a sí mismo desde adentro. Y al hacerlo, privatiza la responsabilidad del cambio social, trasladándola del ciudadano al consumidor.
En este complejo entramado, ¿qué rol jugamos nosotros? Es fácil señalar con el dedo a las corporaciones, pero es más difícil reconocer nuestra propia participación en este ciclo. En una cultura que nos empuja a construir nuestra identidad a través de lo que compramos, la adquisición de un objeto “rebelde” o “consciente” se convierte en un atajo para expresar quiénes somos, o quiénes nos gustaría ser. Es una forma de performar la política sin asumir sus costos.
La búsqueda de la “autenticidad”, entonces, se vuelve una tarea casi imposible, un horizonte que se aleja a medida que nos acercamos. Como nos advertirían algunos críticos, el propio sistema ya ha creado un nicho de mercado para el “consumidor auténtico y crítico”. Quizás la autenticidad no sea un producto que se pueda encontrar o una identidad que se pueda comprar, sino una práctica constante de cuestionamiento, una lucha diaria por la coherencia.
¿Significa todo esto que la resistencia es inútil, que toda protesta está condenada a convertirse en merchandising? No necesariamente. Pero sí significa que debemos ser más inteligentes y estratégicos. La conciencia de estos mecanismos de cooptación es nuestra principal herramienta de defensa. Entender cómo funciona el abrazo del sistema es el primer paso para aprender a zafarse de él.
Quizás la salida no esté en buscar el producto “éticamente perfecto” o el símbolo “incooptable”, una búsqueda que puede llevar a la parálisis. Tal vez la verdadera resistencia hoy pase por desplazar el eje de nuestra acción política. Implica valorar más la organización barrial que la compra de una remera, la participación en una asamblea que el posteo en redes sociales, y la creación de medios comunitarios que el consumo de cultura masiva.
Y así llegamos a la pregunta del título: la rebelión no se vende, ¿o sí? La respuesta es, como todo en este tema, paradójica. La rebelión real, la que transforma las estructuras económicas y sociales, la que exige sacrificios y se construye colectivamente, esa no se puede vender. Pero una simulación muy convincente de ella, una versión estetizada, individualista y segura, sí. Y se vende espectacularmente bien.
Nuestra tarea, entonces, como ciudadanos y no solo como consumidores, es aprender a distinguir la una de la otra. Es desarrollar un escepticismo saludable ante la rebeldía que se nos ofrece de forma demasiado fácil. Requiere un esfuerzo constante por mantener vivos los ideales en su complejidad, por honrar la historia de las luchas y por entender que el cambio verdadero nunca, pero nunca, va a venir con un código de barras.
Debord, G. (1967). La société du spectacle. Buchet-Chastel.
Fisher, M. (2009). Capitalist Realism: Is There No Alternative?. Zero Books.
Frank, T. (1997). The Conquest of Cool: Business Culture, Counterculture, and the Rise of Hip Consumerism. University of Chicago Press.
Giridharadas, A. (2018). Winners Take All: The Elite Charade of Changing the World. Alfred A. Knopf.
Heath, J., & Potter, A. (2004). The Rebel Sell: Why the Culture Can’t Be Jammed. HarperCollins.
Hebdige, D. (1979). Subculture: The Meaning of Style. Methuen.
Klein, N. (1999). No Logo: Taking Aim at the Brand Bullies. Knopf Canada.
Lasn, K. (1999). Culture Jamming: The Uncooling of America™. Eagle Brook.
Rhodes, C. (2021). Woke Capitalism: How Corporate Morality is Sabotaging Democracy. Bristol University Press.
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